Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 12 de octubre de 2002
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Política

Ilán Semo

Michel Houllebecq: más allá de la farsa

Evocar la sombra de Sócrates en un juicio donde se dirime la libertad de expresión tiene sus riesgos. Los mitos son siempre más grandes que la realidad, y el acusado corre el peligro de verse anegado por la descomunal comparación. En el juzgado 17 del Palacio de Justicia, Fernando Arrabal, testigo de la defensa, lo sabe. Por ello prefiere recordar la renuncia de Sócrates a no renunciar a su palabra "no como una gesta ni un ejemplo sino como una responsabilidad elemental de cualquier ciudadano que se respete". Un poco de teatro nunca sobra. Arrabal saca una botellita, no de cicuta sino de brandy, y brinda por la salud del juez, antes de seguir con el alegato socrático.

El hombre que está en el banquillo de los acusados es Michel Houllebecq, un escritor ya célebre. Autor de Ampliación del campo de batalla, Partículas elementales y Plataforma, textos esenciales para descifrar el fin del milenio, así como de la antología de ensayos El mundo como supermercado ("Las reflexiones teóricas -escribe Houllebecq- me parecen un material narrativo tan bueno como cualquier otro, y mejor que muchos"), sigue siendo, a sus 45 años, el enfant terrible de la literatura francesa. A los 40 años recibió merecidamente el Premio Nacional de Letras, en contra del viento y la marea de la crítica europea. Su novela más reciente, Plataforma, causó una reacción unánime de rechazo en la prensa británica, por su irónica defensa del turismo sexual que ha proliferado en algunos países de Asia.

Según el periodista que lo entrevistó para la revista literaria francesa Lire, Houllebecq estaba "nadando literalmente en alcohol" cuando en agosto de 2001 hizo las declaraciones que lo llevaron al juzgado de la corte parisina acusado de "incitar el odio racial". "El Islam es la más estúpida de las religiones. Cuando uno lee el Corán, resulta devastador, devastador", dijo Houllebecq.

En rigor, nadie, o casi nadie, incluso entre la comunidad intelectual parisina, se percató de las declaraciones de Houllebecq, hasta que tres organizaciones islámicas interpusieron una demanda contra la revista Lire y el escritor, amparándose en las leyes francesas que prohíben la diseminación de lenguajes que incitan al desprecio racial. Durante el juicio, Houllebecq reafirmó y matizó sus declaraciones: "Nunca he tenido nada contra los musulmanes, pero sigo teniendo las mismas reservas contra el Islam". De perder en el juicio, que concluirá el próximo 22 de octubre, Houllebecq tendría que pasar un año en la cárcel y pagar una multa de 45 mil euros. Lo más probable, sin embargo, es que lo gane.

Que Houllebecq es un extraordinario escritor está fuera de duda; que tiene esa extraña virtud para poner el dedo en las llagas de la hipocresía, tanto de la derecha como de la izquierda, también es indudable; pero que también puede ser un imbécil es una noticia más bien reciente. Incluso si se le concibe sólo como un texto literario, la profundidad del Corán sólo es comparable a la de la Torá o la Biblia. La fiscalía podría haber convocado a testigos más dilectos que Arrabal para hablar de ello: Schelling, Nerval, Borges... Por cierto, Houllebecq no mencionó los libros esenciales del cristianismo y el judaísmo, lo cual lo hubiera eximido de alguna parcialidad religiosa. Este peculiar acotamiento de la denostación religiosa corresponde a una antigua tradición occidental, que según E. Said (véase: Orientalismo) se remonta incluso a las Cruzadas, en la que el Corán ha sido denostado sucesivamente como un libro de la guerra, el odio, la ira, el oscurantismo y, más recientemente, el esencialismo. El pie de página que faltaba a esta suerte de automatismo antislámico era el exabrupto de Houllebecq. Tan docto como el otro "estúpido" en Washington que ha emprendido una nueva cruzada contra el Islam.

La manera más sencilla de autodenigrarse es probablemente denigrar la religión del otro. Sin embargo, hay algo peculiar en el fundamentalismo de Occidente. El fundamentalista occidental es como el cornudo: siempre es el último en enterarse de que es un fundamentalista.

Para escenificar una farsa se requieren no uno sino, al menos, dos imbéciles. Dalil Boubakeur, líder de la mezquita principal de París, mostró que sus credenciales no eran menores al respecto. Exigir el cese de la libertad de expresión (incluso por motivos raciales) remite a un acto de histrionismo que sólo magnifica el espectro del otro fundamentalismo, no el del Corán sino el de ciertos sectores de la jerarquía en el Islam. Y, así sea para conminar a Houllebecq, el Corán es una patrimonio demasiado extraordinario para dejarlo en las manos de esos freaks.

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