La Jornada Semanal,   domingo 13 de octubre del 2002        núm. 397
Enrique López Aguilar

Julio Cortázar y la fotografía

Tomamos la voz del autor de este ensayo y, con él, lamentamos el artero saque de guadaña que en un solo lustro nos dejó más huérfanos que de costumbre: del ´84 al ´88 se fueron –gracias a sus libros eso es sólo un decir– Cortázar, Calvino, Rulfo, Borges y Yourcenar. Partiendo del mítico cuento “Las babas del diablo” –o Blow Up para Antonioni y demás cineros–, López Aguilar habla aquí de la afinidad profunda que enlaza al cuento y a la fotografía, dos formas de atrapar al instante y dos modos de aprehender el sentido último de las cosas.

En París. Foto: Manja OfferhausUn escritor argentino que había recibido la nacionalidad francesa de manos del presidente Mitterrand en 1982, pero que también era medio cubano por simpatía, medio nicaragüense por solidaridad, medio mexicano porque así lo quisimos nosotros y, a fin de cuentas, que estaba arraigado en todas partes debido al grácil fulgor de su obra y al cariño que suscitaba su persona, decidió partir por la ruta de una personalísima cosmopista el 13 de febrero de 1984, desde París, en busca de Carol Dunlop, quien lo había precedido en ese mismo camino un año antes. La sorpresa y la consternación fueron generales cuando los periódicos del día de San Valentín publicaron la noticia de que Julio Cortázar había muerto, no obstante que, como lo ha reiterado García Márquez hasta la fatiga, "Julio no ha muerto, ése es un infundio de la prensa".

Sin embargo, había motivos para estar sorprendidos, pues Octavio Paz, nacido el mismo año que Cortázar, no parecía dar muestras de fatiga en los alrededores del ochenta y cuatro: antes bien, le faltaba menos de una década para ganarse el premio Nóbel; Borges, quince años más viejo, parecía estar ingresando a la inmortalidad en contra de sus deseos, pues no sólo se encontraba preparando en plena longevidad los prólogos de una colección española que se llamó la "Biblioteca personal de Borges" y los títulos de otra, "La biblioteca de Babel", sino que estaba a punto de concluir el que sería su último poemario, Los conjurados, planeaba casarse con María Kodama e irse a morir a Ginebra.

Foto: Sara Facio-Alicia D'Amico. Con Carol Dunlop, FranciaTambién hubo motivos para la consternación luctuosa, pues el escritor de perenne apariencia juvenil no sólo se fue tras de Carol y se quedó entre nosotros bajo la forma única de su obra, sino que encabezó la lista de otros escritores entrañables que poblaron el siglo xx y se fueron yendo en el transcurso de la década de los ochenta: Italo Calvino, en 1985; Juan Rulfo y Jorge Luis Borges, en 1986; y Marguerite Yourcenar, en 1988. Fue como si se tratara de un viaje organizado entre amigos, pues Cortázar lo era de Calvino, apreciaba la obra de Rulfo, era deudor de la de Borges y tradujo Las memorias de Adriano, de Yourcenar; además, consideraba que Octavio Paz era "la estrella marinera de la poesía latinoamericana". Por si fuera poco, se llegó a comentar, tal vez con la impertinencia de esos vaticinios más bien inútiles que flotan con la pretensión de agudo comentario después de la muerte de alguien, que la Academia Sueca 
le pensaba otorgar el premio Nóbel en 1984.

A casi dieciocho años de su muerte, la obra y la presencia de Cortázar siguen teniendo el mismo peso –y más– que cuando vivía entre nosotros de manera física. Ahora que sólo se ha quedado por medio de sus libros, el nombre de los lectores que le son asiduos es Legión y su obra parece producir un renovado azoro ante la ligereza de su lenguaje y la eficaz alquimia de los recursos narrativos, además de su peculiar concentración para traducir la complejidad de los estados de ánimo de los personajes o para cristalizar una atmósfera o un conflicto a través de objetos y circunstancias tan cotidianos como borsch, whisky, mate, pulóveres, ciertos conejitos vomitados, cabellos hechos nudo y perdidos en la cañería, la rayuela, etcétera, como ya lo había hecho notar Borges. Éstas y otras cualidades le permitieron renovar la narrativa escrita en español después de los años cincuenta, dotándola de una ligereza que también poseía Cortázar en el más pleno sentido kunderiano, pues el escritor argentino y su obra fueron insoportablemente leves, lo cual parece explicar el fenómeno de que sean los jóvenes los que siempre lo descubran primero, lo difundan apasionadamente y nunca lo vuelvan a dejar. De otro modo, pero un poco como a García Márquez desde Cien años de soledad, a Cortázar le pasó que, no obstante su apariencia intelectual, erudita y culta, sedujo a los sectores juveniles desde un principio, especialmente desde la publicación de Rayuela, a mediados de 1963: baste recordar la influencia estilística y temática que tuvo en la llamada generación "de la onda" en México, desde finales de los sesenta, o aquella barda sesentayochera en la que pudo leerse la siguiente frase: "Cronopio = beatle + che Guevara", donde no son accidentales las sensibilidades apuntaladas alrededor de los cuatro jóvenes compositores de Liverpool que revolucionaron al mundo desde el rock, de los amores mesiánicos que convocaron la vida y la muerte del carismático revolucionario Ernesto Guevara y de esos pequeños seres verdes y húmedos, los cronopios, que después se convirtieron en sinónimo de toda persona querible por buena onda, amable, inteligente, talentosa, creativa, imaginativa, conciliadora, sensible, ingenua, tolerante… La breve fórmula de ese muro unió, en una sola combinación, al (permítaseme el término mercantilista) boom latinoamericano, el rock y la política. Esta manera visual y concentrada de involucrar a Cortázar con una sensibilidad de época, destaca el carácter visible de muchas de sus imágenes literarias, pululantes en todos sus textos; más aún, se relaciona con esa capacidad señalada por Borges para presentar núcleos sustanciales de la realidad mediante trazos cotidianos que los demás no habíamos visto tan recargados de sentido.

Hay un cuento, de entre los que escribió Cortázar, en el que se expresan mejor sus ideas acerca de las artes visuales: "Las babas del diablo", de la colección reunida en Las armas secretas. El texto es ambiguo y extraño y la entrada, que parece titubeante y débil en cuanto a sus asideros narrativos, es en realidad una brillante manera de presentar los problemas que después se apreciarán en la historia, pues teje con habilidad lo que parecen áridas premisas estructurales y teóricas con la estructura profunda y dinámica del cuento. Así, con el pretexto de presentar las dudas y titubeos de Roberto Michel, el personaje narrador, acerca del punto de vista a elegir, del modo narrativo y de la limitación de las palabras cuando se quiere decir algo más inasible, impreciso, misterioso o ambiguo, los lectores van descubriendo que los problemas que enfrenta un escritor para enfocar o desenfocar una narración son (casi) los mismos que los que enfrenta un fotógrafo al capturar al mundo con su cámara.

Con la aparente digresión del principio, el cuento entra abruptamente en la materia cuentística: en París, un fotógrafo ha tomado y ampliado una placa cuyas connotaciones son malignas: una mujer pretende seducir a un adolescente, no para sí sino para un pederasta. La foto, tomada impertinentemente, salva al muchacho: el instante detenido en la ampliación sólo es el recuerdo de un incidente bien librado de un domingo 7 de noviembre. Sin embargo, la peripecia fantástica ocurre cuando, un mes después, Michel trabaja en su estudio y se da cuenta de que la ampliación que ha hecho comienza a animarse: unas hojas se mueven, unas nubes… los personajes. Su conclusión es instantánea: la historia va a repetirse y ahora no puede salvar al joven. Sin embargo, irrumpe adentro de su foto y vuelve a salvar al adolescente, pero ahora no puede evitar al hombre de aspecto enharinado: en el final del cuento, Michel queda fijo, bocarriba, como una cámara inmóvil que sólo percibe lo que pasa por su lente inmóvil.

Una página de la historieta (pastiche), Fantomas vs. los vampiros multinacionales de Julio CortázarEsta es la esencia de la historia, mutilada como todo resumen en el que se ha perdido la magia del estilo cortazariano, pero permite entender los senderos por los que transita la imaginación del autor, su capacidad para crear imágenes y sentir la cercanía con el mundo fotográfico a través de Michel, el protagonista, cuyas reflexiones acerca del arte de la fotografía son como un comentario transvasado de lo que Cortázar, fotógrafo aficionado, pensaba del asunto. Me parece que son cuatro los momentos en los que se bosqueja una suerte de ars poetica de la fotografía. En el primero, Cortázar considera que el arte es un constante combate contra la nada (tal vez, una glosa del silencio) y, por ende, privilegia a la fotografía "estética" sobre la llamada "testimonial", aunque no desdeña que el azar sea un colaborador sorpresivo del artista, a quien considera en un estado de permanente intercambio con las limitaciones que su cámara le impone. Estas limitaciones no son sino la traducción física de lo que todo artista se propone al crear una obra de arte: al elegir un tema, se segmenta al mundo; al hacer un clic, sólo una parte del horizonte quedará registrado en el negativo; al escribir un cuento, se estará seleccionando una parte muy pequeña de la vastedad del universo. En el segundo, se plantea la esencia que comunica el arte de narrar con el de fotografiar: la captura del instante revelador, significativo, a través del cual se pueden reinterpretar el pasado y el futuro de lo que cuento y foto parecen dejar en el aire de una sospecha no resuelta. Los géneros de la brevedad y la fragmentación han sido admirablemente simbolizados por Borges bajo la imagen del aleph, fisura en el tiempo y el espacio que, permitiendo la más amplia contemplación del cosmos, obliga a los lectores a reinterpretar lo que están mirando, pues lo que el aleph deja ver en hondura y amplitud no es más que un fragmento, algo incompleto, desgajado de los continuos tiempo y espacio, que necesita ser recargado de sentido. Bajo las ideas del fragmento y lo breve, está la imagen de la perplejidad, pues el artista que trabaja con la fotografía y el cuento no ofrece soluciones sino que responde a las preguntas de todos con otra pregunta, más depurada y de índole estética: una duda que se responde con una metáfora. En el tercero, Cortázar se refiere a una cualidad intrínseca de la fotografía, que no comparte con el cuento: si una foto captura, mal que bien, aquello que llamamos "realidad" (no importa si se trata de una persona o de un paisaje, de un retrato o de una escena costumbrista, de un objeto o de un sujeto), lo que sigue, conforme avanza el tiempo, es lo que Barthes llamó el sentimiento melancólico de la fotografía: la conciencia de nuestra finitud confrontada con la permanencia de algo que ya no está y, a la vez, la conciencia de nuestra vitalidad frente a la certidumbre de algo que ya no estará nunca más: vida y muerte, presencia y ausencia, pasado y presente, presente y futuro se abrazan en toda fotografía y, de ese abrazo, surge la sorda tensión del tiempo, ese borgeano río en el que nos ahogamos y donde descubrimos, a la vez, que somos el río… En el cuarto, Cortázar propone el fenómeno privilegiado de la coincidencia de las miradas entre lector y artista, fenómeno que parece más "visible" en el ámbito de las artes plásticas. La sincronización de los ojos no sólo hace coincidir el camino que va de la mirada al objeto representado, sino también, de una manera misteriosa, el ahora del espectador con el tiempo y el espacio de un ausente: el fotógrafo.

Con mucho instinto técnico, pues las reflexiones de Michel nunca estorban al desarrollo de la anécdota, Cortázar distribuyó información acerca de algunas relaciones organizadoras y estructurantes entre el cuento y la fotografía, apuntó hacia la construcción de unos breves apuntes del arte fotográfico y, por si fuera poco, creó uno de sus mejores cuentos, lleno de imágenes y secretas alusiones fotográficas que rebasan los postulados del principio "teórico" del texto. No debe pensarse que la relación entre las dos artes ocurre en "Las babas del diablo" sólo por las alusiones directas, sino por cómo la noción fotográfica se incluye en la narración y por cómo los problemas narrativos se extienden a la fotografía. Así, el narrador expone primero una premisa, después de haberse topado con la escena de una mujer treintona y un adolescente; y más adelante la desarrollará para que el lector entienda la diferencia entre impresión y detallismo.

En el casi alucinado mecanismo del final, su eficacia radica en que, para contar los hechos, el narrador pareciera haberse convertido en una cámara, tal vez más de cine que de fotografía: otra vez, pareciera que el ojo del fotógrafo fuera su lente y ésta su voz: el narrador del cuento ve y describe como una cámara, pero es un hombre.

El estado final del narrador hace pensar en una metamorfosis no explicada, ambigua: el fotógrafo (su voz, su mirada, su persona) se convierte en una cámara. En estas fusiones se propone y distingue la armadura específica de fotografía y literatura: narrar con imágenes desde el ojo, para hacerlo voz; mirar con palabras desde el verbo, para hacerlo un ojo: la mirada en la voz. La transformación final de la ampliación en una especie de pantalla con vida cuyos personajes están ahí, en persona, y no sólo como representaciones, me parece una de las perspectivas más luminosas con que se haya apreciado a la fotografía desde la literatura: la obra fotográfica no es un presente congelado, como podría parecerlo, sino un instante dinamizado hacia el pasado y el futuro que exige ser completado por la mirada inteligente del espectador, de manera que sin la colaboración sensible de la lectura, fotos y cuentos sólo son astillas sin sentido.

Los muchos deslumbramientos que provoca este cuento le valió la dudosa gloria de ser llevado al cine por Antonioni con el título (y las modificaciones anecdóticas del caso) de Blow up, película que en los sesenta fue muy controvertida pero que, a todas luces, es muy inferior al texto que le dio origen: ni apunta a una reflexión de lo que es la fotografía, como en "Las babas del diablo" (claro que tampoco tenía por qué hacerlo, pero la película convierte en un mediano thriller realista el temblor fantástico de la narración), ni es tan interesante, concentrada y exacta. Para regresar a las citas de Kundera, vale decir que el cuento de Cortázar es brillante por todo lo que tiene de airoso y ligero, mientras que la película de Antonioni es pesada por todo lo que tiene de solemne, deliberada y satisfecha.

Parece natural que esa inmediatez, equivalente a una cristalización y a una vocación para lograr que se mire el mundo desde los ojos de las letras, tuviera que derivar en una relación más directa con el mundo de las artes plásticas, en todas sus variantes: fotografía, cine, espectáculo teatral, danza, pintura, gráfica y escultura. Cortázar siguió tres grandes caminos por los cuales incluyó a las artes de la imagen en su obra: el primero, que fue el más importante y usual, el de la incorporación de fenómenos plásticos en textos narrativos, como los ya comentados; el segundo fue el del comentario surgido de la emoción después de apreciar un espectáculo dancístico, una obra pictórica o escultórica, o las notas y ficciones escritas alrededor de la obra de amigos suyos, textos que se encuentran reunidos en Territorios; y, el tercero, el de la colaboración con pintores y fotógrafos para crear libros–objeto o testimoniales, como La vuelta al día en ochenta mundos y Último round (en colaboración con el pintor uruguayo Julio Silva), Fantomas vs. los vampiros multinacionales (pastiche en el que Cortázar mezcló las imágenes de un número de la historieta mexicana de Fantomas –en la que él aparecía, como personaje– con una narración propia), Alto el Perú (en colaboración con la fotógrafa Manja Offerhaus), Los autonautas de la cosmopista (en colaboración con Carol Dunlop, escritora y fotógrafa profesional) o Prosa del observatorio (un largo texto que gira alrededor de fotografías tomadas por el mismo Cortázar en la India, en la época en que conoció a Octavio Paz, durante los años sesenta).

Julio Cortázar, creador de numerosas imágenes con su prosa llena de tersura, viajó al país de las imágenes para transfigurar los dos caminos: narrar con los ojos y ver con las palabras, dos de los muchos objetivos que siempre persiguió con la certeza de sus libros. Después de su vida, que alumbró para nuestro bien un largo tramo del siglo xx, y después de su obra, que sobresalta al corazón más insensible, sólo queda resignarnos ante el hecho de que el mayor de los cronopios ya no publicará otra vez un nuevo libro, aunque quién sabe, es posible que Gabo tenga razón y Cortázar nos dé la sorpresa este mes, este fin de año: a lo mejor, vuelve para publicar Rayuela.