Jornada Semanal, domingo 3 de marzo del 2003                núm. 418

LUIS TOVAR
LA SERIEDAD
ANTISOLEMNE

A nadie le gusta ser tildado de solemne. Desde que esta palabra ha querido ser vista solamente como sinónimo de "pomposo", "engolado", "ceremonioso" y así por el estilo, Mucha Gente huye de la solemnidad como del peor de los estigmas. Así, ser antisolemne alcanza en estos días el grado de condecoración intelectual, por decirlo de algún modo. Los resbalones comienzan cuando, alejados de todo barrunto de nociones semánticas, comienzan a confundirse los términos "serio" (entendido no como "circunspecto" sino como "responsable, sensato, que obra con reflexión") y "solemne".

Pongamos que Mucha Gente escribe acerca de cine. Como no le gusta ni tantito la idea de que se le considere solemne, no intenta siquiera manifestar en su escritura el menor viso de seriedad; no vaya a ser que por ahí le cuelguen el temido sambenito ("es un solemne"), y lo critiquen porque ya se la está creyendo y no hace más que tirar netas de tiempo completo. Es tanto su miedo a ser tomado por lo que en el fondo quisiera ser pero no acaba de atreverse, que Mucha Gente no se da cuenta de que, como en matemáticas, partir de una premisa falsa siempre conduce a resultados erróneos, aunque el proceso de la operación sea el adecuado. En otras palabras, que lo cortés no quita lo caliente y que sí se puede ser serio sin ser solemne.

PROHIBIDO HABLAR DE CINE
(SABIENDO)

Atípico de Paidós, editorial que ha publicado una larga serie de libros imprescindibles en materia de cine, La sala oscura, de Fedro Carlos Guillén, es un estupendo ejemplo de cómo meter las manos al lodo para lavárselas de inmediato para volver a meterlas al lodo. Baste hablar del texto introductorio "Una aclaración", donde F.C.G. hace una –involuntaria, supongo – invitación al abandono de la lectura: la suya es la perspectiva de un lego; se declara discordante de los "expertos, si es que tal cosa existe"; al rechazar la posibilidad de que, en materia de cine, alguien pueda ayudar a otro alguien a enriquecer, modificar o ampliar su muy respetable opinión, niega de un plumazo toda forma de la exégesis (en cualquier materia); confiesa que su libro fue escrito para hablar "desde la óptica de un ignorante que [...] disfruta mucho entrando a la sala oscura"; declara que el concepto de rigor le es ajeno y que sus intuiciones son "casi siempre equivocadas"; y, para rematar, abre fuego a una pedantísima y abundante andanada de cacayacas contra los críticos que sólo hace pensar en que, posiblemente, a F.C.G. le hubiera gustado bastante ser uno de ellos pero, como no lo es, prefiere agarrarlos de inopinada Némesis.

No obstante todo lo anterior, leí el libro, sólo para confirmar que F.C.G. sí cumple lo que promete: su perspectiva de lego no le permite ver mucho; no demuestra tener la menor idea de cómo abordar el más ramplón de los análisis; es un ignorante de muchas cosas que no se pueden ignorar ni siquiera para opinar libre, sí, pero al mismo tiempo públicamente sobre cine; ciertamente, el concepto de rigor le es tan ajeno que suele hollar las antípodas del mismo, es decir, la imprecisión, en su caso incluso de manera voluntaria; en efecto, sus intuiciones son equivocadas "casi siempre", donde el "casi" apenas se sostiene...

De la sobreabundante cosecha de despropósitos, propongo sólo dos. La primera: según F.C.G., el cine mexicano de la llamada época de oro tenía como "una de sus principales virtudes [...] su originalidad". ¡Zás!, al diablo Emilio García Riera y su vastísima obra en la que documenta, entre muchas otras cosas, cómo nuestro cine se hizo eco de fórmulas archiprobadas que no se inventaron en México, o cómo recaló una y otra vez en las pocas que sí se inventaron aquí.

La segunda: F.C.G. se regocija porque cree "que se ha superado la propuesta de que se programe a huevo cine mexicano en lugar del que les dé la gana a los que invirtieron en ese negocio [se refiere a la exhibición]". Como abre su frase diciendo "creo que", no hay duda de que: a) se equivoca; b) no invirtió un solo segundo en averiguar si su creencia era acertada; c) no le importa si lo es o no, lo que le importa es decir lo que cree y punto; d) no conoce ni por el nombre la nueva Ley de Cinematografía; e) no le causa empacho el intervencionismo cultural implícito en dejar que "los que invirtieron" programen lo que "les dé la gana", cuando hasta el más lego e ignorante cinéfilo sin rigor que como él disfruta cuando entra a la sala oscura sabe que Hollywood avasalla desde hace décadas, no sólo en México, y no precisamente por su calidad cinematográfica.

Puesto que su libro sirve para bien poco y él mismo lo confiesa de entrada, quise entender la factura del mismo como un inocuo y posiblemente simpático ejercicio de chacota basada en un tema que, evidentemente, le gusta y le interesa. Pero tampoco, porque su sentido del humor es de los que se gastan al tercer chascarrillo, en virtud de que todos suenan igual. Y no sólo deja de ser inocuo al no alcanzar siquiera la simpatía: de este tipo de ejercicios, aun hechos bona fide, se alimenta toda percepción distorsionada del fenómeno cinematográfico.