Jornada Semanal,  9 de marzo de 2003         núm. 418 

ANA GARCÍA BERGUA

EL PATIO DE 
LA PRIMARIA

Ahora se lee mucho a los analistas políticos que se han vuelto como gurús: quizá es porque todos estamos tan aterrorizados con la idea de una guerra que desencadene mil y muchas guerras, que nos afanamos en entender algo de lo que pasa por boca de estos señores. Así, por andar buscando explicaciones, leí un artículo que decía que al igual que no hay razones lo suficientemente claras para que Bush ataque a Irak, tampoco las hay para defender la paz a toda costa. Yo sólo me pongo en el lugar de cualquier ciudadano de Irak, que no tiene la culpa de tener el presidente que tiene, y que sabe que a lo mejor a él y su familia, y sus amigos, y sus vecinos, y sus conocidos, y sus conciudadanos, les caerá del cielo una lluvia de bombas por razones geopolíticas, y se me ponen los pelos de punta. El simple instinto de conservación de la especie me parece que ya es una razón más que suficiente para defender la paz, y por eso me parece bastante siniestra toda esta retahíla de consideraciones estratégicas, políticas y hasta mercadotécnicas que hacen no sólo los gobiernos atacantes, sino los analistas políticos sobre lo que significa el poderío de unos países sobre otros, pues siempre los que pagan el pato de tanto análisis son los de a pie (y quizá, por eso, los promotores de la paz se oponen a la guerra a pie, en enormes marchas, en actos cívicos). Pero pensaba que no sólo están los civiles: ¿han visto ustedes a los soldados? Hace años pude entrar a la Secretaría de la Defensa Nacional a cumplir un trabajo que consistía en copiar algunos documentos del archivo histórico de aquella dependencia (no, no eran los del ’68 ni mucho menos, no os creáis).Quién sabe cómo sea ahora, pero en ese momento no podía uno andar por la Secretaría como por cualquier otra; tenía que irte a buscar un soldado a la puerta y de ahí te escoltaba al archivo. Cruzando esa microciudad con todos los servicios para los soldados (banco, supermercado, cajero), me sentía yo muy extraña: era algo un poco amenazante, como regresar al patio de una primaria grande, donde incluso algún soldado que pasaba te daba un golpe con la cacha del arma que trajera nomás por descuido (sinceramente espero que haya sido por eso). Y luego el trato en el archivo era muy peculiar: había mucha disciplina y secretismo, aun cuando fuera uno a consultar expedientes del siglo xix, como solía ser mi caso, pero a la hora en que los superiores salían por alguna razón, los soldados a cargo del archivo se soltaban el pelo; azorados, los investigadores tratábamos de escondernos detrás de nuestras laptops, mientras estos hombres con sus grandes botas se ponían a correr entre los anaqueles maullando y relinchando en un estilo que ya quisieran muchos kínderes. Y luego regresaban los superiores, los regañaban y estos pobres regresaban a sentarse tras la máquina de escribir, bien calladitos y disciplinados. Y a cambio de ser como niños y ser constantemente castigados, regañados y disciplinados, supongo, recibían el techo, la comida, la paga, y las ventajas de pertenecer a una corporación que decide por ti y te vuelve absolutamente irresponsable de tus actos, incluido el de morir o matar por la causa que el gobierno de aquélla estime conveniente, actos –por lo menos el segundo– sobre los cuales uno diría que conviene poseer un poco de control personal. Yo he visto algunas películas sobre la guerra, o incluso alguna sobre las corporaciones militares estadunidenses y las arbitrariedades que privan en los cuarteles, pero esta pequeña experiencia, de por sí intelectual –pues no me ha tocado que unos soldados me aporreen con disciplina, como por desgracia a muchos otros sí–, no se me borra de la memoria, quizá porque representaba una manera de ver el mundo que está perdiendo sentido, y quizá por ello es ahora más fuerte que nunca la oposición a la guerra, con o sin razones estratégicas: en verdad que somos muchos los de a pie, muchos los ciudadanos que no queremos vivir en un patio de escuela con prefecto. Muchos los que deseamos, en la medida de lo posible, decidir sobre nuestras vidas y que no nos lluevan bombas del cielo.