Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 1 de marzo de 2003
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Mundo
John Ross*

Bagdad aguarda la lluvia de muerte de Bush

Bagdad, febrero. El cielo vespertino de la capital iraquí se oscureció, como un mal presagio, al acercarse la tormenta de arena procedente del desierto circundante. De pronto el polvo volaba por todas partes y a uno se le llenaba la boca de arenilla. Una sofocante ráfaga de aire caliente que no menguaría hasta media noche. Algunos taxistas proferían maldiciones, temiendo lo peor para sus ya muy deteriorados vehículos. Otros irradiaban júbilo. "¡Dios es grande!", exclamó el conductor barbado, con rostro de gato ratonero, que me llevó a casa después de una reunión al otro lado de la ciudad.

De hecho la tormenta era un anticipo del clima que está por venir, al elevarse la temperatura en el desierto a 38 grados centígrados. Aquí las tormentas de arena de primavera y verano golpean como la nieve que en Rusia arrebató la victoria a Napoleón y a los nazis, según se aprende en el museo helado de la historia. El calor, dicen aquí, freirá el cerebro del ejército invasor. Y como el cerebro de los bárbaros estadunidenses está personificado por computadoras asesinas, sus máquinas de guerra se alentarán y descalibrarán, y no hay garantía de que los 3 mil misiles que dice Bush hará llover sobre nosotros, en una inédita guerra relámpago de 48 horas, encuentren sus blancos con precisión.

Adonde quiera que voy la guerra flota en el aire. En Mosul, 350 kilómetros al norte, donde el desierto va dejando su lugar a la lluviosa y fría montaña, si algo enseña la experiencia de 1991 es que parece inevitable un baño de sangre si las tropas kurdas y turcas, afines a Washington (si el Parlamento turco da luz verde a su participación), se lanzan contra el ejército iraquí, atrapando a la población civil en un apretón mortal.

Una delegación de escudos humanos que ha venido a Irak para interponerse entre las bombas de Bush y los pobladores de esta infortunada tierra visita los alrededores y se detiene ante una de las 15 derruidas puertas de la antigua ciudad, cada una tallada con el emblema del rey águila Asiripanipani, quien hace siglos protegió a Mosul de otras hordas bárbaras, como ahora soñamos con hacer los escudos humanos, aunque en el fondo de nuestro corazón sabemos que semejante defensa es un mero símbolo, una especie de metáfora frente a la matanza que se avecina.

Mosul muestra aún las inconfundibles cicatrices de 1991. Visitamos sitios arrasados hace una docena de años por las bombas inteligentes de Estados Unidos: la compañía telefónica reducida a escombros, un templo cristiano cuyo techo salió literalmente volando de los muros y, al precipitarse hacia el interior, mató a cuatro fieles que oraban, según nos cuenta el joven párroco. Mosul fue el destino de algunas de las primeras cruzadas, un oasis cultural en el que aún residen 8 mil familias católicas. En autobús bajamos el valle hacia un monasterio del siglo cuarto, cincelado en las montañas, y se dice que en las cercanías se encuentran las ruinas de una iglesia construida en el año 150. Tales reliquias, como hace notar un escudo erudito, están a un tiro de piedra del mismísimo Jesucristo.

Este monasterio en particular, cuyas cámaras transpiran una húmeda antigüedad, resultó dañado en una batalla entre soldados kurdos e iraquíes, después del asalto estadunidense, y es seguro que tales enfrentamientos volverán a ocurrir después que la máquina de muerte de Washington termine aquí su trabajo más sucio.

El siniestro Moloch, con su cabeza de serpiente y sus terribles talones de águila, saludará al ejército invasor cuando descienda sobre Babilonia, hoy una polvosa y rara vez visitada ruina a una hora de camino de Bagdad, cuyas murallas reconstruidas, sin duda, se vendrán abajo cuando los misiles de Bush se precipiten sobre la casa de los invitados presidenciales, ubicada aquí, en su penosa persecución para destruir a Saddam Hussein: tan sólo borrar su ubicuo retrato de los edificios públicos puede consumir mil veces el número de cohetes rastreadores de calor del arsenal yanqui.

Vagamos entre las ruinas, en un sitio declarado patrimonio de la humanidad, con un grupo amigable de niños de escuela, los únicos visitantes en esta mañana de febrero, que nos siguen coreando "¡Down down Bush!", en su inglés recién aprendido y chocando las manos. "¿How are you?", y "hello, my name is Muhammad" son las frases favoritas.

Los escudos hemos venido a Babilonia con la esperanza de asentarnos aquí, pero las autoridades iraquíes bloquearon los caminos. Los que piensan quieren que nos instalemos en lo que para ellos son los sitios prioritarios de infraestructura: refinerías, plantas de energía, plantas tratadoras de agua, que de seguro serán bombardeadas, pero no hospitales, escuelas o las ruinas arqueológicas que definen este lugar. Enviamos voluntarios a los lugares donde el gobierno insiste en que ubiquemos hombres y mujeres en busca de un quid pro quo que nos facilite el acceso a los sitios humanitarios que venimos a proteger, pero no hay verdadero diálogo con las autoridades y el estira y afloja sobre el despliegue final de los escudos que se encuentran ahora en Bagdad para destinado a un oscuro final. Los camaradas españoles y turcos ya han amenazado con regresar a sus países si no se les permite levantar sus tiendas frente a hospitales, pero nadie está seguro de que su salida pueda lograrse con facilidad. No, aún no somos visitantes indeseables, pero tal destino parece escrito en los muros y las opciones se reducen a medida que la guerra se acerca.

Con todo, establecernos en la refinería de petróleo Daura y en la planta de tratamiento de agua 7 de Abril es apenas la mitad de la tarea que nos hemos trazado. Los voluntarios internacionales estamos resueltos a mantener una campaña constante de protestas callejeras y casi a diario marchamos por las calles de Bagdad, exigiendo a gritos a Bush y Blair que dejen en paz al pueblo iraquí. El domingo 23 extendimos una bandera de 17 metros de largo en uno de los ocho puentes que conectan las riberas del Tigris (todos fueron volados en la guerra anterior), rasgando guitarras y recitando a voz en cuello poemas mientras hacíamos sonar bocinas festivas. "Bush, el mundo entero te observa", se lee en la bandera, pero nadie puede asegurar que pueda ser vista a 16 mil kilómetros, en Tampa, Florida, desde donde se lanzarán los misiles.

Esa misma mañana marchamos hacia la sede de Naciones Unidas en la ciudad, con las manos atadas con gruesas cuerdas, para pedir a los tribunales internacionales que nos juzgaran por el crimen de guerra de ser escudos humanos, según sugirió el secretario estadunidense de "Defensa", Donald Rumsfeld. De ser declarados inocentes, demandamos que se someta a juicio a Rumsfeld por el millón de asesinatos potenciales que su grotesco armamento podría cometer en los próximos días.

Un día antes los camaradas turcos danzaron por toda la Plaza de los Mártires haciendo sonar tambores y panderos, en un esfuerzo exuberante por acallar los himnos guerreros que Bush y Blair entonan a dúo. Esa mañana habíamos caído sobre el Centro Internacional de Prensa gritando "¡Basta de mentiras!", en los cubículos de los medios corporativos que adoran esta "guerra" (más bien masacre), porque les significa ratings en aumento y más jugosos presupuestos, miles de millones de dólares en ingresos publicitarios y extravagante tiempo extra para sus corresponsales estrellas y sus equipos. "¡Basta de mentiras!", gritamos a una merolica de CNN, Ingrid Kormanack, quien salió de su madriguera de paredes de cartón murmurando "aquí yo soy la que hace las preguntas".

Pero por mucha que sea nuestra furia, en la tensa calma que precede a lo que pronto ha de estallar sabemos que todo es una pantomima. Los misiles se acercarán silbando muy pronto, quizá incluso en la luna nueva (el 28 de febrero): históricamente, Estados Unidos ha bombardeado al mundo bajo esa luz minúscula. Muchos de los que estamos aquí quizá preferimos que acabe todo de una vez, porque la espera está matando nuestro espíritu. "Estados Unidos nos sirve de almuerzo", alardea Bassam, ex combatiente que inventó una forma de alimentar a las ovejas con excremento de pollo (32 por ciento de proteína) en la posguerra pasada y que ahora trabaja de chofer en el ostentoso hotel Palestina. "Cada mañana escuchamos las noticias. Si son buenas el día sería bueno; si no, no podremos comer..."

Bassam y yo hemos acordado celebrar juntos nuestros cumpleaños: mi número 65 es el 11 de marzo, cuando quizá todavía estemos vivos; el suyo es el 19 de abril, cuando seguramente nuestro destino estará sellado. Sólo un milagro -la aparición del Papa en Bagdad o un trasplante del perverso corazón de George W. Bush- podrá salvarnos ahora.

Estos envíos continuarán hasta que el tiempo se agote.

* Periodista estadunidense que acompaña a un grupo de escudos humanos

Traducción: Jorge Anaya

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