Jornada Semanal, domingo 8  de diciembre de 2002           núm. 405

NMORALES MUÑOZ

BELICE

Quizás sea con esta obra, con temporada en el Teatro Orientación, que se ha inaugurado un nuevo ciclo dentro de la dramaturgia de David Olguín. Del pequeño formato y preeminencia psicológica de sus primeras obras (La representación, La puerta del fondo), Olguín ha pasado por el divertimento iconoclasta (Bajo Tierra), hasta aterrizar, década y media después, en un estadio en el que parece moverse a placer: el largo aliento narrativo. Sin embargo, hay que precisar que pese a haber adoptado un nuevo modo de expresión en el relato, Olguín no parece abandonar algunas de sus mayores obsesiones autorales: la recuperación de más de un episodio de la mitología, casi siempre relacionado con lo ineludible del destino; la desarticulación del yo protagónico en varias voces contrastantes; y la perspectiva irónica desde la que vislumbra conflictos existenciales en personajes ciertamente crepusculares. Todo lo anterior, y bastante más aun, cabe dentro del universo de la obra galardonada con el Premio Nacional de Dramaturgia Baja California en 2001. 

La base anecdótica de Belice recuerda uno de los motivos más recurrentes en la ficción mexicana contemporánea: el viaje interior de un protagonista masculino a partir del encuentro con un pasado oscuro, revelado en la búsqueda de la figura paterna ausente –desde el paradigmático Pedro Páramo rulfiano en la novela hasta El camino rojo a Sabaiba de Óscar Liera en la dramática. Olguín se estaciona en este punto de partida y desde allí emprende una narración plena de ambigüedades, quizás la más abiertamente simbólica de cuantas se le conocen hasta el momento. La travesía iniciática de Juan nos es presentada como un alambicado sistema de coordenadas, en el que caben la fragmentación de la línea cronológica del relato y la desconstrucción del protagonista en dos entidades de hecho indisolubles: tanto el joven que se rebela ante su asfixiante realidad presente (Rodrigo Espinosa) como el adulto que busca atar el último cabo de su pasado para consolidar su personalidad (Daniel Giménez Cacho) se confunden con la figura del propio padre desconocido, alimentando la perífrasis con la que Olguín entremezcla lo onírico y lo cotidiano, pasado y presente, lo diáfano y lo simbólico. Esta yuxtaposición de contrarios presente en toda la trayectoria del principal se enriquece con la participación de una peculiar galería de secundarios, emparentada en su mayoría con arquetipos plenamente identificables. Tanto Rosa Turnaffé (Laura Almela), puta redentora con innegables reminiscencias bíblicas, como la trilogía diabólica a cargo de Joaquín Cossío, se insertan perfectamente dentro del lóbrego contexto y enfatizan que lo verdaderamente importante para el autor no es el destino final de la travesía, sino lo sucedido durante su desarrollo, el crecimiento interno del personaje. Entendiendo estas particularidades, quizás pudiera decirse que el mérito más importante de Belice sea el haber creado un universo poderoso y estimulante pese a su origen intrincado, un texto que se sostiene gracias a la impronta de humor negro con que se barniza y aligera la carga del discurso, a la agilidad de los diálogos, al sólido dibujo de los personajes.

Es el propio dramaturgo quien se encarga de la puesta en escena. Olguín decide que la mejor manera de transmitir la esencia de su texto es el subrayado de la intensidad del viaje de Juan, por lo que prescinde de cualquier pirotecnia escénica y se concentra en lo estrictamente actoral. Sin embargo, o hay una confusión entre austeridad y sordidez (una sordidez malentendida, en dado caso) o un terrible descuido en el diseño del montaje. La escenografía de Gabriel Pascal viene a ser representativa de esta falencia: un solo telón de lámina, con pequeñas variaciones, aparece por igual en los tres distintos ámbitos. Una solución que hubiera sido muy aleccionadora por su economía de recursos de no ser porque dicho telón es sencillamente horrible (la justificación de esa supuesta "sordidez" en la historia no basta), alcanzando su más alto nivel patético en la parte del aeropuerto, reducido así a mero puesto callejero de fritangas. Aunado a un diseño simplista de la iluminación (salvo en la escena de la barca, la más lograda en este sentido), el conjunto de la escenografía desmerece terriblemente ante los demás aspectos del montaje.

Belice es una obra para actores, en la medida en la que son los personajes y no la trama los que la sostienen. Joaquín Cossío sale avante de su propio tour de force con base no tanto en la diferenciación sino en la organicidad. Daniel Giménez Cacho se desapega con ironía de lo intenso de Juan adulto y entrega una caracterización contenida, disfrutable en su sobriedad. Quien acusa falta de oficio es el Rodrigo Espinosa como Juan joven, sobreestimando sus estímulos y tensando una línea uniforme de estridencia, casi desprovista de matices. Hasta Laura Almela parece contagiarse de esta vehemencia en la primera escena como la Mamá, pero vuelve a hacer gala de su capacidad como Rosa Turnaffé.