¿Dónde estamos?
John Berger
La actual tiranía impone el caos económico,
delimita nuevas fronteras y elimina toda oposición llamándola
terrorista
Quiero al menos decir algo del sufrimiento que existe
hoy en el mundo.
La ideología consumista, que se ha vuelto la más
poderosa e invasiva del planeta, nos quiere persuadir de que el dolor es
un accidente, algo contra lo que nos podemos asegurar. Esta es la base
lógica de la falta de compasión de tal ideología.
Todos saben, por supuesto, que penar es endémico
a la vida y buscan olvidarlo o relativizarlo. Las variantes del mito de
la caída de la Edad de Oro, antes de que el dolor existiera, son
intentos por minimizar lo sufrido en la Tierra. Eso es la invención
del infierno, un reino adyacente del dolor-como-castigo. Así
también el descubrimiento del sacrificio. Y después,
mucho después, aquél, el principal: el del perdón.
Uno podría argüir que la filosofía comenzó con
la pregunta: ¿por qué dolor?
No obstante, una vez dicho esto, en cierta forma el actual
dolor de vivir en el mundo no tiene, tal vez, precedente alguno.
Escribo en la noche, aunque es de día. Un día
de octubre de 2002. Durante casi toda la semana el cielo de París
ha estado azul. A diario la puesta de sol ocurre un poco más temprano
y es, cada día, gloriosamente bella. Antes de fin de mes, las fuerzas
militares estadunidenses lanzarán la guerra ''preventiva'' contra
Irak, de modo que las corporaciones petroleras estadunidenses puedan echar
mano a más reservas de crudo, supuestamente más seguras.
Escribo en una noche vergonzosa.
Por
vergüenza no me refiero a la culpa individual. La vergüenza,
la ignominia, según vengo a entenderla, es un sentimiento de la
especie que, a largo plazo, corroe la capacidad de esperanzarnos y evita
que miremos más allá. Nos miramos los pies, pensando únicamente
en el siguiente pasito.
La gente de todas partes -bajo muy diferentes condiciones-
se pregunta: ¿dónde estamos? La pregunta es histórica,
no geográfica. Qué es lo que estamos enfrentando. Adónde
nos llevan. Qué hemos perdido. Cómo continuar sin una visión
plausible del futuro. Por qué perdimos la visión de aquello
que va más allá de la vida.
Los acomodados expertos responden: globalización.
Posmodernismo. Revolución de las comunicaciones. Liberalismo económico.
Términos que son tautológicos y evasivos. A la angustiada
pregunta de: ¿dónde estamos?, los expertos murmuran: en ningún
lado.
¿No sería mejor mirar y declarar que atravesamos
el caos más tiránico -pues es el más penetrante- que
alguna vez haya existido? No es fácil atrapar la naturaleza de la
tiranía, porque la estructura de su poder (su rango va de las 200
corporaciones multinacionales al Pentágono) se entrecruza y a la
vez es difusa, dictatorial y, sin embargo, anónima, ubicua e inubicable.
Tiraniza desde fuera de cuadro, no sólo en términos de leyes
fiscales, sino en todo control político más allá del
suyo. Su propósito es dislocar el mundo entero. Su estrategia ideológica
-ante la cual Bin Laden es un cuento de hadas- es minar lo existente para
que todo se colapse hacia su especial versión de lo virtual, partiendo
del ámbito donde -y éste es el credo de la tiranía-
las fuentes de la ganancia sean interminables. Suena estúpido. Las
tiranías son estúpidas. Esta que sufrimos destruye la vida
del planeta en todo nivel donde opera.
Ideologías aparte, su poder se basa en dos amenazas.
La primera entraña la intervención, desde el cielo, del Estado
más armado del mundo. Podríamos llamarla la Amenaza B-52.
La segunda es el endeudamiento despiadado, la bancarrota, y así,
dadas las actuales condiciones productivas del mundo, podríamos
llamarla la Amenaza Cero.
La ignominia comienza al confrontar que mucho del sufrimiento
actual podría aliviarse o evitarse si se tomaran algunas decisiones
realistas y relativamente simples (algo que todos reconocemos en algún
sitio pero que, imposibilitados, descartamos). Hoy existe una relación
muy directa entre los minutos de las juntas y los minutos de la agonía.
¿Acaso alguien merece ser condenado a una muerte
particular por el simple hecho de no tener acceso a un tratamiento que
costaría menos de dos dólares diarios? Esta cuestión
fue puesta en el tapete por la directora de la Organización Mundial
de la Salud en julio pasado. Ella hablaba de la epidemia de sida en Africa
y otros lugares, y de cerca de 68 millones de personas que morirán
en los próximos 18 años. Yo hablo del dolor de vivir en el
mundo actual.
Es entendible que casi todos los análisis y prognosis
de lo que sucede se presenten y se estudien desde el marco de referencia
de disciplinas diferenciadas: economía, política, estudios
de comunicación, salud pública, ecología, defensa
nacional, criminología, educación, etcétera. En realidad
cada uno de estos campos diferenciados se junta con otros para armar el
ámbito real de lo vivido. Esto sucede en la vida de la gente, que
sufre padecimientos clasificados en categorías separadas, pero los
sufre simultánea e inextricablemente.
Un ejemplo del presente: algunos kurdos que huyeron la
semana pasada a Cherburgo, a quienes el gobierno francés negó
asilo y están en peligro de ser repatriados a Turquía, son
pobres, políticamente indeseables, no tienen tierra, están
agotados, son ilegales y no son clientes de nadie. ¡Cada una de estas
condiciones las sufren en el mismo y preciso instante!
Si se quiere asumir lo que ocurre se hace necesaria una
visión interdisciplinaria que conecte los "campos" que institucionalmente
se han mantenido separados. Una visión así está destinada
a ser (en el sentido original de la palabra) política. La precondición
para pensar políticamente a escala global es reconocer la unidad
del sufrimiento innecesario que se vive. Este es el punto de partida.
Escribo en la noche, pero no sólo miro la tiranía.
Si así fuera, probablemente no tendría el valor de continuar.
Miro a la gente dormir, agitarse, pararse a beber agua, susurrar sus proyectos
o sus miedos, hacer el amor, rezar, cocinar algo mientras el resto de la
familia duerme, en Bagdad y en Chicago. (Sí, miro también
a los siempre invencibles kurdos, 4 mil de ellos gaseados por Saddam Hussein
con la complacencia de Estados Unidos.) Miro a los reposteros y cocineros
que laboran en Teherán y a los pastores durmiendo al lado de sus
borregos en Cerdeña -se pensaba que eran bandidos. Miro a un hombre
en el barrio Friedrichshain en Berlín que se sienta en pijama con
una botella de cerveza a leer a Heidegger -tiene las manos de un proletario-;
veo una barca de inmigrantes ilegales arribando a la costa española
cerca de Alicante; veo a una madre en Malí, se llama Aya, que significa
nacida en viernes, arrullando a su bebé para que duerma; miro las
ruinas de Kabul y a un hombre que va camino a casa y sé que pese
al dolor el ingenio de los sobrevivientes sigue intacto, un ingenio que
pepena y recoge energía, y en la incesante entereza de ese ingenio
hay un valor espiritual, algo parecido al Espíritu Santo, esta noche
estoy convencido de ello, aunque no sé bien por qué.
El siguiente paso es rechazar todo el discurso de la tiranía.
Sus términos son una mierda. En sus pronunciamientos interminablemente
repetitivos, en sus anuncios, en sus conferencias de prensa y en sus amenazas
los términos recurrentes son: democracia, justicia, derechos humanos,
terrorismo. En el contexto cada una de estas palabras significa lo opuesto
de lo que alguna vez significaron. Han traficado con cada una de ellas
y las convirtieron en lenguaje cifrado de pandillas, les fueron robadas
a la humanidad.
La democracia es una propuesta (rara vez comprendida)
en torno a la toma de decisiones; poco tiene que ver con campañas
electorales. Su promesa es que las decisiones políticas se tomarán
después y a la luz de la consulta con los gobernados. Esto depende
de que se informe adecuadamente a los gobernados de los asuntos en cuestión,
y de que quienes toman las decisiones tengan la posibilidad o la voluntad
de escuchar o tomar en cuenta lo que escucharon. No debe confundirse la
democracia con la "libertad" de escoger de manera binaria, ni con la publicación
de las encuestas ni con el apretujamiento de la gente a datos estadísticos.
Es esto lo que pretenden que ocurra.
Hoy las decisiones fundamentales, que infligen el dolor
innecesario sufrido por todo el planeta, fueron tomadas, son tomadas, sin
consulta ni participación plenas.
Por ejemplo, si se les hubiera consultado, ¿cuántos
ciudadanos estadunidenses habrían dicho sí a la retirada
de los acuerdos de Kyoto en torno al efecto invernadero ocasionado por
el bióxido de carbono, algo que está causando inundaciones
desastrosas en muchas partes y que amenaza con producir, en los próximos
25 años, desastres aún mayores? Pese a todos los "manipuladores
del consentimiento en los medios", sospecho que una minoría.
Hace poco más de un siglo que Dvorák compuso
su Sinfonía del nuevo mundo. La escribió mientras
dirigía el Conservatorio de Música de Nueva York, y escribirla
lo inspiró a componer, 18 meses después, también en
Nueva York, el sublime Concierto para chelo. En la Sinfonía
los horizontes y las colinas suaves de su nativa Bohemia se tornaron promesas
de un mundo nuevo. No había grandilocuencia pero sí volumen
y continuidad, porque correspondía a los anhelos de quienes carecen
de poder, de aquellos erróneamente llamados simples, de aquellos
para quienes se redactó la Constitución de Estados Unidos
en 1787.
No conozco otra obra de arte que exprese tan directamente
y con tal firmeza (Dvorák era hijo de un campesino y su padre soñaba
que se hiciera carnicero) las creencias que inspiraron a los migrantes
que generación tras generación se hicieron ciudadanos estadunidenses.
Para Dvorák la fuerza de estas creencias era inseparable
de una suerte de ternura, de un respeto a la vida que puede hallarse en
la intimidad de los gobernados (tan diferente de la de los gobernantes)
en todas partes.
Fue en este ánimo que la Sinfonía recibió
la aclamación del público cuando se ejecutó por vez
primera en el Carnegie Hall el 16 de diciembre de 1893.
Le preguntaron a Dvorák qué pensaba del
futuro de la música en Estados Unidos y él recomendó
a los compositores que escucharan la música de los indios y de los
negros. La Sinfonía del nuevo mundo expresaba una esperanza
sin fronteras que, paradójicamente, nos da la bienvenida porque
se centra en la idea del hogar. Una paradoja utopista.
Hoy los poderes del mismo país que inspiró
esos anhelos han caído en manos de una camarilla de fanáticos
(deseosos de limitarlo todo excepto el poder del capital), ignorantes (pues
no reconocen realidad alguna que no provenga de su potencia de fuego),
hipócritas (dos medidas para todos los juicios éticos: una
para nosotros y otra para ellos) y despiadados conspiradores con B-52.
Cómo ocurrió esto. Como fue que Bush, Murdoch, Cheney, Kristol,
Rumsfeld et al, más Arturo Ui, llegaron a esto. La pregunta
es retórica porque no hay una sola respuesta y es vana porque ninguna
respuesta mella aún su poder. Pero preguntarla así esta noche
revela la enormidad de lo ocurrido. Escribimos del sufrimiento en el mundo.
El mecanismo político de la nueva tiranía
-aun cuando requiera de tecnología muy sofisticada para funcionar-
es bastante simple. Usurpar las palabras democracia, libertad, etcétera.
Imponer las nuevas formas de obtener dividendos y un caos económico
por todos lados -no importan los desastres. Asegurar que las fronteras
tengan un solo sentido: abiertas para la tiranía, cerradas para
los demás. Y eliminar toda oposición llamándola terrorista.
No, no me olvido de los enamorados que se arrojaron juntos
de las Torres Gemelas para no morir en el fuego separados.
Existe un objeto, parecido a un juguete, cuyo costo de
manufactura es de unos cuatro dólares y es incuestionablemente terrorista.
Se le conoce como mina antipersonal.
Una vez lanzada, es imposible saber a quién matará
o mutilará, o cuándo habrá de hacerlo. En este momento
hay más de 100 millones que reposan o se hallan escondidas en el
suelo. Casi todas las víctimas serán o han sido civiles.
Se supone que la mina antipersonal debe mutilar, no tanto
matar. Su propósito es crear tullidos y cuenta en su diseño
con esquirlas que, ese es el plan, prolongarán y dificultarán
el tratamiento médico de las víctimas. Casi todos los sobrevivientes
tienen que someterse a ocho o nueve operaciones quirúrgicas. Cada
mes, según va la cuenta, 2 mil civiles, en alguna parte, son heridos
o mueren a causa de estas minas.
La descripción de "antipersonal" es lingüísticamente
asesina. "Personal" es lo anónimo, lo innombrado, sin género
o edad. "Personal" es lo opuesto a gente. Como término ignora la
sangre, los miembros, el dolor, las amputaciones, la intimidad, el amor.
Lo abstrae todo. Es así como dos palabras unidas a un explosivo
se tornan terroristas.
La nueva tiranía, como otras recientes, depende,
en gran medida, de un abuso sistemático del lenguaje. Juntos debemos
reclamar nuestras palabras secuestradas y rechazar los nefastos eufemismos
de la tiranía; si no lo hacemos, nos quedaremos con una sola palabra:
ignominia.
No es tarea fácil, porque la mayor parte del discurso
oficial es pictórica, asociativa, evasiva y plagada de insinuaciones.
Pocas cosas se dicen en blanco y negro. Los estrategas militares y económicos
se percatan ahora de que los medios de comunicación juegan un papel
crucial, no tanto en derrotar al enemigo en turno, sino en evitar e impedir
el motín, las protestas o la deserción. Toda manipulación
tiránica de los medios es un indicador de sus temores. La tiranía
actual vive con el miedo a la desesperación del mundo. Es un temor
tan profundo que el adjetivo desesperado -excepto cuando significa riesgoso-
nunca se usa.
Sin dinero, toda necesidad humana cotidiana se torna dolor.
Aquellos que nos escamotearon el poder -personas que pueden
no tener cargos, pero que se atienen a una continuidad del poder que rebasa
las elecciones presidenciales- pretenden que salvan al mundo ofreiendo
a la población la oportunidad de convertirse en clientes suyos.
La palabra consumidor es sagrada. Lo que ya no dicen es que los consumidores
importan porque generan dividendos, única razón por la que
son sagrados. Este artilugio de mano nos lleva al punto crucial.
La pretensión de estar salvando al mundo enmascara
la suposición de los conspiradores: que buena parte del mundo -incluida
la mayoría del continente africano y una parte considerable del
continente americano- es irredimible. De hecho, cualquier rincón
que no sea parte de su centro es irredimible. Y tal conclusión surge
inevitablemente del dogma de que la única salvación es el
dinero, y de que el único futuro global es aquel que en sus prioridades
insisten en fabricar. Aunque les den nombres falsos, en realidad sus prioridades
son sus dividendos, ni más ni menos.
Aquellos que tienen visiones o esperanzas diferentes para
el mundo, junto con aquellos que no pueden comprar y que sobreviven día
a día (unos 800 millones) son reliquias anticuadas de otros tiempos
o, si resisten, sea pacíficamente o con armas en la mano, terroristas.
Son temidos como heraldos de la muerte, portadores de enfermedades o insurrección.
La tiranía, en su ingenuidad, asume que el mundo se unificará
cuando los haya "reducido" (una de sus palabras claves). En su fantasía
necesita de un final feliz. En realidad, tal fantasía será
su ruina.
Toda forma de confrontar a la tiranía es comprensible.
Dialogar con ella es imposible. Para vivir y morir debidamente, las cosas
han de nombrarse debidamente. Reclamemos nuestras palabras.
Esto fue escrito en la noche. En la guerra la oscuridad
no tiene bando, en el amor la oscuridad confirma que estamos juntos.
© John Berger: escritor, poeta y crítico inglés
de arte que vive en Francia, en una comunidad rural. Entre sus últimas
obras se encuentran Puerca Tierra, Una vez en Europa y Lila
y Flag. Su más reciente libro vertido al español es La
forma de un bolsillo, publicado por Era.
Traducción: Ramón Vera Herrera.