Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 6 de abril de 2003
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Cultura

Carlos Bonfil

Japón

Educación de la mirada. Japón, el primer largometraje de Carlos Reygadas, es una revelación artística con escasos antecedentes en la cinematografía mexicana. Una fuerte ruptura con la manera en que se conciben la realización fílmica nacional y sus fórmulas narrativas. Una experiencia de autor en un medio donde a menudo los distribuidores y exhibidores deciden de antemano la orientación y suerte del trabajo de los cineastas. Reygadas marcha muy a contracorriente de todas las retóricas satisfechas y de esa obsesión --reflejo de supervivencia--que pretende reservarle al cine mexicano, como finalidad primordial, las tareas de entretenimiento.

En Japón, un hombre al filo de los cincuenta años (Alejandro Ferretis) parte de la capital a la sierra de Hidalgo con el propósito de poner fin a su existencia. Jamás conoceremos las razones que lo orillan al suicidio, ni tampoco las que lo hacen vacilar en su propósito. No interesa en realidad la pasada biografía sentimental del protagonista (algo esencial en Bajo California, el límite del tiempo, de Carlos Bolado, por ejemplo) ni tampoco su suerte futura, sino tan sólo el tiempo presente, el trayecto que se recorre, las apariciones en el camino, los encuentros que desconciertan la sensibilidad y la conciencia del viajero escéptico, y entre todos ellos, como algo inesperadamente entrañable, esa lenta familiaridad doméstica con una anciana llamada Ascensión (Magdalena Flores), posible clave de redención espiritual para el protagonista.

Sorprende la manera de narrar del cineasta, la depuración de su lenguaje visual, cercano a su inspiración reconocida, Tarkovsky, y los riesgos de su magnífica toma final -el lirismo visual con acompañamiento musical de Arvo Part y su Canto a la memoria de Benjamín Britten. Sonido, imagen, movimientos de cámara; lo esencial en el arsenal narrativo de Reygadas no es la anécdota contada, ni los pormenores de la trama, sino las atmósferas que rodean a los personajes, las emociones que se desprenden de actores no profesionales que a diario se involucran en la aventura del cineasta, como aquellos viejos relatores en el documental Del olvido al no me acuerdo, de Juan Carlos Rulfo, o como los niños y mujeres que animan las exploraciones emocionales del iraní Abbas Kiarostami. Una secuencia tan notable como la faena sexual de los protagonistas, tan llena de pudor y de ternura, tan opuesta, en su ausencia de hipocresía, a la manera burda de filmar el erotismo en nuestro cine, resume en pocos minutos los temas cardinales: la frustración existencial y el instinto de muerte, la generosidad afectiva y la redención que desdibuja pronósticos pesimistas. Hay otras escenas de vigor semejante, otros momentos privilegiados en la narración heterodoxa de este cineasta. Al espectador se le invita esencialmente a una experiencia artística en la que el realizador combina su gusto plástico (el encuadre, lienzo permanente) y el aprovechamiento de sonidos ambientales como recurso dramático (otra lección de Tarkovsky). Aunado todo esto a una estupenda pista sonora, el resultado tiene poco o nada que ver con la narración tradicional en nuestro cine.

Japón parece ser, sin proponérselo un instante, un duro revés y una lección saludable para quienes pontifican sobre la manera correcta de hacer cine y escribir guiones, sobre lo que es o deja de ser buen cine mexicano. Es sin duda estimulante percibir una creciente acogida en México a las exploraciones estéticas de jóvenes cineastas, distanciados del cálculo comercial o del imperativo del entretenimiento -cineastas que arriesgan todo ante el desdén burocrático que se niega a apoyar sus trabajos. Japón se premia en el extranjero, pero también en Guadalajara (mejor guión); algo similar, aunque en menor medida, sucede con Mil nubes de paz cercan el cielo..., de Julián Hernández (mejor dirección, también en Guadalajara). A la ausencia de reconocimiento en taquilla la compensa generosamente el aliento de sus nuevos espectadores. Estas cintas no son, ni podrían ser, comerciales, y sus directores lo saben desde el primer momento. Pero si a algo aspira y apuesta este cine (como el de los hermanos Bolado, y el de tantos nuevos jóvenes documentalistas hartos de ficciones estériles y ñoñas) es a encontrar un público receptivo e inteligente, dispuesto a reconocer en la búsqueda artística una inquietud familiar, acaso propia, y a defenderla. La película de Reygadas es una magnífica revelación en un cine mexicano tan ayuno de sorpresas.

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