La Jornada Semanal,  domingo 6 de abril  de 2003         422
(h)ojeadas
CANADÁ, LA QUE NO SE HALLA

GUILLERMO VEGA ZARAGOZA

Claudia Lucotti (selección y prólogo),
¿Dónde es aquí? 26 cuentos canadienses,
Fondo de Cultura Económica,
México, 2002.

Debo confesar que, para un servidor, hasta hace muy poco, la literatura canadiense era indistinguible de la producida en Estados Unidos. Sabía que Douglas Coupland, el renombrado autor de Generación X, había nacido en la Columbia Británica, pero como casi todas sus novelas están enmarcadas en escenarios estadunidenses, muy difícilmente se le puede considerar como canadiense; sabía también que, aunque nacido en Carolina del Sur, William Gibson, creador de la corriente cyberpunk de la ciencia ficción y acuñador del término "ciberespacio", vivía y escribía desde hacía muchos años en Vancouver, pero tampoco su obra servía para ejemplificar lo "canadiense" en literatura. A principios de los noventa, la negociación del Tratado de Libre Comercio nos vino a enterar de que los canadienses tenían un nivel de vida mucho más alto que los mexicanos y un primer ministro (entonces Brian Mulroney) siempre sonriente. Pero de literatura nada.

En 1997, ganaría el Oscar como mejor película El paciente inglés, basada en la novela del canadiense Michael Ondaatje, cuya trama se desarrollaba en tiempos de la segunda guerra mundial… pero en Europa,
lo que en verdad nos revelaba muy poco acerca de la sensibilidad genuinamente canadiense. Con esos antecedentes, para mí todo parecía indicar que a los canadienses no les interesaba mucho escribir sobre su realidad, sino evadirse de ella o, en todo caso, tratar de parecerse lo más posible a los estadunidenses.

Sin embargo, muy pronto tendría que cambiar esta percepción. En 1996, la unam y Aldus publicaron una breve antología de cuentos canadienses contemporáneos, compilada por John Metcalf, donde aparecían, por primera vez para los lectores mexicanos, catorce autores jóvenes, todos ellos con un lenguaje vivo, intenso y estremecedor, lo que hacía intuir que algo se estaba gestando al norte de la región de los Grandes Lagos. Metcalf revela que "en asuntos literarios Canadá siempre ha sido un país peculiar y, hasta hace muy poco tiempo, notablemente retrógrado. En el devenir de la literatura canadiense podemos contar siempre con un atraso de treinta o cuarenta años con respecto a los que ocurre en el mundo literario".

En 1998, en este suplemento, junto con una pequeñísima muestra de cuentistas, se publicó un ensayo de la escritora y crítica Lynn Suderman, quien hizo un apretado recuento de la situación de la literatura canadiense, donde aseguraba que ésta atravesaba por un "momento dorado", poniendo como muestra los éxitos de autores como Margaret Atwood, Carol Shields, Rohinton Mistry, Ann-Marie MacDonald y el ya mencionado Ondaatje. A cuatro años de distancia de entonces, otra crítica canadiense, Aida Edemariam, nos corrobora que este periodo de importante producción literaria se ha extendido hasta la actualidad y no parece tener fin. Tan sólo en un par de años, en Inglaterra se han publicado cerca de 150 libros de autores canadienses y apenas en septiembre de 2002, tres escritores canadienses obtuvieron el codiciado Booker Prize (el mayor premio literario de Inglaterra, equivalente al Pulitzer estadunidense, en el que participan las obras publicadas tanto en el Reino Unido como en las naciones de la Commonwealth), dejando fuera a otros tantos reputados autores ingleses. Este esplendor se ve confirmado por declaraciones como la expresada en una entrevista reciente con el diario The Independent, por parte de Ruth Petrie, encargada del área de literatura ante el Alto Comisionado Canadiense en Londres, quien dijo: "Canadá considera la promoción de sus escritores como el tercer pilar de sus asuntos exteriores, tan sólo después de la política y el comercio."

No obstante, en México continuamos hundidos en la ignorancia de esta floreciente producción literaria. Es cierto, se han publicado en español y han llegado hasta nosotros los más sonados bestsellers, así como algunas obras de los escritores más destacados, tales como la mencionada Atwood, Robertson Davies y John Ralston Saul, pero nada más.

Por ello se aplaude y agradece la edición de esta antología titulada ¿Dónde es aquí?, en la que se incluyen cuentos de veintiséis autores canadienses, desde Ethel Wilson (nacida en 1888 y fallecida en 1980) hasta Kristy-li Green (nacida en 1976), con lo que se ofrece un panorama (a todas luces fragmentario, a pesar de la amplitud de la selección) del género cuentístico de la Canadá anglófona.

En la introductoria del libro se aclaran los criterios de selección: se excluyó a los autores importantes de fines del siglo xix y principios del xx; en cuanto a los escritores incluidos, se buscó ser lo más incluyente posible en cuestiones de tendencias literarias, procedencia geográfica y social, edad y género, y, finalmente, no se incluyeron materiales ya traducidos y aparecidos en las pocas antologías existentes. Las traducciones, realizadas con esmero y cuidado, estuvieron a cargo de integrantes del Seminario Permanente de Traducción Literaria de la Facultad de Filosofía y letras de la unam, entre quienes se encuentran Federico Patán, Mónica Mansour y Claudia Lucotti, quien además realizó el prólogo.

Ahí, Lucotti hace un somero repaso de la historia del cuento canadiense, que se podría remontar hasta las breves descripciones que aparecen en los diarios de los primeros exploradores y viajeros. Sin embargo, no fue sino hasta la primera mitad del siglo xix que aparecen los primeros cuentos propiamente dichos en periódicos y revistas. Sería hasta 1928 que Raymond Knister publicara la primera antología de cuento de autores de aquel país, donde ya aparece Morley Callaghan, a quien se considera "el primer cuentista moderno de peso en la literatura canadiense".

Sin embargo, tuvieron que pasar más de treinta años para que Robert Weaver se atreviera a lanzar una nueva colección que recopilara la producción cuentística de su país. No obstante, gracias a la política cultural adoptada por el gobierno desde finales de los años cuarenta, al apoyar la edición de libros y revistas que publicaran autores canadienses, el panorama literario cambió drásticamente. Los nombres de Alice Munro y Mavis Gallant adquirieron renombre internacional, y el cuento se reveló como "el más sofisticado y mejor logrado de los géneros literarios en Canadá", según John Metcalf.

La lectura de esta muestra cuentística canadiense resulta entusiasmante y aleccionadora. Nos enfrentamos a autores prácticamente desconocidos en el medio literario mexicano, a no ser por los ya mencionados, pero en lugar de encontrarnos con escritores que buscan estar a la moda en cuanto a temas y técnicas literarias, están sumamente preocupados con un problema sumamente candente y actual, con el cual han tenido que lidiar a lo largo de su vida como nación: la identidad. No es gratuito que la colección tenga por título una pregunta aparentemente sin respuesta: "¿Dónde es aquí?", retomada de una reflexión de Northrop Frye.

Así, adquiere gran sentido la aseveración realizada por John Ralston Saul, en su libro Reflections of a Siamese Twin: Canada at the End of the Twentieth Century (Penguin Books, Canadá, 1997): que la literatura canadiense tiene más en común con las literaturas de Europa Central y de América Latina que con las que uno pensaría lógicamente que tendría mayor relación, como Inglaterra y Francia. Ralston Saul destaca en particular a la rusa como una literatura afín a la canadiense, sobre todo por la melancolía que subyace en muchos de sus autores, la celebración de lo aldeano y provinciano, y por lo difíciles que resultan la vida y el cambio en un sistema social sutilmente complejo dentro de un territorio hostil, tanto por su clima como por su geografía.

En efecto, el origen colonial de la nación, pero, sobre todo, el no haber roto del todo los vínculos con la metrópoli inglesa y, por añadidura, entrar en la órbita del imperio norteamericano, la mayoría de las veces como su aliado aparentemente incondicional, le ha traído injustamente a los canadienses la fama de grises y timoratos, por no decir blandengues. Un autor tan poco canadiense –a pesar de haber nacido en un pequeño poblado de Ontario–, con libros mundanos e irreverentes, como Robertson Davies (patriarca indiscutible de la literatura canadiense moderna y autor de la célebre "Trilogía Deptford", que incluye las novelas El quinto personaje, Mantícora y Mundo de maravillas; ampliamente recomendables todas ellas, pero prácticamente inconseguibles en la versión castellana de Javier Vergara Editor de 1985), se preguntaba: "¿Por qué somos el Canadá y los canadienses tan aburridos? ¿Por qué interesamos tan poco, más allá de la Real Policía Montada, el rodeo de Calgary y los salmones desovando río San Lorenzo arriba?" En varias de sus obras, Davies abordó con despiadado humor un rasgo que creía exclusivamente idiosincrático de la comunidad literaria de su país (pero que, como lo vivimos en carne propia los mexicanos, no es sólo de ellos): "una especie de angst provinciano, que se resuelve invariablemente en un anhelo de reconocimiento cósmico". Sería algo equivalente, para decirlo en términos entendibles para la idiosincrasia mexicana, a la sensación de "no hallarse".

Aunque esta percepción se mantuvo como la dominante durante muchos años, recientemente la ya mencionada Aida Edemariam ha descrito otra vez la elusiva ambigüedad que los canadienses sienten hacia Estados Unidos. "Se sienten superiores, pero al mismo tiempo dependientes de los norteamericanos, y lo resienten; los confunden con ellos y al mismo tiempo tienen miedo de que los sometan culturalmente. Sienten que el mundo los ignora, lo que es una apreciación muy aguda. Y siempre están tratando de definir quiénes son (ni estadunidenses ni ingleses ni aburridos), y con poco éxito son presentados con el intimidante reto de vivir en un país que cubre cinco y media zonas horarias, habla dos idiomas y tiene una provincia que periódicamente quiere separarse (y si lo hiciera pondría a temblar a las otras cuatro provincias del Atlántico)."

Sería precisamente Margaret Atwood quien se encargaría, en un ensayo de 1972, de contradecir todo lo anterior, al señalar que la voz literaria canadiense estaba cambiando, con obras más urbanas, menos regionalistas e involucradas con una visión más amplia del mundo. Todo ello se revela ahora en esta antología, con una amplia variedad de registros y voces, que se ha enriquecido en los últimos años con la producción de escritores nacidos, o descendientes de nacidos en distintos países del Caribe, Asia, Europa, América Latina, e incluso Estados Unidos; con cuentistas que abordan los problemas de su tiempo desde perspectivas a veces contradictorias; algunos poniendo énfasis en el lenguaje y la forma, y otros atendiendo a los cánones del cuento clásico; unos más con morosidad y atención, a veces melancólica, que tiene mucho que ver con el realismo mágico, o lo que algunos han dado en llamar lo "gótico": ambientes enrarecidos y realidades ocultas que subyacen bajo el manto de la normalidad, pero otros atendiendo a la realidad más inmediata, las urgencias del cuerpo, la difícil lucha por la sobrevivencia de los migrantes, la decadencia de la civilización occidental en un pequeño poblado alejado de todo. Sin embargo, como bien lo señala la prologuista, llama la atención una constante: el interés por el lugar donde se habita, que en algunos autores se reduce a los meramente geográfico, pero que en otros alcanza a tocar la complejidad social, cultural e incluso psicológica, en la incesante búsqueda de la propia identidad mediante el conocimiento del lugar que se ocupa en el mundo. Se trata, en fin, del eterno retorno, de la búsqueda perpetua del hombre por el ser, lo que ahora más que nunca, en estos tiempos de globalización y barbarie, resulta pertinente preguntarnos, seamos canadienses, mexicanos o ugandeses. O quizá precisamente por eso •