LETRA S
Diciembre 5 de 2002

Bulímica tolerancia

Antonio Contreras

Héctor tiene 20 años de edad, mide 1.73 m de estatura y pesa 75 kilos. Hace apenas dos años pesaba 40. Sabe pero no acepta que es gay, porque en todos lados ha encontrado rechazo, sobre todo en su familia, que recientemente lo echó del hogar que compartía con su madre y un hermano.
 
 

"Desde que cursaba la primaria me di cuenta de que era diferente al resto de mis compañeros. Me gustaban los de mi mismo sexo, y eso me provocaba ansiedad, nervios y temor. Por mi amaneramiento me excluían de sus juegos y me agredían verbalmente. Dicen que los niños son crueles sin darse cuenta, pero yo creo que sí se dan cuenta. Además de los desaires en los juegos me gritaban joto, mariquita, y se divertían cuando notaban mi angustia. Tal vez de lo que no se dan cuenta es que destruyen tu autoestima de una manera impresionante. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía seis años de edad, por lo que mi madre terminó de criarnos a mis otros tres hermanos y una hermana. Uno de mis hermanos se ensañó conmigo, me decía la niñita, nunca me golpeó, pero el daño psicológico fue más fuerte. Mi hermana, por el contrario, fue como mi segunda madre, mi escudo, mi protección. Cuando ella se casó yo me sentí muy triste. Héctor dijo: ¡híjole!, ahora soy yo contra el mundo. Todo esto me llevó a un aislamiento que todavía no logro romper.

"A los 15 años de edad todo mi mundo era mi cuarto. Era el lugar donde nadie me podía decir puto o maricón. Me bañaba pero no salía, sólo dormía y pensaba. Esa soledad me hizo fantasear en el suicidio. Pensé arrojarme de un puente, aventarme a un coche que viniera a gran velocidad, tomar muchas pastillas, pero nunca lo intenté en serio. Tenía mucho miedo.

"Ahora entiendo que dormir todo el día era depresión, y eso me condujo hace dos años a la bulimia. Pensaba que comer y devolver el estómago era bueno, porque así me alimentaba y no dejaba nada en el estómago. En el momento que empezaba a digerir la comida, sentía bolsa tras bolsa tras bolsa de grasa y me empezaba a sentir gordo, entonces me provocaba el vómito, primero, metiéndome el dedo --por cierto, sale callosidad-- y después con laxantes y diuréticos. No tener grasa en el cuerpo era una obsesión y, casi, una bendición. Pero también tuve muchos cambios físicos. A punto de la anorexia me di cuenta que estaba dañando mi propio cuerpo, cuando miles de veces juré y perjuré que jamás me iba a dañar. Noté que se me empezó a caer el cabello, las uñas, el esmalte de los dientes, que la piel se me escamaba. La bulimia era como un escape de todas mis emociones, de todas mis frustraciones, de todo lo que no podía gritar. Darme cuenta de que me estaba defraudando a mí mismo me hizo reaccionar y para salir de esto necesité estar en el hospital de nutrición, con atención de psicólogos que nada más se enfocaban a la bulimia, jamás me preguntaron por mi estado de ánimo, su única preocupación era superar este problema. Claro, cuando intentaron explorar más profundamente yo siempre los bloqueaba. A sus interrogantes por mi bulimia contestaba: 'solamente quiero estar delgado'. Sabía que si rascaban más iban a llegar a la cuestión de la homosexualidad y eso me daba más miedo.

"Mi madre y mi hermana sabían, de manera directa, que soy gay. Se los dije cuando tenía 15 años. No me rechazaron pero tampoco me aplaudieron. A fines de octubre pasado, ya en ausencia de mi madre, mis hermanos, con el aval de tíos y cuñadas, me desterraron de mi hogar. Me dijeron: 'vete, aquí no haces falta'. Me corrieron con sólo lo que traía puesto. No les importó dónde iba a dormir, si ya había cenado, si tenía dinero. Yo lo único que entiendo es que no tengo la culpa de haber sido gay porque a mí no me puso Dios en una banca para preguntarme: 'a ver, hijo mío ¿tú quieres ser gay?'"