262 ° DOMINGO 29 DE DICIEMBRE 2002
La familia Hernández Bonola: unos en Chalco, otros en Nueva York
Una Navidad binacional

ALBERTO NÁJAR Y MARCO VINICIO GONZALEZ

Cuando los hijos se van, la vida de los padres mejora. Desde que sus tres vástagos se marcharon al norte, Amalia y Heriberto levantaron la barda al frente de su casa y pusieron una tienda. Pero los cambios tienen un costo: en estas fiestas, la familia estuvo otra vez dividida. Los hijos, Juan Carlos, Javier y José Manuel, decidieron quedarse del otro lado, porque regresar de “mojado está cabrón”. No pierden la esperanza. Pero Juan Carlos dice que vendrá cuando pueda hacerlo “sentadito en un avión, legalmente”

Teresa y Carlos. Qué lejos estoy del Chalco donde he nacidoCHALCO, ESTADO DE MEXICO Amalia Bonola no sabe qué es la Operación Guardián ni entiende nada de la sofisticada tecnología con la cual Estados Unidos vigila su frontera sur.

Lo único que entiende es que esta Navidad ninguno de sus tres hijos pudo venir de Estados Unidos a pasar las fiestas con ella y su esposo, Heriberto Hernández, por miedo a no poder regresar.

“Me habló Juan Carlos, el primero que se fue, para avisarme que no iba a venir porque estaba muy difícil el cruce”, cuenta en su casa de Chalco. “Yo tenía muchas ilusiones de que ahora sí íbamos a estar todos juntos, como antes, pero ni modo. Ya será otra vez”.

Fue una Navidad “tristona”, confiesa Doña Amalia, porque el dinero que mandaron sus hijos para preparar la cena de Nochebuena se gastó en la reparación de la máquina tortilladora que su esposo compró hace unos meses, y que la semana pasada “se amoló”.

No hubo pescado ni revoltijo, los platillos que solía cocinar por estas fechas. El dinero alcanzó para unos cuantos jarros de ponche con piquete que la pareja compartió con sus vecinos.

Pero ni la fogata que encendieron a mitad de la terregosa calle donde viven les calentó el ánimo.

Se acostaron temprano.

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Las cifras oficiales indican que un millón 500 mil mexicanos cruzaron la frontera para pasar con sus familias las fiestas de fin de año, una cantidad menor a los 2 millones 500 mil que en 2001 regresaron al país.

Muchos volvieron a México ante el clima de persecución que se desató tras el ataque terrorista a las Torres Gemelas de Nueva York, lo cual endureció aún más la vigilancia en la línea fronteriza con México. Muchos de quienes en el 2001 viajaron a nuestro país no pudieron regresar, o lo consiguieron con serias dificultades.

Por eso es que, en la Navidad pasada, el número de mexicanos que prefirieron quedarse fue mayor, entre ellos Juan Carlos, Javier y José Manuel Hernández Bonola, los hijos de Amalia y Heriberto.

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La fiesta empezaba temprano.

Como a las cuatro se destapaban las primeras cervezas que daban pie a la música, a todo volumen, en el radio de la familia.

A las seis se quemaban los primeros cohetes y de ahí para adelante “los muchachos no paraban hasta la cena”, recuerda Amalia.

Luego, después de brindar a medianoche, todos salían a la calle para platicar con los vecinos. “Era un relajo, venían muchos chavos a jugar con mis hijos”, cuenta Heriberto. “A veces nos amanecíamos con las amistades”.

Todo cambió el 31 julio de 1998, cuando Juan Carlos se fue al norte.

“Yo tenía la idea de irme y ganar unos centavos, pero él me decía: ‘mira, mejor me voy yo que estoy nuevo y aguanto más’”, recuerda Heriberto. “No estaba muy convencido pero lo dejé ir”.

Juan Carlos tardó un periodo de 15 días en llegar a la ciudad de Nueva York, donde lo esperaba un antiguo compañero de la escuela secundaria que le consiguió trabajo en una tintorería. Luego se fueron sus hermanos, la esposa de Juan Manuel y Teresa, la novia de Juan Carlos.

Heriberto y Amalia se quedaron solos. “No tenemos más familia aquí, todos están en Veracruz.”

–Y ahora sus hijos sí querían venir.

–Creíamos que a lo mejor podrían –dice Amalia–. Pero ya ve, con eso de los terroristas, se puso más difícil.

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La familia Hernández Bonola es originaria de Playa Vicente, un pueblo cercano a Coatzacoalcos, Veracruz.

Hace 25 años emigró a la capital, donde vivió en San Juan Ixhuatepec, hasta 1984, cuando la explosión de las gaseras la ahuyentó. Se mudó a Chalco, donde “no había nada, ni luz, ni agua, ni drenaje”, recuerda Amalia. La familia vivía en un par de cuartos de tabique.

Heriberto vendía cloro a domicilio, pero el dinero no era suficiente.

Por eso pensaba en irse al norte. “Pero ya ve, mejor se fueron los muchachos”.

Carlos y Javier viven en Nueva York, mientras que José Manuel y su esposa radican en Carolina del Norte, donde nació el menor de sus tres hijos. Los primeros no tienen familia, aunque viven en unión libre con sus parejas.

Es algo que no tiene muy contenta a doña Amalia.

“Ya les dije que cuando regresen se tienen que casar, porque así no pueden vivir. Nosotros no somos casados, y una vez, hace años, le pidieron a Juan Carlos en la prepa el acta de matrimonio, y como no la teníamos se enojó mucho. Por eso les dijimos: para que no les hagan lo mismo sus hijos, ustedes sí se van a casar.

–Oiga doña Amalia, ¿y sí quieren casarse?

–No. Pero ya veremos.

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Para Amalia y Heriberto la migración de sus hijos les mejoró un poco su vida.

Con las primeras remesas construyeron una barda de piedra al frente de la casa, que durante 20 años estuvo sin protección alguna.

Luego pusieron una pequeña tienda de abarrotes donde venden sobre todo refrescos y dulces. Y después empezaron a construir dos habitaciones más que harán las veces de sala y cocina. No las han terminado porque a don Heriberto se le ocurrió una idea.

“Yo veía que los dueños de tortillerías tenían coches, casas grandes, se vestían con buena ropa y comían bien. Entonces me dieron ganas de poner un negocio. Hablé con mis hijos y me dijeron: ‘si quieres, órale’”.

Heriberto consiguió una tortilladora usada que paga con la ayuda de sus hijos. Luego rentó un local cerca de la autopista a Puebla y en abril arrancó su empresa.

No le ha ido tan bien como esperaba, pues la máquina se descompuso dos veces. La última, antes de Navidad.

“Estaba sacando las tortillas chuecas porque los comales rozan unos con otros, pero ya la desarmé toda para ver qué tiene”.

–¿Y usted sabe cómo repararla?

–No, pero pos me aviento.

Finalmente, la máquina no se reparó a tiempo. Y Heriberto no quiso echar mano del dinero que le guarda a sus hijos porque no quiere que, al volver, se encuentren con las manos vacías. Por eso tampoco han terminado de construir su casa, que sigue con piso de tierra, sin puertas, enjarre ni pintura.

No lo dice abiertamente, pero en el fondo se trata de mantener viva la esperanza de su regreso. Por eso aceptaron pasar una Navidad medio tristona.

Es el precio de la ausencia.

Los que se fueron

Nueva York.– A pesar de la costumbre, en esta ocasión, Carlos no se unirá al millón y medio de compatriotas suyos que viajan de regreso a México para las fiestas decembrinas.

“Prefiero mandar la feria a mis jefes, pa’ salir de broncas”, dice.

En un pequeño apartamento en el sur de El Bronx, una de las zonas más pobres de Nueva York, donde se han establecido muchos mexicanos llegados a esta ciudad durante la última década y media, viven Carlos y su esposa Teresa Trujillo.

Ellos comparten casa con otros cinco paisanos, tres de su barrio en el estado de México y dos de Puebla.

Entre una máquina de hacer pesas, la computadora, el estéreo y la cama, estos jóvenes de Chalco platicaron con Masiosare sobre las razones que les impiden ir a México.

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Hace cinco años, Carlos llegó a Nueva York, como parte de un visible cambio registrado en el patrón migratorio de los mexicanos a Estados Unidos, tradicionalmente dirigido a California, Illinois o Texas.

A su llegada, él trabajaba más de 12 horas diarias, seis días a la semana, planchando ropa en una tintorería de Queens, en donde ganaba 230 dólares a la semana. Esto, en una ciudad donde rentar un apartamento de dos recámaras cuesta alrededor de mil 500 dólares al mes.

“Cuando te vienes, todo mundo te habla de dólares”, dice, “pero nadie te dice que hay que pagar renta, luz, teléfono, y que conseguir una buena chamba, está cabrón”.

En esto Carlos tiene razón. La semana pasada, el Departamento del Trabajo del estado de Nueva York reveló que la ciudad alcanzó este mes su nivel más alto de desempleo (8%) en los últimos 10 años.

Por si fuera poco, 62 mil trabajadores neoyorquinos se quedarán sin ingresos a partir del 28 de diciembre, sumándose a los 182 mil trabajadores que perdieron su derecho a recibir el seguro de desempleo y continúan sin poder trabajar desde junio pasado, de acuerdo con el Proyecto de Desempleo de la Ciudad de Nueva York.

No obstante, aunque con menor intensidad, continúa el éxodo de mexicanos –sobre todo poblanos– a la Gran Manzana, donde se hallan por todas partes: en la industria de la construcción, los textiles y el trabajo doméstico, en oficinas y hasta en la prostitución, pero principalmente en los servicios turísticos, que sostienen la economía local.

Ahora Carlos gana 600 dólares semanales, por 40 horas de trabajo. “Pero tuve que chingarme cinco años, y bien raspaditos, para tener lo poco que tengo”.

Con todo, “lo que gana Carlos no alcanza”, dice Teresa –de 21 años, uno menos que su pareja– con mal disimulado desdén.

Carlos recuerda que desde los seis años, con su padre solía recorrer en un triciclo “las polvorientas calles de Chalco”, vendiendo cloro, “a todo pulmón”. Quince años después, sigue trabajando duro.

–Para que mi jefa levante su casa –afirma orgulloso.

Sus envíos de dinero forman parte de los 10 mil millones de dólares que entran como remesas anualmente a México, esos sí, sin problemas para cruzar la frontera.

Cruzar de mojado “está
de la chingada”

Además de la razón económica, hay otra para no ir a México: “Cruzar la línea de mojado está de la chingada”, afirma Carlos, con la certeza que da la experiencia.

Le asiste la razón. Hasta el pasado mes de noviembre, tan sólo de este lado de la frontera han muerto 325 personas en el cruce; 15 de ellos niños, según el Servicio de Inmigración y Naturalización (SIN).

De 1994 a la fecha, esta cifra llega a 2 mil 200 muertos. Lo que equivale a un muerto por cada milla de la línea.

Carlos vino por primera vez a Nueva York, “nomás para ver qué onda. Porque yo allá no me la pasaba tan mal, pues tenía chamba. Además, iba a la escuela”, una oportunidad que no tuvieron mis padres, “ellos no saben leer ni escribir”.

“De todos modos, para nosotros estas fiestas navideñas no son la gran cosa”, afirma, frunciendo el ceño, Teresa. Y agrega: “Aunque lo mejor de todo esto es que en Navidad y Año Nuevo nos dan el día libre, y eso está bien, porque aquí, en el cuarto, nos la pasamos chido”.

En tono jocoso, Carlos remata la idea: “Y lo más importante: el pomo, unas chelas, y se arma”.

“Mándame traer”

Amalia y Heriberto. En la recámara de los hijos ausentesTeresa llegó a Nueva York hace apenas dos años. Desde los seis comenzó a trabajar limpiando casas en la colonia Solidaridad, en Chalco.

“Tenía que ayudar con los gastos de la casa, para que pudieran ir a la escuela mis cuatro hermanos”, explica.

Su papá, Pedro Trujillo, es diablero en la Central de Abastos del DF.

–Aunque a veces no trabaja– confiesa Teresa en voz baja. Y añade: “Pero no me importa. Porque así él está más tiempo en la casa y cuida mejor a mi mamá, que está enferma”.

La madre de Teresa, Merced Vázquez, y el padre, se mudaron primero a Ecatepec y luego a Chalco, hará cerca de 30 años. Ambos venían de Veracruz, ella de Jalapa y él de Córdoba.

Menuda y de aspecto vivaracho, Teresa recuerda con emoción el día en que sus padres le dieron la bendición de despedida, en la Central de Autobuses del Norte, “sin llorar, como yo se los pedí”. Decidió irse porque Carlos mandó por ella.

“Nos conocíamos desde chavillos. Siempre fuimos buenos cuates. Pero le había perdido la pista, aunque sabía que andaba del otro lado”.

–Yo ya no podía con la carga de mantener a mis hermanos –confiesa, visiblemente afectada.

Un día, Carlos habló desde Nueva York: “Le dije mándame traer... neta, no estoy jugando. Yo luego te pago”, recuerda Teresa.

–Me costó 2 mil dólares –dice Carlo, en alusión al traslado, con todo y coyote.

“De que se muera uno a que se mueran dos...”

Carlos y Teresa cruzaron la línea en una segunda ocasión.

Llegaron a Tijuana. Al no encontrar al coyote “tuvimos que pagar el primer día de hotel... cosa que se supone que no debe suceder”, dice Carlos.

Y esto no habría de ser lo peor. En más de una ocasión el coyote extravió el rumbo y vinieron las caminatas en círculo, las espinas de los pequeños matorrales, el incendio de la sed, el hambre, la alucinación. Además, la migra los deportó tres veces. “Estuvimos a punto de madrear al coyote”, cuenta Carlos.

Luego vendría el extremo de la fatiga. “Ya habíamos dado las nalgas. Yo arrastraba los pies, con la lengua de fuera, y el calor era insoportable... tú no sabes”, explica el muchacho.

“Una señora que venía en el grupo se negó a dar un paso más –continúa–; chingue su madre, me dije, ya ni pedo. La señora se quedó atrás. Se quedó, se quedó, se quedó. De que se muera uno, a que se mueran dos...”

Luego de muchas peripecias, dos semanas más tarde llegaron a Nueva York.

Una vida muy gacha

Carlos y Teresa repudian su condición de indocumentados, pero no creen en la posibilidad de una amnistía. “A los mexicanos está cabrón que nos la den. Tú sabes, si anuncian que nos van a dar una amnistía, de volada se descuelgan pa’cá todos los poblanos”, afirma Carlos.

Ambos dicen que sí les interesa la idea de poder ir y venir a México.

–Pero sentadito en un avión, legalmente –afirmó él, arrellanándose en su asiento.

“¿Quedarme a vivir aquí y tener hijos? Para nada. Porque la vida acá es muy gacha...”, concluye Teresa.