La Jornada Semanal,  domingo 8 de septiembre  de 2002            392
(h)ojeadas
LA RELATORA DE LA BESTIA

JORGE MOCH

  Slavenka Drakulic,
Como si yo no estuviera,
Anagrama,
España, 1999.

Hay literatura que es imprescindible por su carácter testimonial aunque resulte difícil tragar sus párrafos descarnados, sin poesía o frases amables siquiera pero que nos retrata de cuerpo entero para exhibir a la bestia que a veces ocultamos debajo de folclores y corbatas. Hay facetas del periodismo que requieren de templanza, de sangre pétrea para levantar pedruscos y sacar alimañas a la luz. Una templanza rayana en profesionalismo gélido, de soldado, capellán o médico legista. Hay que llevar la información al medio y de allí al gran público, sí, pero también atestiguar la historia, pormenorizar el registro aunque la barbarie termine por darnos la razón a escépticos y pesimistas, y al mismo tiempo convertir ese oficio a menudo ingrato en herramienta flamígera, de conciencia social cuando los acontecimientos desarreglan la justa proporción entre horror y belleza de que hablaba W. G. Sebald: hay que tomar el pulso al acontecer humano, y ello no debe ser fácil cuando el paciente se pone convulso y muta en un monstruo inconcebible, que se odia a sí mismo y se consume a mordiscos como el conde Ugolino devoró la cabeza del arzobispo Rugiero para horror de Alighieri. Es un trabajo duro, el más duro del mundo, que bien puede marcar para siempre la vida de ese almacenista de trágicas particularidades en que termina convertido el periodista cuando cubre un escenario bélico, anteponiendo la más de las veces esa hialina perspicuidad como coraza, dejándose de lado la capacidad de sentir lástima. A veces el periodista, para ser periodista, se vuelve impío, sacrificando la propia humanidad, porque si no sería imposible contar después lo que se ha visto. La croata Slavenka Drakulic (1949) ha probado y expuesto su versión del mal, su testimonio del glacial círculo noveno, el centro de los infiernos. Y no se trata de un quimérico nauseabundo remolino de mierda habitado por gárgolas y centauros, sino de pintorescas aldeas y viejas ciudades europeas situadas en la bucólica región que cercan los Balcanes y los Alpes Dináricos. Verdes colinas y promontorios rocosos rodeados de bosques que en invierno harían las delicias de cualquier aficionado a las postales navideñas pero que el hombre, experto alquimista que convierte en bosta todo lo que toca, quiso tornar escenario incongruente de una de las más brutales carnicerías del mundo moderno cuando, muerto Josip Broz, su histórico patriarca, la hoy inexistente Yugoslavia se volvió contra sí misma con el paleto y viejísimo pretexto de las intolerancias étnicas y religiosas y sus consecuentes expresiones de fanatismo asesino. Fue como si el monte Durmitor, sempiterno vigilante del Adriático, se hubiera puesto a destilar un día veneros de hiel y ponzoñosa violencia en lugar de agua purísima, contaminando las naciones que se extienden a sus pies. Nombres que eran exóticos, gracias a la triste capacidad que tienen los medios masivos de comunicación de trivializar hasta la más terrible expresión de barbarie, se volvieron frases familiares, recurrentes y convenientemente lejanas e incomprensibles en las conversaciones de "este" lado del mundo: Bosnia–Herzegovina, Serbia, Vlasenica, Prijedor y sus igualmente crípticas, confusas demografías luego fueron adquiriendo borrosas siluetas con brazos y piernas que en Sarajevo huían del frío, del hambre, de los francotiradores asesinos de civiles inermes y luego fueron rostros ateridos, suplicantes, de grandes ojos hundidos por el hambre y por el miedo: el rostro de la angustia se volvió bosnio, croata, serbio musulmán, mientras que la bestia, escudándose en un crucifijo que parece que nunca cesará de revalidarse como paradójico estandarte del exterminio –aunque la doctrina que representa predica exactamente lo contrario–, fue momentáneamente serbia y recalcitrantemente segregacionista, y cruel. Luego vendrían Kosovo y el resto de las microguerras regionales que no serían sino reverberaciones de la misma orgía de sangre y fuego donde la población civil fue convertida en diana de la crueldad de las milicias, que en no pocos casos terminaron sin saber por qué mataban pero ya les resultaba imposible detenerse, con frenesí de fieras, dándole por completo la razón al epígrafe lupino de Hobbes.

Finalmente, esos rostros demacrados tuvieron nombres e historias terribles que contaron entre ellas en los campos de refugiados de Zagreb o en el Hospital Carolino de Estocolmo, ellas así, en femenino, porque principalmente sufrieron esa guerra estúpida las mujeres que en muchos casos no tuvieron la suerte de sus padres, maridos, novios primos y amigos varones de morir cosidos a balazos, despedazados por las explosiones o transidos en el dolor de la tortura: a las sobrevivientes de la guerra yugoslava la maquinaria del exterminio serbio las dejó vivas para que fuesen un colectivo y descarnado testimonio del escarmiento. Vivas y embarazadas.

En Como si yo no estuviera, Slavenka Drakulic rescata el testimonio colectivo, casi anónimo, de esas mujeres, como si las víctimas nos hablasen desde detrás de una cortina en sus pabellones de hospital, convertidas en tenues siluetas cargadas de amargura, espectrales restos de esas mujeres para las que la guerra no terminó con rendiciones ni armisticios, sino que se prolongó durante gestaciones lamentables, convertidos sus embarazos en extensiones de la tortura para culminar en una suerte atroz: ver convertida la maternidad en un perentorio regusto de la abominación; parir los frutos de las violaciones tumultuarias, de las golpizas y los insultos para, en la lógica serbia del etnocidio, borrar la huella genética de los "impuros" musulmanes al mismo tiempo que se desmoronaba la psique de un pueblo entero, barrido no solamente por las balas trazadoras y las granadas fragmentarias de los obuses y los misiles tierra-tierra, sino por el enconado, depurado desprecio del hombre por el hombre en una de sus más aciagas manifestaciones. Qué mejor manera de odiar que matar a los hombres, niños y viejos incluidos, y obligar a las mujeres a llevar en su seno a los hijos de los perpetradores de la masacre. Para las mujeres cuyo testimonio rescata valientemente Drakulic, un hijo no es entonces la criatura en que vierte su amor una madre, sino un parásito refractario, un tumor que hay que extirpar cuanto antes, no solamente del cuerpo grávido, sino de la vida misma. Allí radica uno de los aspectos más descarnados de la tortura de los hoy tristemente célebres chetniks.

Libro difícil y hasta amargo, pero imprescindible para una cabal toma de conciencia de lo que es vivir en paz, precisamente como hasta ahora, más o menos, hemos vivido nosotros, tan convenientemente ajenos a las atrocidades de una guerra civil fundamentada en el exterminio étnico o las diferencias de credo. Duele pensar en las mujeres que entrevistó Drakulic, pero duele más percatarse de la indiferencia terrible del resto del mundo. La de usted y la de quien esto escribe, tan metidos a veces en las insignificancias neuróticas de todos los días mientras hay rincones del orbe en los que el mero acto de respirar o poder mirar las nubes es un lujo; rincones del planeta en los que ser madre ha terminado por convertirse en el más execrable de los suplicios, y en los que la salvación de esas mujeres, la preservación de un hilo nimio de cordura supuso, en miles, decenas de miles de casos si no es que cientos de miles, asesinar a un recién nacido y de todos modos llevarlo a cuestas por el resto de esas tristes vidas. Rincones del mundo a los que Drakulic ha tenido la valentía de asomarse, para luego mostrarnos lo que la humanidad es capaz de hacer contra sí misma. Rincones en los que habita, a menudo silente vecina, la verdadera bestia, pero rincones oscuros del mundo y el alma en los que a pesar de tanta brutalidad sigue floreciendo, inmaculada, la saxífraga de la esperanza •