Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 9 de noviembre de 2002
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Cultura
El mimo francés prodigó dos horas de estruendoso clamor de los silencios

Marceau fue voz solista de unos 7 mil mortales en el Auditorio

Que se sepa, nadie se despide cuando no se quiere ir, porque un clásico nunca envejece

El creador del célebre personaje Bip desgranó certezas, verdades contundentes en el escenario

PABLO ESPINOSA

El escenario es una inmensidad oscura. En el centro de tal vorágine sedienta una luz se alimenta de esas sombras en forma de manos rosas, rostro níveo, un cuerpo humano que se erige como flama blanca y flota. Toda una vida, a manera de reflejo de miles de existencias, se pondrá en escena en aquel espacio y en la medida de tiempo de 120 minutos mediante el estruendoso clamor de los silencios.

La noche del jueves 7 de noviembre el escenario gigantesco del Auditorio Nacional se pobló de seres vivos, nacidos todos de una misma costilla: Marcel Marceau en estado edénico.

El recital de sonidos carnales del inventor de la manera de gritar callado fue como una bella versión, personalísima, de la Sinfonía de los adioses, de Joseph Haydn, sin desafinar, sin gritar y, sobre todo, sin despedirse.

En escena, Marcel Marceau muestra puros portentos, prodigios. Vida plena. Futuro, si nos atenemos a la profunda manera como impacta su arte en los humanos. Dueño de sí, sitiado en su epidermis, el genial Marceau rejuvenece sobre el escenario. Que se sepa, nadie se despide cuando no se quiere ir.

Ave, flor, marino, niño

En el intersticio del tiempo y a manera de un sistema solar con todos sus planetas, lunas, satélites y estrellas representadas al unísono por un solo personaje, Marceau, ese hombre de alma blanca, tomó todas las formas: estatua, ave, flor, marino, niño, anciano, pelota, y todas las imaginerías de otra manera inimaginables pero vueltas carne y sangre con el bullicio de su mundo tan callado.

Abrazó invisibles árboles de manera similar a como cuenta Saramago su historia más bella, la más humana entre todas sus humanidades: antes de morir, el padre del autor de Todos los nombres salió a su jardín y abrazó llorando los troncos de todos sus árboles, a manera de despedida. Años más tarde -narró el Nobel portugués una noche de nieve en Estocolmo- su madre observaba el anochecer desde la puerta de su casa y exclamó: qué pena morirse siendo el mundo tan bello. Pero no dijo qué miedo ni qué terrible morirse, dijo qué pena.

La noche del jueves en medio de la penumbra del colosal escenario del Auditorio Nacional, Marcel Marceau abrazó todos sus árboles, pronunció todos los nombres, observó el firmamento desde los andamios invisibles del aire y fue la voz solista de un coro de unos 7 mil mortales que lo observamos desde las butacas. Todos juntos entonamos en silencio un himno atronador.

Las certezas en la escena, mientras tanto, se desgranan en su calidad de verdades contundentes. La más brutal de todas consistió en lo siguiente: Marcel Marceau presentó durante dos horas 11 obras, 10 de las cuales tienen duración larga pero una de ellas, de título grave (Adolescencia, madurez, vejez y muerte) duró lo que un suspiro, un sueño, una mirada con tiempo suficiente apenas para el parpadeo. Esa brevísima obra maestra del mimo tuvo una duración acorde con su tema: la vida.

Lo cierto también es que sobre el escenario los años no pasan por Marceau. Lo que pasa, como el cóndor, es la vida y sus misterios. Un clásico nunca envejece. ¿O acaso (¿ocaso?) Beethoven envejece?

La belleza, factor común

Lo primero que ve quien vive uno de los espectáculos de Marceau es oscuro total. En cuanto se enciende una luz en el centro de ese gran hoyo negro aparece un heraldo con el título de cada una de las rutinas que nunca aburren. La primera de ellas es de título también coherente y consecuente: La creación del mundo. Gritó Marceau con las manos, con el rostro, con el cuerpo en estridencia muda y vio Dios que era bueno.

Porque quien hizo el mundo hizo a Mozart, y por eso todo es tan exacto y tan perfecto y por eso Marcel Marceau eligió el adagio del Concierto 21 de Volfi para crear el mundo con sus manos y hacer gemir las luces que nacen -partos delicados- desde el útero nutricio de las sombras. En el rostro blanco, en las manos rosas, en el cuerpo como flama hubo, durante esas dos horas de prodigio, asombro, miedo, alegría, sorpresa, espanto, felicidad, nostalgia, futuro, tristeza, ilusiones, mucha imaginería. Con un factor común entero: la belleza.

Entre las muchas historias que contó esta flama blanca esbelta y recia acudimos, una vez culminada La creación del mundo, a un edén privado: El jardín público, escuchamos las manos volantes de El pajarero, observamos la balanza vacilante de El tribunal, y rendimos pleitesía a Las manos.

En la segunda parte florearon cinco episodios de Bip, ese personaje emblemático, alter ego, condensación de la cultura occidental creado por Marcel Marceau. Bip domador, Bip viaja por el mar, Bip músico callejero, Bip se suicida. Bip Bip Bip Bip Bip Bip Bip Bip.

El clímax final fue la puesta en vivo, descarnada y delicada, de otra de las obras maestras de un clásico, Marcel Marceau: El fabricante de máscaras. En fracciones de segundo el dolor, la risa del dolor, la inconfesable máscara de la dicha vestida de dolor. Una carcajada en sostenuto hasta el último suspiro. Una loa a la vida.

Cada vez que termina un espectáculo de Marcel Marceau vuelve a comenzar la vida.

Números Anteriores (Disponibles desde el 29 de marzo de 1996)
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