Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 19 de marzo de 2003
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Cultura
LA MUESTRA

Carlos Bonfil

Piedras

ZAPATOS ROBADOS, zapatos tenis, zapatillas, babuchas. Un estilo de calzado para cada tipo de mujer y un retrato colectivo de mujeres españolas, con más precisión, madrileñas; todas ellas, o la mayoría, obsesionadas por un hombre que las ignora, que no puede complacerlas, o que ya no las soporta, y por el cual harían cualquier cosa, del azote al desfiguro, de la súplica al chantaje, todo supuestamente en la tradición de algunas heroínas almodovarianas. Pero si alguna vez Carmen Maura dijo, con desenfado, a propósito de su personaje en Mujeres al borde de un ataque de nervios: ''Los tacones son la mejor manera de sobrellevar la angustia", las mujeres de Piedras, primer largometraje del español Ramón Salazar, se instalan, sin humor ni mucha distinción, en los límites del lloriqueo insoportable, de la capitulación del carácter y, muy a menudo, del humor involuntario. Sobrellevan ellas también su angustia de estar solas o ser malqueridas, no con la altivez de los tacones, sino con piedras en el interior de los zapatos, en tanto sus amantes padecen sus histerias como verdaderos cálculos renales, para seguir con la metáfora del título.

ADELA, ''LA MUJER de los pies planos", es Antonia San Juan (la estupenda Agrado en Todo sobre mi madre, de Almodóvar), reducida en Piedras a matrona de burdel enamorada de un argentino milonguero, que la adora, pero no puede decidirse a dejar a su esposa. Isabel (Angela Molina), ''la mujer de los zapatos pequeños", se abandona a la seducción de su podólogo, quien además le lee las líneas de la planta del pie, en tanto Maricarmen (Vicky Peña), ''la mujer de las babuchas", madre de familia, viuda y taxista, soporta a su infumable hijastra drogadicta añorando con resignación épocas pasadas: ''Mi esposo decía que el taxi es una extensión de la polla. Y aquí me tienen ahora, conduciendo la prolongación del pene de mi marido".

LA CINTA DE Salazar es un mosaico muy caótico de ocurrencias verbales y viñetas agridulces, con personajes controlados y atractivos como la taxista (Un eco de Maura en ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, de Almodóvar) y otros desperdiciados en el convencionalismo, como Adela, la prostituta respetable, dueña de un corazón de oro a punto de ser destrozado, y éstos y otros personajes más desfilan, se entrecruzan, aman, lloran y sufren como en una telenovela sin que la película tome jamás un cauce interesante, complete alguna de sus propuestas o se aleje del fetichismo de pies y de zapatos, que pronto se revela como un recurso humorístico muy endeble. El guión, obra del propio director, contiene joyas del disparate. Una protagonista, Leire (Najwa Nimri), cuyo amante homosexual la ha abandonado, insiste en recuperarlo, lo llama sin cesar y sólo atina a decirle en la grabadora: ''Oye Kun, el ruido de la ciudad me recuerda a ti, y no sé por qué". Enseguida cuelga, y tranquilizada abandona toda intención de suicidarse. Este absurdo, en manos de un cineasta más inspirado, habría tenido tal vez alguna gracia, algún propósito paródico.

SALAZAR FRUSTRA continuamente sus efectos, cómicos y dramáticos; frustra también las expectativas del espectador mejor intencionado y hunde todo en un mar de cursilería: ''Leonardo, gracias por enseñarme el sonido de las suelas al rozar el piso con el tango" (Adela), una entre tantas otras perlas de humor involuntario. Una joven más, Anita (Mónica Cervera), con una disfunción mental ''que la hace crecer muy lentamente", completa la galería de mujeres en déficit afectivo. Una comedia melancólica, narrada sin brújula ni asideros confiables, que naufraga en la banalidad y en el desánimo, y que por razones misteriosas consiguió tocar puerto en esta Muestra.


Mil nubes de paz...

EL CINE DE de Julián Hernández podría comenzar a cambiar la percepción del público mexicano de lo que se conoce como cine de la diversidad sexual, un cine de temática gay con escasa representación en nuestras pantallas comerciales. Alejadas de los estereotipos hasta hace poco en boga, las historias de Hernández ofrecen una imagen poco aséptica, nada complaciente, casi desencantada, del homosexual en su relación con su medio urbano, en territorios generalmente inhóspitos, con realidades como el desempleo o el desarraigo, y situaciones sentimentales dominadas por la melancolía y el escepticismo. Un cine sin ilusiones, al margen de toda intención de adecentar la imagen del paria sexual y volverla aceptable para el gusto de las mayorías. Un cine inspirado también en la obra de tres artistas disidentes sexuales: R.W. Fassbinder, Pier Paolo Pasolini y el novelista y poeta Jean Genet, quien en 1950 realizó un cortometraje formidable, ya clásico, Un canto de amor, muy cercano en temática e intensidad lírica a la búsqueda estética del joven realizador mexicano. Los temas más visibles: la imposibilidad de la realización amorosa; la búsqueda incesante de la gratificación carnal; la persistencia de la homofobia, y la respuesta altiva, a menudo provocadora, de los protagonistas a ese desdén social y al estigma.

EL PUNTO DE vista que propone el cineasta en sus cortos y en su primer largometraje, Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor, es inédito en el muy árido cine mexicano de la diversidad sexual. La propuesta de Hernández posee enorme vigor expresivo: más interesante que las visiones tremendistas del cine de Ripstein (Mentiras piadosas, La reina de la noche), con mayor redondez expresiva que Dulces compa-ñías, de Oscar Blancarte, y distinto de aquel optimismo lúdico del Jaime Humberto Hermosillo de Doña Herlinda y su hijo, cinta emblemática que marcó el inicio de una visibilidad gay afirmativa en nuestro cine. No es aventurado suponer en el realizador de 30 años la capacidad de revitalizar a corto plazo, y con los apoyos requeridos, una temática que aún provoca resquemor y desconfianza en productores y distribuidores nacionales. Su reciente premiación en Berlín tal vez contribuya a derribar las últimas inercias burocráticas, y a corregir la miopía inexplicable de quienes consideran que la homofobia aún representa un valor en taquilla, o que invisibilizar a homosexuales en el cine pueda ser, a corto o mediano plazos, un cálculo comercial inteligente.

EN MIL NUBES..., un joven de 17 años, Gerardo (Juan Carlos Ortuño), conoce en un billar al hombre de quien se enamora en una noche (''Juró amarme un hombre sin miedo a la muerte", de Nena, canción fetiche de Sara Montiel, fondo musical obsesivo). Luego de descubrirse abandonado, Gerardo emprende una búsqueda infructuosa del ser amado por barrios proletarios, salidas del Metro y puentes peatonales, al término de fajes frustrantes con desconocidos y con una insatisfacción sexual a cuestas. Todo lo anterior en atmósferas de desolación urbana que captura en formidable blanco y negro la cámara de Diego Arizmendi, como esa calle abandonada, invadida por la maleza, por la que alguna vez circuló un tren -un tributo a la mirada de Gabriel Figueroa en Víctimas del pecado-, o el recorrido fragmentado por el cuerpo de los protagonistas: la nuca de Gerardo, la espalda tatuada del amante, el rostro golpeado del joven, frente a su madre, enmarcado casi como un icono religioso. Cineasta de la sensualidad homoerótica, Hernández se afirma crecientemente como un artista talentoso con la iniciativa y fuerza suficientes para derribar, en fechas no lejanas, el miedo a la expresión homosexual, uno de los últimos tabúes del cine mexicano.

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