La Jornada Semanal,   domingo 8 de diciembre del 2002        núm. 405
Dean Luis Reyes
cine 

Entre tradición y ruptura

A fines de la octava década del siglo xx corría por Cuba un viento de cambio, de radicalización de la actitud artística y reposicionamiento del valor de la crítica en el discurso estético. La emergencia de nuevas generaciones de creadores, con su andanada de relatos licenciosos y desalmidonados, proponía ganar madurez y responsabilidad sin dogmas, así como mayor complejidad en los códigos de acceso al material de la realidad. Más, cuando todavía demoraba la travesía hacia el entendimiento social de tales irrupciones, orientadas a extender las fronteras de una cultura democrática e inclusiva, la situación de vida o muerte del proceso sociopolítico nacional legalizó la Edad del Yelmo –el sobreseimiento de los defectos mayores, la prevalencia del rostro menos amargo, complejo, el tomar distancia de los cuestionamientos a problemas sin solución visible, y ni hablar de antagonismos. El sobrepeso de lo contingente en el día a día del cubano y tanto infausto sobresalto rebajó de a poco las exigencias sociales mayoritarias al mero espacio de las necesidades vitales (comer, beber, vestir, eyacular) y nos fue alejando de asuntos abstractos. Así desembarcamos a una suerte de conservadurismo natural, emparentado por un lado con las urgencias de la sobrevivencia material y, por otro, con un inmovilismo que encontró cobijo en la agradable tibieza de la muy nacional inclinación a la indolencia.

No por nada la era que sobrevendría fue llamada "el tiempo de gritar bajito" –para no despertar al lobo y las ovejas, se entiende. El diálogo del arte y los creadores con su realidad –como el diálogo humano en general– se plagó de coartadas y disfraces. Sobrevinieron discursos y relatos tomados por una anhelada gravidez; cada obra nueva parecía coquetear con la Totalidad. Nos exorcizábamos de tanto realismo en el arte y, de paso, eludíamos la confusión y el pasmo reinante en la Tierra y su gente, escapando al reino de la dificultad. Las obras que uno salva a la postre cuando se revisan los filmes cubanos de los años noventa descubren ese salto por sobre la aridez de lo cotidiano, para preñarlo con la fabulación en lento desplazamiento hacia un decisivo antropocentrismo: del proyecto de masas a la neurosis individual, de las grandes conmociones sociales a las catacumbas del espíritu. Ese tránsito hacia una suerte de Ontología insular a menudo dice ser el encuentro con aquella ansiada universalidad de lo cubano –que ya nadie se cree– pero es más bien el intento por reinaugurar el centro perdido en el marasmo epocal, el retorno al sujeto igual de zarandeado por la historia pero considerado menos un elemento escenográfico en el tablado donde el Epos danza a un ritmo bestial con los mitos.

Los filmes mayores de este tiempo resultan de su pose exultante ante lo Eterno, esa condición inefable que roza a la obra humana que consigue trascender esta mismidad incompleta y pequeñaja: Fresa y chocolate (1993) es hija de la militancia de un Titón que había parido sus más audaces obras y aquí conseguía burlar las circunstancialidades con una temática tan vieja como útil –vuelven a sentirse los estribos teleológicos– en un discurso directo, eficazmente pragmático (es quizás la película más revolucionadora en el plano de la recepción, tanto es su enchufe con las algideces de la época) y, no obstante, depositaria del prurito funcional de atender al arte como producto señalado por la responsabilidad histórica de orientación pluralizante en épocas fácilmente domeñables por la unanimidad; Madagascar (1993) es el acto de fe del superhombre (no necesariamente nietzscheano) que modula incluso –interfiriendo en su angustia, por el aquello de no preconizar el desconsuelo– su honestidad; El siglo de las luces (1992) –que hay que ver en su versión para tv, no en ese infame picotillo de dos horas para pantalla grande– resulta no sólo ese cine espectacular que las escaseces confinan sino la vuelta de un Humberto Solás siempre el mismo, siempre a solas con la Historia, con su personal historia, haciendo énfasis en sus obsesiones autorales, para hilvanar aquí un mastodóntico relato que modula, con las bridas del buen hacer, los requiebros de una época de caos decisivo, de duelo entre ocaso y amanecer de la Razón, como es la nuestra campo de batalla entre las luces y las sombras de la racionalidad y su opuesto, en tanto sistemas totalizantes y excluyentes (y por eso mismo reductores).

Pero ha pasado el tiempo. La tronante acogida de crítica y público que consiguió Video de familia (2001) –cuyo mérito mayor ha sido ubicar los puntos de vista de la generación que maduró en los noventa al centro de su propuesta de diálogo con la sociedad cubana actual– echó mucha luz sobre los patrones gastados. Que ya no están las zonas más inquietantes y rompedoras ubicadas dentro del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (icaic) sino en el desarrollo vertiginoso del instrumental expresivo que se está dando en un puñado de realizadores todavía debutantes con cortos de ficción, los barruntos de una suerte de posdocumental e incluso en el videoclip. Impera ahora la crisis de una lógica de edificación de la realidad que no solamente cuestiona los preceptos de la ideología, sino que intuye la pérdida de vigencia de una escala de valores que, desde la cultura, se explicaba la realidad.

No por gusto el cine de Miguel Coyula gira alrededor de la pérdida de la inocencia y ello incluye a nuestra idea de la realidad y la revalorización de la representación y su objeto: lo representado. Coyula parte de la candidez aparente ante la representación, que no es más que otro ideal remoto y falso de su modelo: la realidad. Parece preguntarse entonces qué es la realidad sino el material para la construcción de un sentido otro, trátese de las artes o la ideología. O Juan Carlos Cremata, quien no solamente quiere reconstruir el diálogo del séptimo arte cubano con su destinatario utópico (el pueblo, la colectividad, el hombre que viene, sea nuevo o no) a partir de la fabricación de una mitología simple, pero mitología crítica, retablo invertido que deja aflorar los conflictos de la realidad a manera de sainete disfrazado de tragedia y viceversa –como hace en Nada (2001), su opera prima– sino que fabrica su tesis sobre lo cubano en La Época, el Encanto y Fin de siglo (1999) a manera de un soberbio amago de choteo y desaliño.

El reto de tales discursos descansa no tanto en la indiscreta provocación o en la soberbia que toda blasfemia conlleva –con la libertad de juicios que supone– sino en los supuestos sobre los que operan. Por un lado, el cine es para ellos tubo de ensayo –agradezco se asuma sin reparos la alusión a un artefacto de laboratorio–, donde el caos bien dirigido y la multiplicidad de registros expresivos, el heteromorfismo genérico, es siempre cosa de jugar con herramientas placenteras; por otro, Cuba les importa menos que cómo se siente ser cubano o cuánto cuesta serlo. No quiero pecar de ingenuo, pero si tal panorama no se anuncia como epitafio del cine como drama épico, comedia urbana, relato de ribetes vernáculos y obra total pura y dura, yo no sé qué demonios implica, en términos estéticos, la tensión histórica entre tradición y ruptura.