Jornada Semanal,  domingo 9 de marzo de 2003           núm. 418 

JAVIER SICILIA

DOS REFLEXIONES SOBRE LO INEFABLE

I. ¿Religiones ateas? Siempre me ha llamado la atención que los occidentales califiquen a ciertas tradiciones orientales –el budismo zen o el taoísmo, por ejemplo–, como "religiones ateas". Ese calificativo los haría sonreír. Llamar a un budista zen o aun taoísta ateos es simplemente algo que no tiene sentido ni en su percepción del mundo ni en su vocabulario. 

La palabra ateo o, mejor, el ateísmo, sólo tiene sentido y significado en un mundo en donde existe una noción de Dios, es decir, en un mundo en donde Dios se ha revelado y se nombra. Sólo se rechaza aquello que ha adquirido una definición.

En cambio, en el budismo zen y en el taoísmo Dios simplemente carece de nombre; también de rostro y, en consecuencia, escapa a cualquier definición. Su nombre sólo puede hallarse en el silencio. Es lo inefable que sólo puede ser experimentado e insinuado como paradoja: La Nada –el vacío– budista es, en este sentido, completamente ajena a la Nada de Sartre. La primera es el lugar de la plenitud en el no ser; la segunda es simplemente la ausencia; en la primera, la Nada es un equivalente de lo inefable; en la segunda, es la negación absoluta de cualquier trascendencia. 

Por ello, el budismo zen y el taoísmo están más cerca de la mística occidental que de cualquier ateísmo. Su no hablar de Dios es una forma de hablar de su sacralidad. No se puede nombrar al innombrable, porque desde el momento en que se nombra se le reduce a algo definido y limitado y se le amputa de su infinita trascendencia. "Todo lo que puedas decir sobre Dios –dirían el budismo zen y el taoísmo haciéndose eco de la mística cristiana– no es Dios." Dios es siempre infinito sobrepasamiento del hombre y por ello no puede nombrarse ni siquiera podemos hacernos de él una noción. De ahí esta tremenda y profunda afirmación del budismo zen: "Si das con el Buda, mátalo." Nadie, ni siquiera el Buda, el Despierto, el Iluminado, pueden revelar por completo a Dios. Dios es siempre más. Lo único que podemos hacer es experimentarlo, tocar con las manos desnudas su terrible realidad. 

Por ello, quienes afirman que el budismo zen y el taoísmo son, por su negativa a hablar de Dios, "religiones ateas", se equivocan. La ausencia de una noción de Dios no es sinónimo de ateísmo, sino de un estado de conocimiento que no ancla en el racionalismo occidental y cuyo único equivalente sólo podemos encontrarlo en el misticismo. 

El Oriente del budismo zen y del taoísmo pueden dispensarse del ateísmo, porque ni siquiera se han planteado la posibilidad de definir lo inefable. Dios es precisamente para ellos lo que no puede nombrarse, pero que se experimenta en el ejercicio diario de cada día. El ateísmo sólo puede existir en el seno de una sociedad cristiana que por la revelación de Cristo comprendió a Dios como persona y ha dejado de ser cristiana.

II. Encarnar el sufrimiento. El ser humano no puede darle sentido a los misterios trascendentes si no los encarna. El mismo budismo zen, tan renuente a hablar de lo inefable y a sospechar de cualquier apariencia, creó, para contemplarlo y dirigir hacia allá al ser humano, tres joyas artísticas –es decir, tres materialidades ordenadas en donde el misterio se revela–: el haiku, la pintura zen y el koan. El arte, en consecuencia, ha sido el lugar privilegiado en el que el misterio se encarna y se revela. 

Lo mismo sucede con el judaísmo o el islamismo. Aunque ambas tradiciones sospechan de cualquier representación plástica, la encarnación de lo inefable pasa en ellas a través de la palabra de la oración, poemas en donde lo sagrado se ilumina para el hombre, y de la arquitectura. 

En la tradición cristiana, en donde en la Palestina del primer siglo se encarnó la Segunda Persona de la Trinidad en Cristo Jesús, su rememoración pasa también por el arte. Toda la liturgia: oraciones, signos, representaciones; la arquitectura religiosa y la música sacra, son "representaciones" que vuelven a encarnar el acontecimiento original.

En este sentido, toda obra de arte es manifestación de lo invisible y, en consecuencia, un sitio de encarnación en donde el hombre encuentra alivio frente al abismo de lo inefable. El sufrimiento, que también es un misterio cuyo rostro más terrible y más sublime para el Occidente cristiano se revela en la Cruz, necesita constantemente encarnarse no sólo para que podamos sentirlo en su peso específico, sino también para que no enloquezcamos. En este sentido, el poema opera como el lugar privilegiado de esa revelación. Todos los grandes poemas sobre el sufrimiento –pienso en "Tenebrae", de Paul Celan; en "Algo sobre la muerte del mayor Sabines", de Jaime Sabines; en la "Elegía" a Ramón Sijé, de Miguel Hernández, o en "Los heraldos negros", de César Vallejo, por nombrar sólo algunos de los más conocidos–, dan no sólo sentido, sino también alivio al sufrimiento. Al contener en los límites de su escritura la misteriosa infinitud del dolor, el lector tiene un sitio en donde contemplar y, en consecuencia, recargar el suyo. Por ello la función de estos poemas no tiene más sentido que aquel que las comunidades religiosas, sean judías o cristianas, encuentran en la lectura de los Salmos: un grito que adquiere sentido y significación; un clamor que se transforma en reclamo, en queja y esperanza. 

No es posible vivir el sufrimiento interior sin que algo lo encarne y nos revele su rostro, sea a través de la contemplación de la Cruz, de un canto o de un poema. A través de esas materialidades se encarna la ausencia, se nombra el vacío y se dice el horror. El poema es, en los espacios del sufrimiento, significación de lo inefable; es lo oscuro que sólo adquiere sentido al descubrir su rostro.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos y evitar que Costco se construya en el Casino de la Selva.