Jornada Semanal,  29 de diciembre de 2002           núm. 408

ANA GARCÍA BERGUA

CORAZÓN DESTILADO

"Una única fórmula existe para romper el corazón, metafóricamente roto a pedazos por la pasión o convertido en líquido transparente para servirle de espejo. Esa posibilidad podría formularse diciendo que ciertos modos de morir hacen de la muerte un líquido, es decir, la convierten en duración y en purificación."

El corazón de la poesía de Sor Juana, aquel que se destila en lágrimas para convencer al amado de la veracidad del sentimiento, el corazón de la medicina moderna, el que se parte y se opera de tan distintas formas, al que se le abren válvulas, canales, periféricos para que no deje de bombear la sangre a los pulmones, el corazón al que aludimos al decir que alguien es nuestro corazón, corazón mío, el que se nos rompe cuando la persona a quien amamos nos deja, cuando se muere, o cuando ya no podemos vivir más, porque la propia vida puede ser algo que parta el corazón. Qué sitio tan misterioso es ése, tan venerable; una pequeña caja de música protegida celosamente por la membrana llamada pericardio y las costillas y, en la que han cabido tantos siglos de poesía y otra vez de música, en la que se han cocinado todas las pasiones. No de balde la medicina tardó tanto en permitir que un corazón vivo y latiente se operara, se tocara siquiera: hubiera sido como intervenir el alma, y la verdadera muerte sobreviene cuando el alma –el corazón– se rompe. Tantas cosas es el corazón. Por eso quizá, una de las cosas que piensa Nora García, la protagonista de El rastro de Margo Glantz, al acudir al velorio de Juan, su ex exposo, y ver expuesto el cadáver en su ataúd de madera clara con remaches dorados, es que su corazón ya no late, que la sangre ya no circula en aquel cuerpo, y eso es pensar ya muchas cosas, tiene muchos significados, como que los movimientos de la pasión han cesado, o que ya no hay un lugar a dónde dirigir el amor, un corazón que lo reciba y lo bombee y lo purifique, aunque sea un amor que el lector supone ya antiguo, lastimado, formado de ecos, de sentimientos destilados por la memoria, como si fuera música.

"Una buena interpretación musical quizá demuestre la más profunda sinceridad del sentimiento, el sentimiento verdadero que nace en el corazón, el sentimiento que un artista logra transferir a los sonidos, un sentimiento que conlleva algo personal pero que a la vez lo sobrepasa. Lo sabemos perfectamente: en la interpretación de una obra musical se modula la voz del corazón (la voz universal del corazón), de otra forma, la interpretación sería inane, totalmente vacía, estéril y perversa."

El rastro está formada de muchas voces, si bien es siempre la violonchelista Nora García quien las hace resonar en la narración, como si interpretara una sonata o una cantata en la que se suceden distintos temas, se matizan, se retoman, o dan lugar a otros nuevos para volver al principal. Son las voces de ella misma en el velorio y en el cementerio, frente al cadáver; es la voz monótona de otra mujer que insiste en relatarle los últimos días de Juan en el hospital, es el recuerdo de Juan, el pianista y director de orquesta con el que Nora estuvo casada y tuvo hijos, hablando en ese mismo salón de la casa campestre donde lo están velando, junto a sus pianos, sus violines, sus partituras. La docta voz de Juan narra, en la memoria de Nora, infinitas anécdotas de Bach, de los afanes de copista de partituras de Rousseau, de los castrati y sus voces infantiles apresadas en el cuerpo de un hombre crecido, de las sonatas para piano de Schubert, de Gould, de Richter o, incluso, de las operaciones de corazón. A través de todas esas voces, la anécdota apenas se sugiere: nunca sabemos bien cómo fue la separación entre Nora y Juan (quien, se dice, la abandonó junto con sus hijos), ni sabemos en qué consiste exactamente el desenfreno al que Juan después se entregó. Muchas cosas suponemos a raíz de su corazón físicamente destrozado por el alcochol y el tabaco, por el joven que se suelta a llorar desconsoladamente en el entierro, o la mujer que tanto sabe sobre sus últimos días, pero en realidad, como dice Nora, como siente Nora, nadie sabe a quién darle el pésame, en medio de esa multitud de funcionarios culturales, colegas, mujeres elegantes, mujeres del pueblo. Y lo anecdótico, en sí mismo, no es lo más relevante, puesto que da la impresión de que El rastro busca acercarse más a una forma de expresión que no es propiamente narrativa, sino, como dije, más cercana a la música, puesto que indaga en el origen de los sentimientos y en su autenticidad. El rastro es más similar a una canción. La vista del cadáver, los olores (un olor a moho que persiste, que la persigue), las intrigas de los dolientes –hay tal cosa–, y las múltiples ceremonias en que consiste la despedida y el entierro de un artista apreciado, incluso las vestimentas de los personajes, descritas siempre con un detalle obsesivo, son como las notas que desencadenan en Nora un dolor inconmensurable, aquella música que la violonchelista nos entrega en lágrimas, pura y lograda, interpretada con maestría por la escritora Margo Glantz.

El rastro, publicada este año por Anagrama, resultó finalista del Premio Herralde de Novela.