Jornada Semanal,  domingo 8 de diciembre del 2002                 núm. 405

LOS MALOS ERAN LOS OTROS

Los niños, se sabe, viven en un mundo extraño. Si ese mundo es el de un niño clasemediero mexicano, podemos suponer que allí la policía es justiciera; los presidentes son hombres sinceros y hasta se confía en los médicos. Por supuesto la infancia tiene sus cosas: monstruos que viven debajo de la cama, maestros malvados y una que otra fobia. Cuando mi hermana era niña no había sonido en la Tierra que le inspirara más terror que el ulular de los apaches. Vivía asustada, porque no nos perdíamos ni uno de los programas de vaqueros que había en la tele. Recuerdo esas meriendas infantiles, sentados mis hermanos y yo frente al aparato con nuestras quesadillas en la mano y los vasos de leche sobre la mesa. ¡Cómo nos compadecíamos de los soldados ingleses y cómo admirábamos el porte fiero del general Custer!

Mi hermana, digo, sufría cada vez que se le acercaban los apaches y Custer se rizaba la guía del bigote con dedos que no temblaban jamás. Las flechas zumbaban, los toldos de los vagones dispuestos en rueda se cubrían de dardos y tomahawks; los niños colonos miraban con gesto de desamparo a sus heroicas mamás. Fue hasta la adolescencia que comenzamos a barruntar la verdad y con estupor supimos que Custer fue un asesino despiadado; Búfalo Bill un miserable serial hunter; los blancos fueron los primeros en quitarle el cuero cabelludo al prójimo. Además perpetraron muchas otras vilezas, cuyas rebabas infames padecen todavía ahora los indios de Estados Unidos.

Discernimos que allí donde la reina Victoria –y otras testas coronadas de su calaña– había metido las zarpas voraces y enguantadas, las víctimas habían sido los otros: los rebeldes cipayos que en la India se habían rebelado contra las tropas de Su Majestad y que Kipling pintaba con iracundo desprecio; los Boxers, esos "Puños celestiales" que en nuestras cabezas pueriles eran como un ejército de Fu Man Chús, misteriosos y malvados; y no digo ya nada sobre los africanos, víctimas de los belgas insaciables, de los portugueses, los ingleses, los franceses, en fin, de Europa, siempre calumniados. En los programas babosos de mi niñez salían vestidos con faldas de pasto, irredentos devoradores de misioneros y muchachas güeras. Siempre acababan sus vidas hundidos en las arenas movedizas que los rubios exploradores sabían, invariablemente, esquivar.

Todo era confuso. Pimpinela Escarlata era uno de mis libros favoritos. Como recordará el lector, el tal Pimpinela rescataba a los nobles franceses en trance de ser llevados adonde Mademoiselle Guillotina y los contrabandeaba a Inglaterra. Allá siempre se les recibía con una gran fiesta. Las descripciones de los revolucionarios franceses no podían ser más maliciosas: los ciudadanos usaban levitas grasosas, eran maleducados, dueños de cierta astucia cruel y masticaban con la boca abierta. En cambio Pimpinela y sus amigos eran la flor de la nobleza, bailaban con gracia y se resignaban a estar lejos de sus palacios siempre y cuando pudieran cazar algunas liebres. Si le añadimos a esta mezcla el haber sido educada en un colegio de monjas en el que el nombre de Benito Juárez era anatema, y donde una inefable maestra de Civismo nos advirtió que en los países comunistas los niños "comían los chícharos con cuchillo" (frase inescrutable que aún no descifro), imaginará el lector que yo vivía con cara de pasmo. Pero en la secundaria, una a una las imposturas cayeron por su propio peso, sin necesidad de revelaciones metafísicas. Los malos fueron, en realidad, los Cruzados, me enteré por el diáfano Stephen Runciman. Los cipayos fueron atados a las bocas de los cañones por soldados ingleses que luego de disparar y dejar pedazos de gente regados por todas partes, se iban a tomar el té. Si no hubiera existido Juárez, ciertos clérigos mexicanos que han mandado destruir obras de arte y que defienden a los narcotraficantes, serían aun más prepotentes. Cuando en prepa leímos el muy discutible pero inspirado Para leer al Pato Donald de Mattelart, decidimos que los niños a quienes nosotros educáramos no verían nunca una película de Disney. Fracasamos, claro, y hubo que comprar Sirenitas, Aladinos, Hércules y demás.

Aunque eso sí, los niños de nuestra familia han sido criados en la desconfianza por el gobierno. Y está bien, porque ¿cómo le haríamos luego para explicarles la negligencia criminal y misógina –tan infame que seguramente pasará a la historia– del gobernador de Chihuahua?