Jornada Semanal, domingo 9 de marzo  de 2003           núm. 418

NMORALES MUÑOZ.
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CON TINTA DE HOJAS

Si en fechas recientes Vicente Leñero y David Olguín se encargaron de pintar de un solo trazo la situación de aislamiento de la escritura dramática propinándole el contundente epíteto de "el género perdido", los posibles adjetivos para describir el status quo de la danza contemporánea en nuestro país se han vuelto, de un tiempo a la fecha, lamentablemente insuficientes. Ya es lugar común escuchar las quejas de los teatreros con respecto a la inestable salud de los modos de producción en su ámbito profesional, entre otras tantas cosas. Pero, y por desgracia no se está exagerando, podría decirse que tales condiciones de trabajo son idílicas si se les compara con las que bailarines y coreógrafos deben enfrentar día a día para sobrevivir con lo justo, en el mejor de los casos. Hay varios signos que podrían ayudar al lector a darse una idea de dicho cuadro general: la disminución en el número de alumnos matriculados en las escuelas dancísticas especializadas en años recientes, la reducción de apoyos por parte de las instituciones oficiales, la escasez de espacios adecuados, etcétera. Para no ahondar demasiado, baste un botón de muestra entre patético e increíble: si en el medio teatral hay quien se queja de que las placas se develen ahora a las cincuenta representaciones y no tras la centésima como antaño, hay que señalar que una bailarina más que probada como Ruby Tagle, quien celebraba con Triángulo veinte años de actividad profesional, consiguió a finales del año pasado hilar una temporada de ¡siete funciones! en el Teatro Helénico, extensión envidiable para muchos otros de sus colegas. Así de precaria es la actualidad de la danza mexicana. Por todo ello es que el éxito de Con tinta de hojas, espectáculo de danza-teatro a cargo de Pilar Medina, es aun más sorprendente. Desde luego que hay razones para que continúe agotando localidades, en lo que viene a ser su segunda temporada en la Sala Xavier Villaurrutia. Primero habría que hablar de sus condiciones de gestación: mientras Medina, bordeando la cincuentena, decidía que quería vaciar sus obsesiones en torno a la impotencia del ser humano ante la muerte y la ausencia, se sometía a una operación quirúrgica en las rodillas que amenazaba con clausurar su brillante trayectoria en los tablados. Así, la combinación entre las inquietudes de una artista en plena madurez creativa y el cúmulo de situaciones límite en lo humano y en lo profesional, no podrían traer otro resultado distinto al de un montaje sólido en lo temático y vívido en su lenguaje expresivo.

Pero hay otros rasgos particulares en los que debe abundarse. Uno de los principales está relacionado con un aspecto que algunos bailarines y coreógrafos, tocados con el cada vez más infrecuente don de la autocrítica, aceptan como la más importante y común de las carencias en sus puestas en escena: la dramaturgia, concepto entendido en una de sus acepciones esenciales: la de dar sentido –a final de cuentas, estructura– a una serie de acciones ideadas para su representación ulterior en un espacio escénico. Medina entrama cinco cuadros en ese sentido impecables, deshaciéndose del peligro de la fragmentación mediante un muy sensato uso de apenas unos cuantos recursos, bien acogidos en la iluminación de Víctor Zapatero y Hugo González, la escenofonía de Joaquín López Chapman y la música en vivo de Luis Miguel Costero. Una sencillez que no evita que las múltiples alegorías escénicas, amalgamadas en un muy logrado aparato visual y casi todas relacionadas con el sentido de la pérdida, sean percibidas con claridad por el espectador.

Sin duda alguna el imán más poderoso y estimulante en un unipersonal como éste radica en la interpretación de la propia Medina. Sin querer incursionar en un análisis que no siente dominar, el columnista se limita a resaltar que su desempeño coreográfico y dancístico, más allá de técnicas, termina por convertirse en el vehículo idóneo para la empatía entre público y autora. A caballo entre la danza contemporánea y el baile flamenco, como ha sido su línea desde hace más de dos décadas, Medina destierra a la ortodoxia y entrega un híbrido memorable por su entrañabilidad, gozoso por su simpleza estética y la sinceridad de sus emociones. Si en un momento llegó a pensar a Con tinta de hojas como su despedida, es claro que a Pilar Medina su propia creación le ha dado una respuesta: quien es capaz de dar un testimonio de tan notable factura sobre su crecimiento artístico y espiritual, quien ha asimilado con tan fascinante sapiencia las claves de su oficio, tiene aún mucho que hacer en cualquier escenario del planeta.