252 ° DOMINGO 20 DE OCTUBRE DE  2002
Ciudadanos de Estados Unidos: bienvenidos al mundo
Ven, septiembre

ARUNDHATI ROY

La escritora india, Arundhati Roy, es autora de la novela El dios de las pequeñas cosas (ganadora del premio Booker, traducida a más de 40 idiomas) y activista en la lucha contra las pruebas nucleares realizadas por el gobierno de su país, contra las presas y a favor del medio ambiente (publicó The cost of living, un libro con dos ensayos sobre estos temas).
La “narradora de historias” sobre “la relación entre el poder y los que no tienen el poder, y el eterno conflicto circular en el cual están involucrados”, fue invitada por la Fundación Lannan para dialogar con el historiador estadunidense Howard Zinn en
Santa Fe, Nuevo México, el pasado 18 de septiembre. Presentamos lo que dijo en esa ocasión

Ilustración de Gabriela PodestáLOS ESCRITORES IMAGINAN que eligen historias del mundo. Estoy comenzando a creer que la vanidad los hace pensar esto. Que sucede precisamente lo contrario. Las historias eligen a los escritores del mundo. Las historias se revelan ante nosotros. La narrativa pública, la narrativa privada: nos colonizan. Nos comisionan. Insisten en ser contadas. La ficción y la no–ficción son tan sólo diferentes técnicas para contar historias. Debido a razones que no comprendo totalmente, la ficción sale de mi bailando. La no–ficción sale a fuerza, a causa del mundo roto, adolorido, al cual despierto cada mañana.

El tema de gran parte de lo que escribo, tanto ficción como no–ficción, es la relación entre el poder y los que no tienen poder y el eterno conflicto circular en el cual están involucrados. John Berger, ese maravilloso escritor, una vez escribió: “Nunca más será contada una historia como si fuese la única”. Nunca podrá haber una sola historia. Sólo hay maneras de ver. Así que cuando cuento una historia, no la cuento como una ideóloga que quiera enfrentar una ideología absolutista contra otra, sino como una narradora de historias que quiere compartir su manera de ver. Aunque parezca ser de otra manera, mi escritura no trata sobre naciones e historia, trata sobre el poder. Sobre la paranoia y la crueldad del poder. Sobre la física del poder. Yo creo que la acumulación de un poder inmenso, sin límites, por parte de un Estado o un país, una empresa o una institución –o hasta un individuo, un cónyuge, un amigo o un hermano– sin importar la ideología, lleva a excesos como los que aquí recuento.

Viviendo como yo lo hago, como millones de nosotros lo hacemos, a la sombra del holocausto nuclear constantemente prometido por los gobiernos de la India y Pakistán a su ciudadanía “lavada del cerebro”; viviendo en el barrio global de la Guerra contra el Terror (lo que el presidente Bush, un tanto bíblicamente, llama “La Tarea Que Nunca Termina”), me descubro a mí misma pensando mucho en la relación entre los Ciudadanos y el Estado.

En la India, aquellos de nosotros que hemos expresado puntos de vista sobre las Bombas Nucleares, las Grandes Presas, la Globalización Empresarial y la creciente amenaza del fascismo comunal indio –puntos de vista que difieren con el del gobierno de la India– somos etiquetados como “anti–nacionales”. Si bien esta acusación no me llena de indignación, no es una descripción precisa de lo que hago o de cómo pienso. Un “anti–nacional” es una persona que está en contra de su nación y, por deducción, está a favor de alguna otra. Pero no se necesita ser “anti–nacional” para sospechar profundamente de todo nacionalismo, para ser anti–nacionalismo. El nacionalismo, de uno u otro estilo, fue la causa de la mayor parte del genocidio del siglo veintiuno. Las banderas son pedazos de tela de colores que los gobiernos usan, primero para encoger–envolver las mentes de las personas y después como manto ceremonial para enterrar a los muertos. Cuando personas independientes, pensantes (y aquí no incluyo a los grandes medios de comunicación) comienzan a reunirse bajo banderas, cuando escritores, pintores, músicos, cineastas dejan de tener juicio propio y ciegamente ponen su arte al servicio de la “Nación”, es hora de que todos nosotros nos pongamos en alerta y nos preocupemos. En la India vimos que esto sucedió poco después de las pruebas nucleares de 1998 y durante la Guerra Kargil contra Pakistán en 1999. En Estados Unidos lo vimos durante la Guerra del Golfo y lo vemos ahora, durante la “Guerra contra el Terror”. Esa ventisca de banderas estadunidenses Hechas-en-China.

Recientemente, aquellos que han criticado las acciones del gobierno estadunidense (incluyéndome a mí) han sido nombrados “anti–estadunidenses”. El Anti–estadunidensismo está en el proceso de ser consagrado como una ideología.

Ser anti–estadunidense

Normalmente, el término “anti–estadunidense” es usado por el establishment estadunidense para desacreditar y, sin falsedad –pero, digamos que sin precisión– definir a sus críticos. Una vez que alguien es etiquetado como anti–estadunidense, lo más probable es que sea juzgado antes de ser escuchado y el argumento se perderá en la confusión del mellado orgullo nacional.

¿Qué significa el término “anti–estadunidense”? ¿Significa que estás en contra del jazz? ¿O que te opones a la libertad de expresión? ¿Que no te deleitas con Toni Morrison o John Updike? ¿Que tienes algo en contra del gigante Sequoias? ¿Significa que no admiras a los cientos de miles de ciudadanos estadunidenses que marcharon contra las armas nucleares, o a los miles que se opusieron a la guerra y que orillaron a su gobierno a retirarse de Vietnam? ¿Significa que odias a todos los estadunidenses?

Esta astuta fusión de la cultura, la música, la literatura estadunidense, la deslumbrante belleza física del territorio, los placeres comunes y corrientes de la gente común y corriente que critica la política exterior del gobierno estadunidense (de la cual, gracias a la “prensa libre” de Estados Unidos, tristemente la mayoría de los estadunidenses conocen poco) es una deliberada y extremadamente efectiva estrategia. Es como un ejército en retirada que busca resguardo en una ciudad densamente poblada, esperando que la posibilidad de darle a blancos civiles disuada el fuego enemigo.

Hay muchos estadunidenses que estarían mortificados de que se les asocie con las políticas de su gobierno. Las críticas más eruditas, severas, incisivas e hilarantes sobre la hipocresía y las contradicciones de la política gubernamental estadunidense provienen de los ciudadanos estadunidenses. Cuando el resto del mundo quiere saber qué trae entre manos el gobierno estadunidense, buscamos a Noam Chomsky, Edward Said, Howard Zinn, Ed Herman, Amy Goodman, Michael Albert, Chalmers Johnson, William Blum y Anthony Arnove para que nos digan lo que realmente está pasando.

Ilustración de Gabriela PodestáDe la misma manera, en la India, no cientos, sino millones de nosotros estaríamos avergonzados y ofendidos si de alguna manera se nos asociara con las políticas fascistas del actual gobierno indio que, aparte de ejercer el terrorismo de Estado en el valle de Cachemira (en nombre de la lucha contra el terrorismo), también se ha hecho de la vista gorda respecto al reciente pogrom, supervisado por el Estado, contra los musulmanes en Gujarat. Sería absurdo pensar que aquellos que critican al gobierno de la India son “anti–indios” –aunque el gobierno nunca duda en seguir esa línea–. Es peligroso cederle al gobierno indio o al gobierno estadunidense o, en ese caso, a cualquiera, el derecho a definir qué es, o debe ser, “India” o “Estados Unidos”.

Llamar a alguien “anti–estadunidense”, de hecho, ser anti–estadunidense (o en ese caso, anti–indio, o anti–timbuktú), no sólo es racista, es una falla de la imaginación. Una inhabilidad de ver el mundo en términos distintos a los que el establishment ha expuesto: Si no eres un Bushie, eres talibán. Si no nos amas, nos odias. Si no eres Bueno, eres Malvado. Si no estás con nosotros, estás con los terroristas.

El año pasado, cometí el error, como lo hicieron muchos otros, de burlarme de esta retórica pos-11 de Septiembre, desdeñándola como tonta y arrogante. Me he dado cuenta de que de ninguna manera es tonta. De hecho, es un astuto plan de reclutamiento para una guerra peligrosa y mal comprendida. Todos los días me sorprendo de la cantidad de gente que cree que oponerse a la guerra en Afganistán equivale a apoyar al terrorismo, o votar a favor del Talibán. Ahora que la meta inicial de la guerra –capturar a Osama Bin Laden (muerto o vivo)– parece haberse topado con mal clima, los postes de la portería se han movido. Nos han explicado que todo el sentido de la guerra era derribar al régimen Talibán y liberar a las mujeres afganas de sus burkas. Nos están pidiendo que creamos que los marines estadunidenses estaban en una misión feminista. (Si es así, ¿su próxima parada será el aliado militar de Estados Unidos, Arabia Saudita?) Piénsenlo de esta manera: En la India hay algunas prácticas sociales bastante censurables, en contra de los “intocables”, en contra de los cristianos y los musulmanes, en contra de las mujeres. Pakistán y Bangladesh tienen peores formas de lidiar con comunidades minoritarias y con las mujeres. ¿Deben ser bombardeados? ¿Deben ser destruidos Delhi, Islamabad y Dhaka? ¿Es posible sacar el fanatismo a bombazos de la India? ¿Podemos bombardearnos el camino a un paraíso feminista? ¿Fue así como las mujeres ganaron el voto en Estados Unidos? ¿O como fue abolida la esclavitud? ¿Podemos reparar el genocidio de millones de estadunidenses nativos, sobre cuyos cuerpos se fundó Estados Unidos, bombardeando Santa Fe?

La pérdida

Ninguno de nosotros necesita aniversarios que nos recuerden lo que no podemos olvidar. Así que no es más que una co–incidencia que yo esté aquí, en suelo estadunidense, en septiembre –este mes de terribles aniversarios–. Claro, en primer lugar, en la mente de todo mundo, especialmente aquí en Estados Unidos, está el horror de lo que ya se conoce como el Nueve Once. Casi 3 mil civiles perdieron su vida en aquel letal ataque terrorista. El dolor aún es profundo. La ira aún aguda. Las lágrimas no se han secado. Y una extraña, mortífera guerra se ha desatado alrededor del mundo. Sin embargo, cada persona que ha perdido a un ser amado seguramente sabe, secretamente, en lo más hondo, que ninguna guerra, ningún acto de venganza, ninguna bomba daisy-cutter [corta-margaritas] lanzada sobre los seres amados de alguien más o de los niños de alguien más, limará el filo de su dolor o les traerá a sus seres amados de regreso. La guerra no puede vengarse por aquellos que murieron. La guerra es sólo una brutal profanación de su memoria.

Alimentar todavía otra guerra –esta vez contra Irak– a través de manipular cínicamente el dolor de las personas, a través de empaquetarlo en especiales televisivos patrocinados por empresas que venden detergente o tenis, es abaratar y devaluar el dolor, vaciarlo de su sentido. Lo que ahora vemos es una vulgar manifestación del negocio del dolor, el comercio del dolor, el saqueo de hasta los más privados sentimientos humanos para un propósito político. Es una cosa violenta, terrible, de un Estado hacia su pueblo.

No es un tema muy inteligente del cual hablar desde una plataforma pública, pero de lo que realmente me gustaría hablar con ustedes es de la Pérdida. La Pérdida y perder. El dolor, el fracaso, lo roto, lo entumecido, la incertidumbre, el miedo, la muerte del sentimiento, la muerte del sueño. La absoluta, despiadada, interminable, habitual injusticia del mundo. ¿Qué significa la pérdida para los individuos? ¿Qué significa para culturas completas, pueblos completos que han aprendido a vivir con ella como una constante compañera?

Ya que estamos hablando del 11 de septiembre, quizá venga al caso que recordemos lo que significa esa fecha, no sólo para aquellos que el año pasado perdieron a seres amados en Estados Unidos, sino también para todos aquellos a quienes, desde hace mucho, esta fecha ha tenido un significado. Este “dragado” histórico no se ofrece como una acusación o como una provocación. Sino tan sólo para compartir el dolor de la historia. Para desvanecer un poco la niebla. Para decirles a los ciudadanos de Estados Unidos, de la manera más suave, más humana: Bienvenidos al mundo.

Los septiembres

Ilustración de Gabriela PodestáHace 29 años, en Chile, el 11 de septiembre de 1973, el general Pinochet derrocó al gobierno elegido democráticamente de Salvador Allende a través de un golpe de Estado apoyado por la CIA. “No se debe dejar que Chile se vuelva marxista sólo porque su pueblo es irresponsable”, dijo Henry Kissinger, Premio Nobel de la Paz, entonces consejero en seguridad nacional del presidente Nixon.

Después del golpe, el presidente Allende fue encontrado muerto dentro del palacio presidencial. Si lo mataron o si él se mató a sí mismo, nunca lo sabremos. En el régimen de terror que siguió, miles de personas fueron asesinadas. Muchas más simplemente fueron “desaparecidas”. Escuadrones de fuego condujeron ejecuciones públicas. En todo el país se abrieron campos de concentración y cámaras de tortura. Se enterraron a los muertos en pozos mineros y tumbas sin nombres. Durante 17 años, el pueblo de Chile vivió atemorizado de que tocaran a la puerta de su casa a medianoche, de las “desapariciones” rutinarias, de las aprehensiones repentinas y la tortura. Los chilenos cuentan la historia de cómo le cortaron las manos al músico Víctor Jara frente a una multitud en el Estadio de Santiago. Antes de dispararle, los soldados de Pinochet le aventaron la guitarra y, en son de burla, le ordenaron que la tocara.

En 1999, tras el arresto del general Pinochet en Gran Bretaña, miles de documentos secretos fueron declasificados por el gobierno estadunidense. Contienen evidencia inequívoca del involucramiento de la CIA en el golpe de Estado, así como del hecho de que el gobierno estadunidense tenía información detallada sobre la situación en Chile durante el reino del general Pinochet. Aún así, Kissinger le aseguró al general que contaba con su apoyo: “En Estados Unidos, como usted sabe, simpatizamos con lo que está tratando de hacer”, dijo; “le deseamos lo mejor a su gobierno”.

Aquellos de nosotros que sólo hemos conocido la vida en una democracia, por más defectuosa que sea, difícilmente podríamos imaginar lo que realmente significa vivir en una dictadura y soportar la pérdida absoluta de la libertad. No sólo se trata de aquellos a los cuales Pinochet asesinó, también se debe tomar en cuenta las vidas que les robó a los que estaban vivos.

Tristemente, Chile no fue el único país en Sudamérica en ser seleccionado para recibir las atenciones del gobierno estadunidense. Guatemala, Costa Rica, Ecuador, Brasil, Perú, República Dominicana, Bolivia, Nicaragua, Honduras, Panamá, El Salvador, México y Colombia: todos han sido el patio de recreo para las operaciones cubiertas –y descubiertas– de la CIA. Cientos de miles de latinoamericanos han sido asesinados, torturados o simplemente han desaparecido bajo los regímenes despóticos y los dictadores de pacotilla, los narcotraficantes y los comerciantes de armas que fueron apoyados en sus países. (Muchos aprendieron su oficio en la tristemente célebre Escuela de las Américas en Fort Benning, Georgia, fundada por el gobierno, que ha producido 60 mil graduados.) Si esto no era suficiente humillación, los pueblos de Sudamérica han tenido que cargar con la cruz de ser etiquetados como pueblos incapaces de ejercer una democracia –como si los golpes y las masacres fuesen parte de sus genes–.

Las “fallas geológicas”

Esta lista, claro, no incluye a los países en Africa o Asia que sufrieron intervenciones militares –Vietnam, Corea, Indonesia, Laos y Cambodia–. ¿Durante cuántos septiembres, por décadas, han sido bombardeados, quemados, asesinados millones de asiáticos? ¿Cuántos septiembres han transcurrido desde agosto de 1945, cuando cientos de miles de japoneses comunes y corrientes fueron borrados por los ataques nucleares a Hiroshima y Nagasaki? ¿Durante cuántos septiembres han, los miles que tuvieron la mala fortuna de sobrevivir a estos ataques, aguantado el infierno viviente que los visitó a ellos, a sus niños por nacer, a los niños de sus niños, a la tierra, al cielo, al viento, al agua, y a todas las criaturas que nadan y caminan y se arrastran y vuelan? No lejos de aquí, en Albuquerque, está el Museo Nacional Atómico donde el Hombre Gordo y el Niño Pequeño (los apodos de cariño para las bombas que dejaron caer sobre Hiroshima y Nagasaki) se podían conseguir como aretes de recuerdo. Jóvenes funky se los ponían. Una masacre colgando de cada oreja. Pero me estoy desviando del tema. Estamos hablando de septiembre, no de agosto.

El 11 de septiembre también tiene una resonancia trágica en Medio Oriente. El 11 de septiembre de 1922, ignorando la indignación árabe, el gobierno británico proclamó un mandato en Palestina, como seguimiento de la Declaración Balfour de 1917, promulgada por la Gran Bretaña Imperial, con su ejército listo, afuera de las rejas de la ciudad de Gaza. La Declaración Balfour le prometía a los sionistas europeos un hogar nacional para el pueblo judío. (En aquel momento, el Imperio sobre el cual el Sol Nunca Se Ponía era libre de arrebatar y legar los hogares nacionales de la misma manera en que el niño mandón de la escuela distribuye las canicas.) Dos años después de la declaración, Lord Balfour, el secretario del Exterior británico, dijo: “En Palestina no nos proponemos consultar los deseos de los habitantes actuales del país. El sionismo, tenga o no razón, sea bueno o malo, está enraizado en antiguas tradiciones, en necesidades actuales, en esperanzas futuras de más profunda importancia que los deseos o prejuicios de 700 mil árabes que ahora habitan esta antigua tierra”.

Qué descuidadamente decretó el poder imperial las necesidades de quién eran profundas y las de quién no las eran. Qué descuidadamente hizo una vivisección de las civilizaciones antiguas. Palestina y Cachemira son los regalos, que escurren sangre y supuran, de la Gran Bretaña Imperial al mundo moderno. Ambos son las “fallas geológicas” de los imperantes conflictos internacionales de hoy.

En 1937 Winston Churchill dijo de los palestinos: “No estoy de acuerdo en que un perro en un pesebre tiene el derecho supremo al pesebre, aunque haya estado ahí echado durante mucho tiempo. No admito ese derecho. No admito, por ejemplo, que se le ha hecho un gran mal a los indios rojos o a los negros en Australia. No admito que se haya hecho algún mal a estas personas por el hecho de que una raza más fuerte, una raza de más alto rango, una raza de más mundo, por ponerlo de alguna manera, ha entrado y ha tomado su lugar”. Eso marcó la pauta de la actitud del Estado israelí hacia los palestinos. En 1969, la primer ministro israelí Golda Meir dijo: “Los palestinos no existen”. Su sucesora, Levi Eshkol, dijo: “¿Qué son los palestinos? Cuando yo llegué [a Palestina] había 250 mil no judíos, principalmente árabes y beduinos. Era un desierto, más que subdesarrollado. Nada”. El primer ministro Menachem Begin llamó a los palestinos “bestias bípedas” El primer ministro Yitzhak Shamir los llamó “grillos” que podían ser aplastados. Este es el lenguaje de los Jefes de Estado, no de la gente común y corriente.

En 1947 la ONU oficialmente partió Palestina y asignó 55% de la tierra palestina a los sionistas. En el lapso de un año habían capturado 78%. El 14 de mayo de 1948 se declaró el Estado de Israel. Minutos después de la declaración, Estados Unidos reconoció a Israel. El Lado Oeste fue anexado a Jordania. La franja de Gaza quedó bajo control militar egipcio. Oficialmente, Palestina dejaba de existir, excepto dentro de las mentes y corazones de cientos de miles de palestinos que se convirtieron en refugiados.

En el verano de 1967, Israel ocupó el Lado Oeste y la Franja de Gaza. A los asentados se les ofreció subsidios estatales y apoyo de desarrollo, para que se trasladaran a los territorios ocupados. Casi diario, más familias palestinas son orilladas a dejar sus tierras y forzadas a los campos de refugiados. Los palestinos que aún viven en Israel no tienen los mismos derechos que los israelíes y viven como ciudadanos de segunda clase, en la que fue su tierra patria.

A lo largo de décadas ha habido sublevaciones, guerras, intifadas. Se han perdido decenas de miles de vidas. Se han firmado acuerdos y tratados. Se han declarado y violado ceses de fuego. Pero el derrame de sangre no termina. Palestina aún permanece ilegalmente ocupada. Su gente vive en condiciones infrahumanas, en virtuales Bantustans, donde son sometidos a castigos colectivos, toques de queda de 24 horas, donde son humillados y brutalizados a diario. No saben cuándo va a ser demolida su casa, cuándo van a disparar contra sus niños, cuándo cortarán sus preciosos árboles, cuándo cerrarán sus calles, cuándo les permitirán caminar al mercado a comprar comida y medicina. Y cuándo no. Viven sin el menor rastro de dignidad. Con poca esperanza a la vista. No tienen control sobre sus tierras, su seguridad, su movimiento, su comunicación, su abastecimiento de agua. Así que cuando se firman acuerdos y se difunden palabras como “autonomía” e incluso “Estado”, siempre vale la pena preguntar: ¿Qué tipo de autonomía? ¿Qué tipo de Estado? ¿Qué tipo de derechos tendrán sus ciudadanos?

Los jóvenes palestinos que no pueden contener su enojo se transforman a sí mismos en bombas humanas y atormentan las calles y lugares públicos de Israel, explotándose, matando a gente común y corriente, inyectándole terror a la vida cotidiana, y eventualmente endureciendo el odio mutuo y la sospecha entre ambas sociedades. Cada bombardeo invita a despiadadas revanchas y a más sufrimiento para los palestinos. Pero una bomba suicida es un acto de desesperación individual, no una táctica revolucionaria. A pesar de que los ataques palestinos atemorizan a los civiles israelíes, proveen de la cubierta perfecta para las incursiones diarias del gobierno israelí a territorio palestino, la excusa perfecta para un colonialismo del siglo diecinueve, fuera de moda, arreglada para parecer como una “guerra” a la moda, del siglo veintiuno.

El sufrimiento, ¿mecha de la crueldad?

Ilustración de Gabriela Podestá (detalle)El aliado político y militar más fiel de Israel es, y siempre ha sido, el gobierno estadunidense. El gobierno estadunidense ha bloqueado, junto con Israel, casi todas las resoluciones de la ONU que buscaban una solución pacífica, equitativa, al conflicto. Ha apoyado casi todas las guerras que Israel ha luchado. Cuando Israel ataca a los palestinos, misiles estadunidenses son los que perforan sus hogares. Y cada año Israel recibe varios miles de millones de dólares de Estados Unidos.

¿Qué lecciones debemos extraer de este trágico conflicto? ¿Es realmente imposible que el pueblo judío que sufrió tan cruelmente –más cruelmente, quizá, que ningún otro pueblo en la historia– comprenda la vulnerabilidad y la añoranza de aquellos a los que ellos desplazaron? ¿El extremo sufrimiento también enciende la crueldad? ¿Qué esperanza le deja a la humanidad? ¿Qué sucederá con el pueblo palestino si obtiene la victoria? Cuando una nación sin Estado eventualmente proclama un Estado, ¿qué tipo de Estado será? ¿Qué horrores se perpetrarán bajo su bandera? ¿Deberíamos estar luchando por un Estado separado o por el derecho a una vida con libertad y dignidad para todos, sin importar origen étnico o religión?

Palestina fue un baluarte secular en el Medio Oriente. Pero ahora la débil, no–democrática y definitivamente corrupta, pero declarada no sectaria, OLP [Organización para la Liberación de Palestina], está perdiendo terreno ante Hamas, que está casado con una ideología abiertamente sectaria y lucha en nombre del Islam. Cito de su manifiesto: “Seremos sus soldados, y la leña de su fuego, que quemará a los enemigos”.

El mundo está llamado a condenar a los bombas suicidas. Pero, ¿podemos ignorar el largo camino que anduvieron antes de llegar a este destino? Del 11 de septiembre de 1922 al 11 de septiembre de 2002 –80 años es un largo, largo tiempo para estar librando una guerra–. ¿Hay algún consejo que el mundo le pueda dar al pueblo de Palestina? ¿Algún retazo de esperanza que podamos ofrecer? ¿Deberían de simplemente conformarse con las moronas que les avientan y comportarse como los grillos o las bestias bípedas, como los han descrito? ¿Deberían de simplemente escuchar la sugerencia de Golda Meir y hacer un verdadero esfuerzo por no existir?

El pecado de Saddam

En otro lugar del Medio Oriente, el 11 de septiembre trae a la memoria algo más reciente. Fue el 11 de septiembre de 1990 cuando George Bush Padre, entonces presidente de Estados Unidos, dio un discurso en una sesión conjunta del Congreso anunciando la decisión de su gobierno de emprender la guerra contra Irak.

El gobierno estadunidense dice que Saddam Hussein es un criminal de guerra, un cruel militar déspota que ha cometido genocidio contra su propio pueblo. Esa es una descripción bastante acertada del hombre. En 1988 arrasó con cientos de pueblos al norte de Irak y usó armas químicas y ametralladoras para matar a miles de kurdos. Hoy sabemos que ese mismo año el gobierno estadunidense le otorgó 500 millones de dólares en subsidios para comprar productos agrícolas estadunidenses. El siguiente año, tras haber completado con éxito su campaña genocida, el gobierno estadunidense duplicó el subsidio a mil millones de dólares. También le dio una semilla madre de alta calidad para ántrax, así como helicópteros y material de uso dual que podría ser usado para manufacturar armas químicas y biológicas.

Así que resulta que mientras Saddam Hussein llevaba a cabo sus peores atrocidades, los gobiernos estadunidense y británico eran sus aliados más cercanos. Incluso hoy, el gobierno turco, que tiene uno de los más espantosos récords de derechos humanos en el mundo, es uno de los más cercanos aliados del gobierno estadunidense. El hecho de que durante años el gobierno turco ha oprimido y asesinado a kurdos no ha evitado que el gobierno estadunidense supla a Turquía de armas y Apoyo para el Desarrollo. Evidentemente, la preocupación por el pueblo kurdo no fue lo que motivó el discurso del presidente Bush en el Congreso.

¿Qué cambió? En agosto de 1990, Saddam Hussein invadió Kuwait. Su pecado no fue tanto que cometiera un acto de guerra, sino que actuó con independencia, sin recibir órdenes de sus amos. Esta demostración de independencia fue suficiente para desbalancear la ecuación del poder en el Golfo. Así que se llegó a la decisión de que Saddam Hussein debía ser exterminado, como una mascota que ha durado más que el afecto de su dueño.

El primer ataque aliado sobre Irak tuvo lugar en enero de 1991. El mundo miró la guerra en horario estelar mientras era jugada por televisión. (En la India, en aquellos días, tenías que ir al lobby de un hotel de cinco estrellas para ver CNN.) Decenas de miles de personas fueron asesinadas en un mes de bombardeo devastador. Lo que muchos no saben es que la guerra no terminó ahí. La furia inicial se fue diluyendo hasta convertirse en el más largo ataque aéreo perpetrado contra un país desde la Guerra de Vietnam. Durante la pasada década, las fuerzas estadunidenses y británicas dispararon miles de misiles y bombas sobre Irak. Los campos y tierras agrícolas de Irak fueron bombardeadas con 300 toneladas de uranio empobrecido. En países como Gran Bretaña y Estados Unidos, las bombas de uranio empobrecido son probadas en túneles de concreto construidas con ese propósito. Los residuos radiactivos son limpiados, sellados en cemento y tirados en el océano (lo cual, en sí mismo, está mal). En Irak, estas bombas son dirigidas –deliberadamente, con mala intención– hacia la comida y el abasto de agua de la gente. En sus bombardeos, los aliados apuntaron hacia, y destruyeron, las plantas tratadoras de agua, totalmente conscientes del hecho de que no podían ser reparadas sin asistencia extranjera. En el sur de Irak se cuadruplicó el cáncer entre los niños. En la década de sanciones económicas que siguió a la guerra, le negaron a los civiles iraquíes alimentos, medicina, equipo médico, ambulancias, agua potable –lo básico–.

Alrededor de medio millón de niños iraquíes han muerto como resultado de las sanciones. Sobre estos niños, Madeleine Albright, entonces embajadora de Estados Unidos en las Naciones Unidas, dijo la famosa frase: “Es una decisión difícil, pero creemos que es un precio que vale la pena pagar”. “Equivalencia moral”, fue el término que fue usado para denunciar a aquellos que criticaron la guerra en Afganistán. Madeleine Albright no puede ser acusada de equivalencia moral. Lo que ella dijo fue simple y llano álgebra. Una década de bombardeo no ha logrado echar a Saddam Hussein, la “bestia de Bagdad”. Ahora, a casi 12 años, el presidente George W. Bush ha escalado la retórica. Propone una guerra total cuya meta es al menos un cambio de régimen. The New York Times dice que la administración Bush está “llevando a cabo una estrategia meticulosamente planeada para persuadir al público, al Congreso y a sus aliados de la necesidad de enfrentar la amenaza de Saddam Hussein”. Andrew H. Card, el jefe del gabinete de la Casa Blanca, describió cómo la administración está acelerando sus planes de guerra para este otoño: “Desde un punto de vista de la mercadotecnia”, dijo, “no presentas nuevos productos en agosto”. Esta vez, la frase–gancho para el “nuevo producto” de Washington no es la difícil situación del pueblo kuwaití, sino la afirmación de que Irak tiene armas de destrucción masiva. Olvídate de la “irresponsable moralización de los cabildeadores de la ‘paz’”, escribió Richard Perle, presidente del Defense Policy Board, “si es necesario, Estados Unidos actuará solo” y usará un “ataque preventivo” si determina que es en el mejor interés de Estados Unidos.

Los inspectores de armas tienen informes contradictorios respecto al estado de las armas de destrucción masiva de Irak, y muchos claramente han dicho que su arsenal ha sido desmantelado y que no tiene la capacidad para construir uno. Sin embargo, no hay confusión respecto a la extensión y alcance del arsenal de armas nucleares y químicas de Estados Unidos. ¿Estados Unidos daría la bienvenida a inspectores de armas? ¿Lo haría el Reino Unido? ¿O Israel?

¿Qué tal si Irak tiene un arma nuclear?, ¿justifica esto un ataque preventivo? Estados Unidos tiene el arsenal más grande de armas nucleares del mundo. Es el único país en el mundo que las ha utilizado contra la población civil. Si se justifica que Estados Unidos lance un ataque preventivo contra Irak, entonces, se justifica que cualquier poder nuclear lleve a cabo un ataque preventivo contra cualquier otro. La India podría atacar Pakistán, o viceversa. Si al gobierno estadunidense le provoca una aversión el primer ministro de la India, ¿puede simplemente “quitarlo” a través de un ataque preventivo?

Hace poco Estados Unidos jugó un papel importante en jalar a la India y a Pakistán del borde de la guerra. ¿Es tan difícil que siga sus propios consejos? ¿Quién es culpable de la irresponsable moralización? ¿De sermonear por la paz mientras hace la guerra? Estados Unidos, que George Bush ha llamado “la nación más pacífica sobre la Tierra”, ha estado en guerra contra uno u otro país en cada uno de los 50 años pasados.

El puño oculto

Las guerras nunca han sido peleadas por razones altruistas. Normalmente se pelean por hegemonía, por negocios. Y, claro, también está el negocio de la guerra. Para la política exterior estadunidense es fundamental proteger su control sobre el petróleo del mundo. Las recientes intervenciones militares del gobierno estadunidense en los Balcanes y Asia Central tienen que ver con el petróleo. Se dice que Hamid Karzai, el presidente marioneta de Afganistán, impuesto por Estados Unidos, es ex empleado de Unocal, una compañía petrolera con base en Estados Unidos. El paranoico patrullaje del gobierno estadunidense en el Medio Oriente se debe a que esta región tiene dos tercios de las reservas petroleras del mundo. El petróleo mantiene los motores de Estados Unidos ronroneando dulcemente. El petróleo mantiene el Libre Mercado andando. Quien controle el petróleo del mundo controla el mercado mundial. Y, ¿cómo controlas el petróleo?

Nadie lo explica de manera más elegante que el columnista de The New York Times Thomas Friedman. En un artículo llamado “La locura paga” dice que “Estados Unidos le tiene que dejar claro a Irak y a los aliados de Estados Unidos que ... Estados Unidos usará la fuerza sin negociación, titubeo o la aprobación de la ONU”. Su consejo fue escuchado. En las guerras contra Irak y Afganistán, así como en la prácticamente diaria humillación del gobierno estadunidense a la ONU. En su libro sobre globalización, The lexus and the olive tree, Friedman dice: “La mano oculta del mercado nunca funcionará sin un puño oculto. McDonald’s no puede florecer sin McDonnell Douglas... Y el puño oculto que mantiene al mundo seguro para que las tecnologías de Silicon Valley florezcan se llama el ejército estadunidense, la fuerza Aérea, la Naval, y los Marines”. Quizá esto fue escrito en un momento de vulnerabilidad, pero ciertamente es la más sucinta, precisa descripción del proyecto de Globalización Empresarial que jamás he leído.

Tras el 11 de septiembre de 2001 y la Guerra contra el Terror, la mano y el puño ocultos han quedado al descubierto –y ahora tenemos una clara visión del otro arma de Estados Unidos –el Libre Mercado– acechando sobre el Mundo en Desarrollo, con una apretada sonrisa que no sonríe. La Tarea que Nunca Termina es la guerra perfecta de Estados Unidos, el vehículo perfecto para la expansión sin fin del Imperialismo Estadunidense. En urdu, la palabra para ganancia es fayda. Al Qaida significa La Palabra, La Palabra de Dios, La Ley. Así que en la India algunos llamamos a la Guerra Contra el Terror, Al Qaida vs Al Fayda –La Palabra contra La Ganancia (no se pretende hacer un juego de palabras)–.

Por ahora parece que Al Fayda lleva la de ganar. Pero nunca se sabe...

Imagina que no hay países...

En los pasados 10 años de desbocada Globalización Empresarial, el ingreso total del mundo se ha incrementado en un 2.5% anual. Y sin embargo el número de pobres en el mundo se ha incrementado en 100 millones. De las 100 economías más grandes, 51 son empresas, no países. El 1% más alto del mundo tiene el mismo ingreso combinado del 57% más bajo y la disparidad va en aumento. Ahora, bajo la bóveda en expansión de la Guerra Contra el Terror, este proceso es empujado hacia adelante. Los hombres de traje tienen una prisa desmedida. Mientras nos llueven bombas, y los misiles navegan por los cielos, mientras las armas nucleares se apilan para hacer del mundo un lugar más seguro, se firman contratos, se registran patentes, se construyen oleoductos, se saquean los recursos naturales, se privatiza el agua y se socavan las democracias.

En un país como la India, el “ajuste estructural” del proyecto de la Globalización Empresarial está destrozando las vidas de las personas. Los proyectos de “desarrollo”, la privatización masiva, y las “reformas” laborales están empujando a la gente de sus tierras y de sus trabajos, resultando en una especie de bárbaro despojo que tiene pocos paralelos en la historia. En todo el mundo, mientras el “Mercado Libre” descaradamente protege los mercados occidentales y fuerza a los países en desarrollo a quitar sus barreras comerciales, los pobres se vuelven más pobres y los ricos más ricos. El descontento civil ha comenzado a hacer erupción en la aldea global. En países como Argentina, Brasil, México, Bolivia, la India, los movimientos de resistencia contra la Globalización Empresarial crecen. Para contenerlos, los gobiernos aprietan su control. Los manifestantes son etiquetados como “terroristas” y luego son tratados como tales. Pero el descontento civil no sólo significa marchas y manifestaciones y protestas contra la globalización. Desafortunadamente también significa una desesperada espiral descendiente, hacia el crimen y el caos y todo tipo de desesperación y desilusión que, como sabemos por la historia (y por lo que vemos desatándose ante nuestros ojos), gradualmente se torna en un campo fértil para cosas terribles –nacionalismo cultural, fanatismo religioso, fascismo, y claro, terrorismo–.

Todos estos van de la mano con la Globalización Empresarial.

Hay una idea que está ganando crédito: el Libre Mercado rompe las barreras nacionales, y el destino final de la Globalización Empresarial es un paraíso hippie donde el corazón es el único pasaporte y todos vivimos felices juntos, dentro de la canción de John Lennon (Imagina que no hay países...) Esto es una patraña.

Lo que el Libre Mercado socava no es la soberanía nacional, sino la democracia. Conforme crece la disparidad entre los ricos y los pobres, el puño oculto tiene su trabajo trazado. Las multinacionales, –al acecho de “negocios queridos” que les den enormes ganancias–, no pueden llevar a buen término los negocios y administrar esos proyectos en países en desarrollo sin la activa connivencia de la maquinaria estatal –la policía, las cortes, a veces incluso el ejército–. Hoy, la globalización empresarial requiere de una confederación internacional de gobiernos leales, corruptos, preferentemente autoritarios en países más pobres, para que empujen las reformas impopulares y sofoquen los motines. Necesita de una prensa que finja ser libre. Necesita cortes que finjan repartir justicia. Necesita bombas nucleares, ejércitos, leyes más estrictas de inmigración, y vigilantes patrullas costeras para asegurarse de que sólo el dinero, los bienes, las patentes y los servicios se globalicen–no el libre movimiento de las personas, no el respeto a los derechos humanos, no los tratados internacionales sobre discriminación racial o armas químicas y nucleares, o emisiones de gases de efecto invernadero, o cambio climático, o ni lo mande dios, la justicia–. Es como si un solo gesto hacia una rendición de cuentas internacional pudiera echar a perder toda la empresa.

Cerca de un año después de que oficialmente se dio el banderazo de salida de la Guerra Contra el Terror en las ruinas de Afganistán, en un país tras otro, las libertades son reducidas en nombre de la protección a la libertad, las libertades civiles son suspendidas en nombre de la protección a la democracia. Todo tipo de disenso es definido como “terrorismo”. Se están aprobando toda clase de leyes para lidiar con él. Parece que Osama Bin Laden desapareció. Se dice que el mula Omar escapó en una motocicleta. (Podrían haber mandado a Tin–Tin tras él). Puede ser que el Talibán haya desaparecido, pero su espíritu y su sistema de justicia sumaria está emergiendo en los lugares menos esperados. En la India, en Pakistán, en Nigeria, en Estados Unidos, en todas las Repúblicas Centroasiáticas encabezadas por todo tipo de déspotas, y claro, en Afganistán bajo la Alianza del Norte apoyada por Estados Unidos.

El momento ha llegado

Mientras tanto, en el centro comercial hay una barata de mitad de temporada. Todo está en descuento –océanos, ríos, petróleo, bancos genéticos, avispas polinizadoras de higos, flores, infancia, fábricas de aluminio, compañías telefónicas, sabiduría, lo silvestre, derechos civiles, ecosistemas, aire– toda la evolución de 4 mil 600 millones de años. Está empacado, sellado, etiquetado, valuado, y listo en el anaquel. No se aceptan devoluciones. En cuanto a la justicia, me dicen que también está en oferta. Puedes obtener lo mejor que el dinero puede comprar.

Donald Rumsfeld dijo que su misión en la Guerra Contra el Terror era convencer al mundo de que se debe permitir a los estadunidenses continuar con su estilo de vida. Cuando el enloquecido rey golpea el suelo, los esclavos tiemblan en sus cuarteles. Así que hoy, aquí parada, me es difícil decir esto, pero el “Estilo de Vida Estadunidense” (The American Way of Life) simplemente no se puede sostener. Porque no reconoce que hay un mundo más allá de Estados Unidos.

Afortunadamente, el poder tiene vida de estante. Cuando llegue el momento, quizá este poderoso imperio, como muchos otros antes de él, se rebasará a sí mismo y hará implosión desde dentro de sí mismo. Parece que ya comenzaron a aparecer grietas estructurales. Conforme la Guerra Contra el Terror expande su red más y más lejos, el corazón empresarial de Estados Unidos sangra más y más. A pesar de toda la vacía habladuría sin fin sobre la democracia, hoy el mundo es gobernado por tres de las instituciones más sigilosas del mundo: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio; estas tres, a su vez, están dominadas por Estados Unidos. Sus decisiones se toman en secreto. Las personas que las encabezan son designadas tras puertas cerradas. Nadie sabe realmente nada sobre ellos, sus políticas, sus creencias, sus intenciones. Nadie los eligió. Nadie dijo que podían tomar decisiones por nosotros. Un mundo gobernado por un puñado de banqueros y directores ejecutivos empresariales egoístas que nadie eligió seguramente no puede durar.

El comunismo estilo soviético fracasó, no porque fuese intrínsecamente malvado, sino porque tenía fallas. Permitía que demasiados pocos usurparan demasiado poder. El capitalismo de mercado del siglo veintiuno, estilo estadunidense, fallará debido a las mismas razones. Ambos son construcciones de la inteligencia humana, deshechos por la naturaleza humana.

El momento ha llegado, dijo la Morsa. Quizá las cosas empeoren y luego mejoren. Quizá haya una pequeña diosa allá arriba, en el cielo, alistándose para nosotros. Otro mundo no sólo es posible, ya está en camino. Quizá muchos de nosotros no estemos aquí para darle la bienvenida, pero en un día tranquilo, si escucho con atención, la oigo respirar.

(Traducción: Tania Molina Ramírez)
El texto se reproduce con autorización de la escritora.