265 ° DOMINGO 19 DE ENERO DE 2003
El campo en tiempos de abandono estatal
Dios y el oso

LUIS HERNANDEZ NAVARRO

El campo no es, como aseguran nuestros tecnócratas tricolores o blanquiazules, un lastre del pasado sino una reserva del futuro. Allí se producen no sólo alimentos, también servicios ambientales, agua, recreación, tecnología alternativa, modos de vida y cultura. Y son los campesinos de carne y hueso quienes los generan y reproducen.
Su supervivencia requiere de una política comercial distinta, que garantice la pervivencia de una agricultura con campesinos. No en balde los países desarrollados cuidan y protegen su agricultura.
Desde las ciudades no podemos dejar solos a los miles de campesinos que hoy se encuentran en lucha. Su suerte es nuestra suerte, su desdicha es la nuestra
 

Ilustración de Rosario Mateo CFUE JORGE CASTRO, un viejo ejidatario de los valles Yaqui y Mayo, organizador de tomas de tierra y de empresas autogestivas, quien, en 1992, contó la anécdota frente al presidente Carlos Salinas de Gortari y parte de su gabinete:

Un leñador que trabajaba en el bosque es, de repente, atacado por un oso. Ve a los lados, en busca de ayuda. No tiene éxito. Está solo; no hay quien lo auxilie. Mira entonces al cielo y dice: “Diosito, si no me vas ayudar, por lo menos no te pongas del lado del oso”.

Eran tiempos difíciles para el movimiento campesino. Bajo la bandera de la modernización, la libertad y una nueva relación entre el Estado y la sociedad rural, y a cambio de una oferta de bienestar y desarrollo para un hipotético futuro, el gobierno había golpeado severamente décadas de conquistas sociales en el campo. Y, aunque para los agricultores lo peor estaba aún por venir, todavía había para algunos la esperanza de que el Leviatán, cuando menos, no abdicara de sus responsabilidades.

El mensaje de Jorge Castro al gobierno federal fue muy claro para quien lo quiso escuchar: las grandes corporaciones agropecuarias, amparadas en el libre mercado, se disponían a devorar el mundo campesino y el gobierno debía definir del lado de quién estaba.

Hoy sabemos el final de la historia. A juzgar por las protestas, el Estado mexicano se puso del lado del oso y en contra del leñador.

Las cachuchas

En la Europa medieval los siervos usaban túnicas con el escudo de su señor feudal. Hoy, los agricultores usan cachuchas con el logo de sus amos empresariales. En los campos de cultivo, los sombreros han dado paso a gorras con el símbolo de Pioner, John Deere, Cargill o Monsanto, de la misma manera que los jugadores de futbol adornan sus uniformes con anuncios de bebidas gaseosas. Ellos son los nuevos patrones; los campesinos –pero también los consumidores urbanos– ciudadanos de las corporaciones.

Muchas de estas trasnacionales ya estaban en estas tierras desde antes del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), pero su presencia y ascendiente se incrementaron con una rapidez asombrosa después de su aprobación. No sólo se dedicaron a vender semillas e insumos, rentar tierras y a convertir en peones a los campesinos, sino que comenzaron a recibir subsidios gubernamentales (Cargill con el maíz de Sinaloa y Monsanto con el algodón) y a cambiar los gustos de los consumidores.

Siguieron fielmente los consejos que en marzo de 1991 les daba William L. Davis, ministro consejero para Asuntos Agrícolas con México. “No esperen al mañana –decía el funcionario–; vayan y atraviesen el pie en la puerta. El mercado es grande y está en crecimiento. Realmente no deberíamos tener competidores en ese mercado, dada nuestra ubicación. Debemos tenerlo para nosotros”. El señor Davis fue escuchado por sus paisanos, que atravesaron el pie en la puerta del libre comercio mientras nuestros funcionarios metían la pata en las negociaciones.

Tres grandes conglomerados trasnacionales (Nestlé, Philip Morris y Unilever) dominan cada vez más el mercado mexicano de alimentos, mientras tratan de convencernos de que comer es divertido. Dos de las tres principales compañías avícolas (Tyson y Pilgrim’s Pride) que operan en México son filiales de empresas estadunidenses. Otras tres (Suez, Vivendi Universal –también dedicada al lucrativo negocio de las armas– y RWE) controlan lo que la revista Fortune asegura que será “en el siglo XXI lo que el petróleo fue durante el siglo XX: el negocio del agua”.

El oso de Jorge Castro no sólo devora pequeños agricultores, sino, también, a exitosos hombres de empresa. Los empresarios nacionales son, cada vez más, una especie en extinción. Gamesa, la compañía de comida chatarra más grande de México, fue comprada por Pepsico. Muchos grandes ganaderos, entusiastas defensores del TLCAN en el momento de su firma, parecen hoy plañideras en búsqueda de consuelo.

Mientras tanto, en las grandes ciudades proliferan las franquicias de alimentos estilo McDonald’s, Kentucky Fried Chicken y Domino’s Pizza; y grandes almacenes, como Wal-Mart, Costco y Sam’s Club, controlan amplias franjas del mercado al menudeo.

Somos lo que comemos

El secretario de Agricultura, Javier Usabiaga, defendió el TLCAN diciendo que a él le gustaba comer un poco de chicharrón todos los días. Como en Estados Unidos las pieles de puerco no son muy preciadas como snack, nos las mandan a precio de regalo, al igual que hacen con muchas otras partes del animal. Los porcicultores mexicanos han denunciado sistemáticamente que muchas de esas importaciones no cubren condiciones mínimas de sanidad. Pero al Rey del Ajo no parecen preocuparle mucho las advertencias. Seguramente piensa que responden a la mera búsqueda de protección comercial.

¡Cuánta diferencia con lo que sucede con nuestros vecinos del norte! La historia es conocida: una epidemia de hepatitis se propagó entre estudiantes del estado de Michigan después de que éstos consumieron fresas en sus almuerzos escolares. Meses después, una investigación determinó que éstas provenían de México. El estudio indicó que las prácticas y medidas antihigiénicas en el Valle de San Quintín fueron las responsables de la contaminación. En Estados Unidos se armó un sonoro escándalo.

¿Podemos imaginar una campaña nacional en contra de alimentos contaminados provenientes de Estados Unidos similar a la desatada en contra de México por el asunto de las fresas? ¿Sería posible organizarla cuando la infraestructura de vigilancia sanitaria en el país es claramente insuficiente para detectar posibles importaciones de comida en mal estado?

A comienzos de este año, las autoridades de California ordenaron la matanza de un millón de gallinas ponedoras y una cuarentena como resultado de una grave epidemia. El gobierno mexicano decidió cerrar la frontera durante 15 días a la importación de pollo, huevo y sus derivados sólo hasta que Canadá decretó un cierre total, pero el secretario de Agricultura, quizás porque se trata de un asunto de aves, no ha dicho “ni pío” sobre el asunto.

El 24 de septiembre de 1997, un grupo de 80 congresistas estadunidenses señaló que la ampliación del comercio con México y otros países representa una amenaza a la salud alimentaria de su país. Dos días después, el entonces presidente Bill Clinton tuvo que admitir que ésta provenía no del exterior sino de los alimentos producidos en su país.

Las denuncias sobre problemas de higiene con la comida estadunidense son abundantes. El 25 de septiembre de 1997, Corea del Sur reportó que había encontrado la bacteria Ecoli en un cargamento de res congelada de 18 toneladas importada de Estados Unidos. Según las autoridades de este país, 20 millones de libras de pavo, res y puerco fueron retiradas del mercado estadunidense entre 1990 y 1997 porque se detectaron bacterias u otros contaminantes.

¿Quién garantiza que una parte de esos alimentos enfermos no se han vendido en nuestro país? ¿Nuestro sistema de aduanas? ¿Nuestros improvisados inspectores? ¿Para que el secretario Usabiaga siga disfrutando del chicharrón made in USA hará falta que la salud de los mexicanos esté en peligro?

Nuestras ventajas comparativas

Sucedió al terminar 1982, pero ha seguido pasando vez tras vez y año tras año con grupos campesinos de todo el país. Los maiceros de Nayarit, cosechadores del grano durante décadas, retuvieron su cosecha hasta que se les pagara más por ella. Una comisión se trasladó a México para entrevistarse con los funcionarios de Agricultura.

–Sabemos bien que no es costeable la siembra de maíz –les dijo un encorbatado y elegante funcionario–; cambien a otros cultivos más rentables.

–Lo más costeable es la marihuana –le respondió uno de los ejidatarios. Y añadió: “Si nos garantizan que tendremos mercados sin problemas, nos dedicamos a su cultivo”.

–Noooo –reviró el funcionario sobresaltado–; me refiero a que siembren papá, lechuga, tomate...

–Tenemos problemas de agua –contestaron los campesinos–; en Jomulco tenemos tres pozos sin funcionar... liberen el precio del maíz.

Hasta allí llegó la discusión. Las protestas se reanudaron.

Veinte años después, muchos de esos productores siguen sembrando el grano y alimentándose, como lo hacen millones de familias rurales, con la dieta T: tacos, tortillas, tamales, totopos, tostadas, tlacoyos, todos elaborados con maíz.

Irónicamente, mientras aquí los funcionarios se empeñan en convencernos de que está bien que nos trague el oso de Jorge Castro, o sea, que los campesinos produzcan el tomate y los pepinillos que nuestros vecinos se comen en sus hamburguesas y que importemos la carne y el trigo que les ponen a las nuestras (cuando podemos comerlas); esa dieta T, así sea en su versión texmex, es cada vez más famosa en el Primer Mundo.

Y es que resulta que, además del subcomandante Marcos, la imagen de México en el exterior está marcada por su comida, y, por supuesto, por su bebida. Si nuestro país tiene un rostro en el extranjero, ello se debe, no a su cine (cada vez mejor), ni a las botas de Vicente Fox, y mucho menos a sus futbolistas; sino a sus alimentos, al tequila y a la cerveza Corona.

Pero los beneficios de este boom no tienen necesariamente el sello made in Mexico, como sucede con la salsa Tabasco. Quienes ordeñan la ubre de la industria de la alimentación tienen sus empresas matrices del otro lado de la frontera. Y hasta lo que parece estar envuelto en papel tricolor, como el tradicional chocolate Abuelita, que se vende exitosamente, con todo y molinillo, entre la comunidad mexicana de Estados Unidos que se niega a beber sus licuados con Quick, tiene dueño en otras latitudes del planeta: pertenece a Nestlé.

Pareciera ser que esas grandes cadenas de supermercados se empeñan en que los mexicanos no podamos disfrutar de nuestros propios alimentos. Gracias al TLCAN son capaces de ofrecer a sus clientes los quesos plásticos industriales que fabrica Kraft (que pertenece a la compañía cigarrera Philip Morris) o magníficos quesos camemberts, pero son incapaces de vender el queso de bola de Ocosingo, uno de nuestros productos lácteos reconocidos en la gastronomía internacional. Casi cualquier día se pueden encontrar en esos almacenes kiwis, frambuesas y zarzamoras de importación pero hay que sacarse la lotería para encontrar en ellos guanábanas, huitlacoche o chico zapote.

La modernidad parece habernos hecho olvidar que nuestra geografía y nuestra vida cotidiana están estrechamente relacionadas con el campo. Es común encontrar niños urbanos que creen que la leche se produce en los supermercados y que el café es sólo un polvo soluble dentro de un frasco y no el fruto de un arbusto. Lo rural se ha vuelto sinónimo de atrasado; lo rústico, de poco cultivado.

Herederos de tradiciones prehispánicas, una parte de la nomenclatura que nombra y ordena el territorio hace referencia a productos del campo. Oaxaca, en su origen náhuatl, significa, literalmente, la nariz de los guajes. Los mixtecos son, en su voz, nuó ndua, es decir, el pueblo guaje. Para algunos, Sinaloa quiere decir el lugar de las pitayas, fruta alrededor de la cual se organizaban fiestas y celebraciones, y cuyo consumo prohibieron los misioneros jesuitas; para otros, debe traducirse como el sitio de los cardoncillos (esto es, de los cactus).

Sin embargo, no todo es olvido. La resistencia existe. Y si el maíz es la columna vertebral de la producción campesina, la pervivencia de su siembra y de sus usos culinarios dan cuenta de que la defensa de la identidad campesina es también la defensa del descendiente del teocintle.

Y, aunque sea una exageración afirmar que “la civilización termina donde comienza la carne asada”, es evidente la estrecha relación que existe entre las suculentas comidas regionales como las de Yucatán, Oaxaca, Veracruz y Chiapas y la supervivencia de pueblos indígenas y diversidad cultural. Sus platillos se mantienen, a pesar de la comida enlatada.

Nombrar lo diverso

Salomón García es un médico guerrerense que durante los últimos 20 años ha cuidado la salud de comunidades rurales de Tecpan y Atoyac. Combina la alopatía con la acupuntura y la herbolaria tradicional. Lo mismo imparte cursos que atiende pacientes. También se ha dedicado a recoger y transcribir las jergas y los modismos de la región. Hasta la fecha ha documentado 4 mil palabras, en su mayoría relacionadas con la vida y el trabajo en el campo.

La riqueza del lenguaje regional describe la diversidad de la cultura local. Un campesino de Tecpan usa siete nombres distintos para identificar las diferentes variedades de maíz criollo que se siembran, y que un poblador urbano difícilmente sabría distinguir. Cada una de esas semillas se siembra en condiciones específicas, dependiendo de la humedad, el tipo de terreno o el objeto de la siembra. El maíz zapatalote se usa cuando se necesita tener mazorcas rápido, al igual que el maíz conejo y el cuarenteño. El olotillo se cosecha para que su delgado olote sirva de tapón a los bules en los que se transporta el agua para beber. El grano del maíz grande es especial para hacer tostadas.

Los labriegos rastrojean la tierra cuando amontonan y queman la basura de un predio, que previamente han recogido con unas horquetas de madera. Chaponean, es decir cortan hierbas y matorrales, para preparar la siembra, utilizando un chapón, esto es, un machete suriano de doble filo.

Sin embargo, muchos de esos usos del lenguaje se están perdiendo porque los objetos o las actividades que describen han desaparecido o están desapareciendo. La apertura comercial indiscriminada es en parte responsable de ello. El libre mercado erosiona el entorno. Su necesidad de homogeneidad lo lleva a prescindir de lo diverso.

Los campesinos sólo pueden estar seguros de la inseguridad. La lluvia, el mal tiempo, las plagas, los mercados, son todos inciertos. La uniformidad productiva, la desaparición de las semillas criollas, el olvido de lo propio limitan el abanico de opciones con las que cuentan para hacer frente a la incertidumbre que rodea su producción material. Ignazio Bautira, un poeta siciliano, decía que “un pueblo es empobrecido y esclavizado cuando le han robado la lengua que sus ancestros le dejaron; entonces, está perdido para siempre.” Lo mismo puede decirse de su comida, sus semillas, sus raíces rurales.

Reserva del futuro

No, el campo no es, como aseguran nuestros tecnócratas tricolores o blanquiazules, un lastre del pasado sino una reserva del futuro. Allí se producen no sólo alimentos, también servicios ambientales, agua, recreación, tecnología alternativa, modos de vida y cultura. Y son los campesinos de carne y hueso quienes los generan y reproducen.

Su supervivencia requiere de una política comercial distinta, que garantice la pervivencia de una agricultura con campesinos. No en balde los países desarrollados cuidan y protegen su agricultura. De no renegociar el TLCAN, nuestra soberanía alimentaria, los servicios ambientales, el agua, la recreación y la cultura estarán en peligro.

Desde las ciudades no podemos dejar solo al leñador de Jorge Castro –representado por los miles de campesinos que hoy se encuentran en lucha– contra el oso. Su suerte es nuestra suerte, su desdicha es la nuestra. El campo no es un lastre del pasado, es una reserva del futuro.