Jornada Semanal, domingo 8 de diciembre del 2002        núm. 405

SOPA DE CODITOS CON ESPINACA 
EN SANTA CRUZ ATOYAC

La cocina mexicana logra uno de sus mejores momentos plásticos y gustativos en un plato de enchiladas de mole que reúne todos los elementos exigidos por un recetario con varios siglos de vida: tortillas apenas salidas del comal, pollo cocido en su propio caldo y enriquecido por el laurel, el orégano y una pulgarada de tomillo, un buen mole en polvo proveniente de Puebla o de Oaxaca (cuidado con las pastas industriales), hojas de lechuga orejona, queso añejo de Cotija, crema auténtica hasta donde sea posible y aros de cebolla prudentemente desflemada. Todas estas virtudes reúnen las enchiladas que se sirven en “La cocina”, insigne fonda (y uso esta palabra con todo su peso histórico y su más ilustre sentido) ubicada en el mercado de Santa Cruz Atoyac. Don Mario Iturralde Duarte es el propietario de este centro gastronómico que une a la sencillez del trato y del servicio un gran respeto a la tradición de nuestra comida casera, un precio justo, ingredientes de primera clase e imaginación para componer una minuta de tres platillos abundantes y equilibrados. Piense el lector en el mediodía de un martes, ese día que tiene mucho de lunes y nada de viernes. Los clientes cuentan con una hora para comer y se han hecho el propósito de seguir siendo civilizados en sus hábitos y gustos. Por lo mismo huyen de la comida chatarra y de los peligros ciertos de la fritanguería. Las cocineras Marta Rodríguez, María de los Ángeles Caro López y Elsa Sumún Abarca los regresarán a la casa de la infancia con una perfecta sopa de coditos con espinaca (el caldo de pollo es fidedigno), un arroz cocinado con la justa cantidad de jitomate (el que diga tomate deja de ser nacionalista y se pasa al bando del ketchupiano y macdonáldico canciller Castañeda), chícharos, zanahorias y granos de elote (sabemos que el ramo de cilantro transmitió sus aromas a la cazuela arrocera) y, como plato fuerte, unas albóndigas cuya salsa contiene la precisa dosis de chipotle, ese prodigioso chile ahumado y sazonado con clavo, canela, jengibre y piloncillo. Es necesario alabar esta precisión, pues frecuentemente nuestros cocineros matan los sabores fundamentales al excederse en el uso del picante (esta torpeza es de la peor estirpe patriotera). Un vaso de agua fresca de zapote, piña, guanábana, alfalfa o chía acompañan al bien balanceado almuerzo. Pasa el comensal a la caja, paga con gusto su consumo y, con renovadas fuerzas y la convicción de haber comido a la altura del arte, se enfrenta a las fatigas de la tarde y al infernal regreso a casa por las abarrotadas calles de la agobiante concentración humana que los mexicanos hemos construido y desperdigado por todos los rumbos de este valle de nuestros pecados.

Esta original, a fuer de tradicionalista en el mejor sentido de la palabra, fonda de mercado es capaz de entregarnos un caldo tlalpeño que aprobaría don Artemio del Valle Arizpe; un caldo de res hecho con verdadero chambarete y una cochinita pibil (la familia de don Mario viene de tierras yucatecas) adornada con cebollas moradas, con el gusto de la hoja de plátano que la protegió de los fuegos y le dio su debido tiempo de cocción y con el sápido color del achiote que acompaña a tantos platos caribeños y se une a la sabiduría francesa para jugar con los colores y los sabores de ciertas recetas de la Martinica (Aimé Césaire nos ofreció una noche uno de esos platos en el que estaban presentes las raíces africanas, el sol caribeño y la tradición culinaria de las regiones francesas). Hay, además, chilaquiles tronadores acompañados de un huevo frito (sólo a una cadena chatarrera se le ocurriría que son los chilaquiles los que acompañan al huevo), unas enchiladas rancheras en las que triunfa la prudencia en el uso del guajillo, los ejotes con huevo, “al uso del país”, unas crujientes tortitas de papa y, para los conservadores, un honrado bistec con papas y una clásica sopita de fideos (un recuerdo afectuoso para Cristina Pacheco). Las tortillas, por supuesto, se echan en el mismo momento de la comida y llegan infladitas en su tompiate. En la mesa hay platitos con salsa verde, cebollas y limones y todo albea de limpieza y honradez. Se trata de un lugar culto en el cual se cumple un rito civilizado que incluye el precio justo del que antes hablaba. Y no acaba aquí mi reseña, pues debo agregar dos nuevas gracias: la presencia de un joven cocinero recién llegado de una aventura canadiese, Julio Marco Ramírez, quien hace unos días preparó una pierna de cerdo en salsa de cerveza digna de los mejores comederos de Bruselas; y las visitas breves y enjundiosas de un grupo de auténticos huapangueros. Espero que la gran cocinera Ana Benítez Muro acepte nuestra invitación a comer en “La cocina”. Se llevará una sorpresa muy agradable al constatar que la comida casera mexicana sigue viva en los honrados fogones que todos los días se encienden en el mercado de Santa Cruz Atoyac, allá en el sur de la, a pesar de tantos daños, “famosa México” de don Bernardo de Balbuena y don Salvador Novo.

HUGO GUTIÉRREZ VEGA
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