La Jornada Semanal,   domingo 8 de diciembre del 2002        núm. 405

Otra revolución para la poesía

Jorge Espinosa Mendoza

La poesía cubana, hoy, está a la espera de una nueva revolución en sus propias coordenadas. De cambios que surjan de ella, y de la conciencia de su circunstancia, y le reclamen una fórmula de participar que no se limite a la pasiva edición de un libro tras otro.

Solo tú cabes en la palma de mi mano, 1966. Foto de Juan Carlos AlomLeer la historia desde la literatura y más, leer la historia desde la poesía es una vieja obsesión humana. Una y otra cosa se complementan, se niegan al tiempo que se enlazan, sabiéndose gemelas o antagónicas. Del modo en que se expresen esas tensiones o se alcance la epifanía en que ambas corrientes dialoguen diáfanamente, va armándose ante el lector otra manera, secreta o al menos no siempre explícita, en la que un país se reconoce a sí mismo. 

La poesía cubana es también una forma de su historia. Cuando, en el año mismo del triunfo revolucionario, Cintio Vitier abogaba por el arribo de un tiempo metafórico, en que el devenir de los hechos y el espíritu alcanzaran a acrisolarse, la Isla iniciaba un tránsito hacia sí misma, hacia su tradición, hacia su futuridad, que la poesía no se ha negado a revelar. Es, claro está, un proceso de altas y bajas, de silencios y estridencias, que dicen a su modo cuál era la estrategia que la Revolución ponía en marcha, y de qué manera sus estructuras hallaban en el poeta un espejo, un muro o una interrogante. 

Indumento II, 2000.  Foto de Juan Carlos AlomEn los años sesenta la poesía cubana fue, en su modo más reconocido, un canto abierto desde la perspectiva del momento recién alcanzado. Los poetas que se agruparon, antes de esa fecha, en alguna revista juvenil, en cenáculos desligados de un accionar social preciso, se combinaron junto a los que regresaban del exilio para integrarse a ese instante, o a los que ganaban sus primeras voces con la Revolución misma. Orígenes y Ciclón, los proyectos literarios antagónicos y tremendos del periodo cerrado por los rebeldes en su entrada a La Habana, se multiplicaron en nuevas publicaciones, de tiradas masivas, y sus principales figuras (José Lezama Lima, Virgilio Piñera, José Rodríguez Feo, Eliseo Diego, Vitier...) prestaron sus firmas a esa epifanía restallante, mientras nombres valiosos como Gastón Baquero o Eugenio Florit preferían alejarse de las costas que Colón vislumbró tras un ramo de fuego. Volverían treinta o cuarenta años después, en forma de revelación para los jóvenes poetas que los leerían como parte indisoluble de una esencia nacional que, por aquellas fechas fundacionales, pareció fragmentarse entre los que se quedaban y partían. El fragor del momento pretextó el borrón con el cual quiso hacerse desaparecer a los que entraban al exilio, mientras Nicolás Guillén, El Indio Naborí, Carilda Oliver Labra, Félix Pita Rodríguez y otros de ya respetable edad y obra se mezclaban con los nuevos: José Alvarez Baragaño, Antón Arrufat, César López, Rafael Alcides, Georgina Herrera, Heberto Padilla, José Yanes, Pablo Armando Fernández, Miguel Barnet, Roberto Fernández Retamar y Fayad Jamis; todos ansiosos por firmar el poema que diera una fe exacta de lo que la Revolución les proponía.

La poesía, sin embargo, es siempre un género que emana de una suerte de disidencia. El poeta no habla con las palabras comunes, no desdeña la metáfora, no puede prescindir de las analogías más insólitas. No comprender esto arrojó, de vez en vez, un manto de discusión y silencio que también merece ser recordado, en tanto de esas pugnas se compone también el rostro de la poesía cubana toda. Si se generalizó en ese momento un decir poético en función de la masa, si se colectivizó el yo para dar expresión a la experiencia de todos, si el acento épico se repitió hasta saturar los oídos y las páginas, también aparecen en esos días voces disímiles, como las que centralizaron el grupo El Puente, o las que, como Lina de Feria, Delfín Prats y Luis Rogelio Nogueras, nacidos en los concursos para autores noveles, extendían otras cartas donde el lirismo, la posibilidad de la duda, un sentido lúdico veraz y un desembozado ánimo de polémica, se hacían presentes. La solución tomada sobre ellos fue generalmente la de atomizarlos y hacerlos desaparecer bajo el canto coral. Un error que ahora rectifican las editoriales y que el lector cubano del futuro no tendrá que cargar entre sus pretextos. Con todo, aún bajo el sólido empuje del conversacionalismo, empeñado en reducir los lenguajes del poeta a una cotidianidad a veces ramplona, aparecen nombres verdaderamente raros en el conjunto de los publicados por esas fechas, como Francisco de Oráa, Carlos Galindo Lena, Roberto Friol y Nancy Morejón. 

De ello se dolió la poesía en los setenta, cuando tomaron aspecto de ley determinadas normativas acerca de lo que debía escribir y no el escritor revolucionario. El apego al molde soviético de socialización preconizó fórmulas culturales que no siempre resultaron felices. Se exigía del poeta un optimismo porque sí, un rebajamiento de su subjetividad, que además condenó al silencio a varios autores que en la década precedente habían sido figuras respetadas y saludadas. La reducción que acarreó ese momento no empezaría a desaparecer hasta fines de esa década, cuando libros de Félix Luis Viera y algunos autores que procuraron en la naturaleza referentes metafóricos (un modo de hacer que alguien catalogó como "tojosismo"), flexibilizan los versos hacia un lector menos previsible. Los nuevos autores que irrumpieron en los ochenta exigirían no sólo que se desalmidonara el panorama de las letras que recibían como lectura diaria, sino que además propusieron nuevos cánones, en los que la tradición era rescatada, integrando a ella fragmentos arrebatados por muy distintas razones.

En los ochenta se produjo, pues, una revolución dentro de la Revolución. El país todo se estremeció bajo un proceso que alcanzó los estamentos más diversos del vivir nacional, y que supo expresarse desde la poesía y las artes plásticas, en principio, con una fuerza inusitada. Los estudiantes de las primeras graduaciones del Instituto Superior de Arte se lanzan a la calle con performances provocativos, pintando muros urbanos y provocando a la academia. La poesía y el teatro se enrolan en la aventura, y el estado de ánimo que todo ello produjo se encarnó en un momento de renovado ejercicio creativo. Lezama Lima regresa del ostracismo para que sus libros se alcen como brújulas, y con él, Orígenes y toda la tradición poética revisitada por Vitier en su fundamental ensayo Lo cubano en la poesía alcanza a ganar nuevo cuerpo en el decir desmañado, intenso, bruñido, procaz, oscuro o enceguecedor de la poesía que en ese entonces firmaron Reina María Rodríguez, Sigfredo Ariel, Emilio García Montiel, Carlos Augusto Alfonso, Antonio José Ponte, Teresa Melo, Ramón Fernández-Larrea, Alberto Rodríguez Tosca, Damaris Calderón, Raúl Hernández Novás, Ángel Escobar, Odette Alonso, Nelson Simón, Pedro Llanes y tantos otros. Una nueva coral, ahora ecléctica, disímil, pero animada en la fe de nuevos tiempos y nueva poesía, devolvía al yo del poeta su capacidad de duda, su ubicuidad cuestionadora, su participación desalmidonada en lo que ocurría en la Isla entera, arriesgándose a representar los desequilibrios de una generación ansiosa de nuevas experiencias que conjugaran lo político, el sexo, las espiritualidades y religiones más disímiles. Una Isla transformada de repente en debate crecido alrededor de sus propias respuestas al futuro.

Los años noventa, pese a ello, son de profundas crisis económicas, ante la caída del Muro de Berlín y la pérdida del apoyo del Este. Las editoriales que siempre respondieron tardíamente a las nuevas propuestas, se hunden en un silencio que alcanzó a hacer peligrar la vida de revistas que, como El Caimán Barbudo y La Gaceta de Cuba, devinieron espacios de legitimación para los noveles. En 1994, gracias a donaciones y gestiones solidarias, empezó a reanimarse el panorama editorial, y autores que desde la década pasada esperaban por la aparición de sus primeros libros, al fin pudieron palparlos: Juan Carlos Valls, Alberto Acosta-Pérez, Juan Carlos Flores, Rito Ramón Aroche, Rolando Sánchez Mejías... El momento, sin embargo, ya no es el mismo, y las coyunturas inesperadas de este tiempo en que son otras ya las perspectivas económicas, y entran en crisis discursos hasta ayer válidos, hacen que la poesía no gane, como sí la narrativa, la fuerza de un gesto escrito que dilucide y represente con inmediatez los avatares de una Isla siempre amenazada. El peso del mercado, y las apuestas que sobre el destino de Cuba se hacen desde el extranjero y aun en la propia nación, aceleran la entrega de volúmenes epidérmicos y de rápido consumo, junto a una literatura donde lo erótico parece ser la válvula de escape de quienes no desean asumir temáticas que exijan mayor hondura.

La poesía cubana, hoy, está a la espera de una nueva revolución en sus propias coordenadas. De cambios que surjan de ella, y de la conciencia de su circunstancia, y le reclamen una fórmula de participar que no se limite a la pasiva edición de un libro tras otro. Quizás lo más provechoso que heredamos de la década de los noventa sea la asunción de ese concepto abarcador de nuestras letras, al cual vuelven a integrarse Baquero, Florit, Buesa, Kozer, y tantos nombres más que desde las Cubas posibles del extranjero, dicen y piensan en cubano, acrecentando una pluralidad de ideas que puede ser leída como experiencia provechosa. Una antología reciente que reescribe el siglo xx desde la poesía en Cuba, Las palabras son islas, trata de cerrar las heridas y colocar ante la mesa común de la nación a todos los hijos suyos que, desde el ejercicio lírico, merezcan atención y estudio sincero. Mientras, los autores más jóvenes, varios de ellos inéditos, permanecen aún demasiado apegados a lo que sus predecesores inmediatos ya hicieron: sus conquistas son generalmente pequeñísimos avances y no entradas rotundas a esos campos literarios. Manejan referentes demasiado idénticos y descreen de una posibilidad generacional que los aglutine. Entre ellos, Javier Marimón, José Félix León y Liudmila Quincoses ya han escrito páginas dignas. De ellos y de quienes los persiguen, firmando textos aún desconocidos y quizás ya estremecedores y terribles, surgirá la revolución que la poesía tendrá que extraer siempre de sí misma, ahora que se abre todo un milenio y Cuba, la siempre fiel, cada vez más consciente de su peso, no quiere dejar de ser una patria poética segura.