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México D.F. Sábado 10 de mayo de 2003

Juan Arturo Brennan

Norma

Norma, de Vincenzo Bellini, es sin duda una de las óperas fundamentales del repertorio y, al mismo tiempo, uno de los más acabados ejemplos del esplendor del bel canto. Sin embargo, el hecho de que Norma sea una obra paradigmática de su momento y su estilo no me explica la actitud de quienes se han dedicado a afirmar en estos días que la actual puesta de Norma en Bellas Artes es un antídoto contra la reciente escenificación de El oro del Rhin, de Richard Wagner. Como si la ópera de Wagner fuera una especie de perniciosa ponzoña que debe ser eliminada del oído y de la mente con el purificador bálsamo de Bellini.

En el centro de una producción que no resultó del todo satisfactoria, la soprano Virginia Grasso hizo una Norma sólida y elocuente, sobre todo muy apegada al estilo vocal que se espera en una ópera heroica de Bellini. La mezzosoprano Encarnación Vázquez, quien en algunas actuaciones recientes había descendido por debajo de su nivel habitual, pareció rencontrar su brújula vocal y escénica, y encarnó una Adalgisa poderosa y atormentada, con numerosos momentos realmente brillantes. A su vez, Mikhail Svetlov Krutikov hizo el papel de Oroveso (que no es ni muy demandante ni muy lucidor) con su habitual aplomo y solidez, pero nada más. En el papel de Pollione, el tenor César Hernández permitió adivinar que posee una voz de buen timbre y buena proyección, pero que la noche del estreno no le funcionó muy bien, en particular porque pareció sucumbir al síndrome de la Angustia de los Agudos Apagados, y su caracterización vocal fue en general irregular. Momentos singularmente bien logrados en esta Norma: el penúltimo terceto del primer acto, y la parte central del dueto de Norma y Adalgisa en las primeras páginas del segundo.

Y si en otras producciones la presencia coral ha sido indiferente, esta vez hay que señalar que el Coro del Teatro de Bellas Artes cantó con enjundia, empaque, volumen y auténtico trabajo de equipo, lo que permitió elevar el nivel general de la representación. La Orquesta del Teatro de Bellas Artes, conducida por Enrique Patrón de Rueda, por debajo de su potencial y del nivel que demostró en El oro del Rhin.

Si bien no he tenido oportunidad de hablar con él del tema, estoy seguro que Luis Miguel Lombana hubiera preferido dirigir la escena de una ópera más dinámica que Norma. En efecto, la parte teatral de esta ópera de Bellini es básicamente estática y, entre otras cosas, no es muy adecuada para la profundización de la relación entre los personajes y su entorno. En anteriores trabajos operísticos de Lombana se ha hecho evidente, por ejemplo, su loable interés por caracterizar y mover a los diversos colectivos representados por el coro, y en algunos de esos intentos ha tenido logros estimables. En Norma, sin embargo, la presencia numerosa de galos y druidas no es suficiente en sí misma, dado que es poco lo que se exige de ellos en el plano teatral.

Así, Lombana ha tenido que lidiar con una ópera fundamentalmente inmóvil, de la que a pesar de sus evidentes buenas intenciones (y una mesura y corrección que se entienden bien), no ha podido obtener logros escénicos dignos de mención. Es probable que el libreto y las indicaciones escénicas esenciales no lo contemplen, pero me parece que la combinación de druidas, sacerdotisas y el implícito dios Irminsul permitirían tomar ciertas libertades para delinear más a profundidad, por ejemplo, los aspectos mágico-rituales del asunto.

A diferencia de lo que ocurrió en varias puestas recientes en Bellas Artes (incluyendo los trabajos de Sergio Vela y compañía) lo más flojo de esta Norma ha sido, sin duda, la parafernalia propia del teatro. La escenografía, plana, inmutable y escasamente imaginativa, evidentemente acotada por las penurias monetarias de Bellas Artes. La iluminación, meramente utilitaria y poco matizada. El vestuario, indiferente, salvo por las hilarantes botas que calza el procónsul romano, que parecen haber sido extraídas furtivamente del clóset de Vicente Fox.

Es claro que se hizo el intento de paliar estas carencias con los elementos visuales proyectados sobre el fondo del escenario, pero las imágenes no parecían tener mucho que ver con el asunto dramático-musical a tratar, lo cual podría funcionar como una advertencia en contra del uso irreflexivo de las nuevas tecnologías teatrales sólo porque ahí están.

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