282 ° DOMINGO 18 DE MAYO DE 2003
Debate sobre el voto de nacionales desde el extranjero
¿Quién mide la
mexicanidad?

MIGUEL MOCTEZUMA L.

Dar derecho al voto a los mexicanos que viven fuera del territorio nacional sería, se dice, andar el primer paso hacia el Estado libre asociado, a la manera de Puerto Rico. Contra esa postura, el autor sostiene, a partir de las “prácticas de los migrantes”, que permitir el voto a los connacionales es “una de las reivindicaciones más nacionalistas en el contexto de la globalización”

Fotografía: J. Guadalupe PérezQUIENES SISTEMATICAMENTE SE HAN OPUESTO al ejercicio del voto de los mexicanos que radican fuera del país se basan pobremente en una lógica bipolar, que se manifiesta en un modelo de interpretación muy simplista. Primero: parten del supuesto casi axiomático de que la migración de un país a otro implica el rompimiento con el primero, y que esto se profundiza con el paso del tiempo. Segundo: sostienen que establecerse en el nuevo destino lleva inexorablemente a una ruptura con los orígenes comunitarios de los migrantes.

Las evidencias encontradas por la investigación de campo demuestran, por el contrario, que los migrantes, al mismo tiempo que se adaptan a las nuevas circunstancias sociales, son también capaces de mantener orientados los vínculos y compromisos con sus comunidades de origen. Esto, por supuesto, es un síntoma de la lealtad hacia la comunidad, aunque nada indica que la misma expresión no se extienda hacia el país de origen.

Todo lo anterior encierra una problemática que reclama el auxilio de otras ramas, como la sociología, la cultura, la antropología y la ciencia política, para su mejor comprensión.

Para las versiones estructuralistas de diversa orientación (simplistas y tradicionales), la comunidad migrante es homogénea y sus límites espaciales no van más allá de sus propios confines territoriales. Esto mismo vale para el caso de la nación.

Empero, lo que hay que poner en duda son justamente las fronteras de lo comunitario y de lo espacial, ámbitos en los que se desarrollan las relaciones sociales de los migrantes. Es decir, que es necesario valorar la forma en que el migrante, ciertamente, absorbe otras imágenes, desarrolla nuevas coordenadas y una serie de nuevos mapas o esquemas referenciales, que coinciden con el entrecruzamiento simultáneo de dos espacios, lo que implica cursos de vida significativamente distintos y mundos sociales diferentes (Rouse, R. 1994).

Esta nueva fisonomía está lejos de presuponer la ruptura con la comunidad y el país de origen, pues los migrantes conservan simbólicamente un territorio y una cultura que les sirve como referente territorial y matriz de pertenencia. Y esto es, justamente, lo que hace posible la formación de la comunidad filial del migrante y el establecimiento de lazos entre distintos asentamientos de migrantes. Por supuesto que, en el terreno contrario, esto tampoco debería llevarnos a la idea errónea de que las comunidades de migrantes permanecen cerradas e impermeables a lo externo (Moc- tezuma Longoria, Miguel. 2000).

El problema que se desprende de lo anterior es que los conceptos de comunidad, ciudadanía sustantiva, residencia y otros que consagran las leyes primarias y reglamentarias, tanto federales como estatales, son casi geográficos. Pero, en este enfoque alternativo, se reconoce que las comunidades de los migrantes son socialmente construidas por sus propios miembros y que ello no se circunscribe a un solo espacio físico.

Esta es la esencia de la mexicanidad entre los connacionales que residen fuera las fronteras del país.

En efecto, la comunidad de migrantes se integra con lo que ellos comparten entre sí. Sin embargo, lo que los migrantes construyen como comunidad en Estados Unidos tiene dos fuentes culturales. La parte medular proviene de lo que han socializado y compartido en la comunidad de origen, y su complemento deviene de aquello que logran asimilar de la sociedad de destino (proceso de socialización primaria y secundaria). Por tanto, reconocer en la legislación los conceptos de membresía comunitaria, participación social y participación política requiere no ignorar sus fuentes y el multiespacio donde se generan.

Si la comunidad es el conjunto de prácticas sociales en donde se reproduce la vida social de una población, y si estas prácticas son creadas, recreadas y restructuradas más allá del espacio inmediato, entonces será imprescindible incorporar un nuevo concepto de "comunidad" que recoja simultáneamente esas prácticas.

Por esta vía es fácil argumentar que los migrantes, sin residir en la comunidad de origen, actúan como miembros de ella. Es decir, que más allá de lo que reconoce la ley electoral de cualquier estado en México, los migrantes viven su membresía involucrados en iniciativas comunitarias tanto en el país como en Estados Unidos, y esto debe ser reconocido como una residencia binacional o simultánea (Moctezuma, Miguel. "Propuesta de iniciativa de reforma de la Constitución Política del Estado Libre y Soberano de Zacatecas", enero de 2003).

Construcción de los hechos
Fotografía: Jim CasonLa investigación de campo reconoce que programas como Tres por Uno, más allá de su importancia económica, pueden ser reconocidos sociológicamente como un medio que permitiría a los migrantes conservar sus raíces e identidad, además de abrir posibilidades a la realización de una variedad de prácticas extraterritoriales sobre la membresía. Esto mismo sucede con la reproducción de la vida comunitaria en las comunidades filiales y con mayor claridad en los clubes de migrantes (Moctezuma, Miguel, íbid, 2000).

Así, la pertenencia es un factor que deriva de la identidad con una cierta unidad social o de la autopercepción y, en cambio, la membresía deriva del ejercicio de ciertos derechos y deberes, y, por supuesto, esto no se limita únicamente al ejercicio de votar. Es decir, el ejercicio de la membresía siempre es práctica y social; en cambio, sin que exista una frontera infranqueable entre ambas, la pertenencia es subjetiva y cultural (Brubaker, W. R. 1990).

En otras palabras, la "integración" a la nación implica la percepción de la "pertenencia" a la comunidad, la cual, dependiendo de los agentes, es factible que evolucione hacia la reivindicación y formalización de derechos y deberes de naturaleza social y política. Por supuesto que la relación entre ambos conceptos presupone un enfoque tanto sociopolítico como sociocultural.

Pero, ¿por qué entre los migrantes mexicanos que residen en Estados Unidos es tan pronunciado el localismo de las prácticas de membresía? ¿Esta membresía puede o no evolucionar hacia la membresía nacional? En los años recientes se ha problematizado el hecho de que los migrantes mexicanos que radican en Estados Unidos tienen cada vez mayores dificultades para orientar su pertenencia e identidad hacia el Estado o nación mexicanos, y aunque en términos de tendencia esto es correcto, es claro que al organizarse incursionan con éxito en distintas acciones en tanto miembros de su entidad y comunidades de origen.

En principio, esto se explica porque la identidad que deriva de la globalización hace que la mexicanidad pierda fuerza para algunos efectos, tornándose más anónima la afirmación de su significado. Sin embargo, hoy son más frecuentes las alianzas entre agrupaciones de migrantes de varias entidades, que tienen el objetivo de superar el aislamiento e impulsar múltiples programas sociales en su país de origen. Esto indicaría que el migrante ha comenzado a superar ese aislamiento y a verse, extraterritorialmente, como un agente de cambio nacional, al que en otra parte he dado el nombre de "migrante colectivo".

En cuanto a las organizaciones de los migrantes mexicanos de varios estados, particularmente de aquellos que se han organizado en clubes, aunque en general mantienen la idea de que sus organizaciones no son de naturaleza política, lo cierto es que inciden en muchas de las decisiones que se toman sobre los destinos de sus comunidades, llegando incluso a convertirse en organismos sociales con capacidad de negociación ante los distintos niveles de gobierno, lo cual, desde la participación extraterritorial, resulta interesante por su correspondencia con los vientos democratizadores en México, cuyo basamento se alimenta de la sociedad civil.

Si esto es ya importante, resulta serlo más cuando se descubre que los migrantes –y sus descendientes– han adquirido mayor compromiso para involucrarse en los programas y actividades comunitarias impulsadas por sus clubes (Rouse, R. íbid; Itzigsohn, J. 2000). Parte de esta apuesta se basa en la experiencia que está adquiriendo el sector de población joven y en la formación política y cultural de las nuevas generaciones (Grupo de Foco, Chicago, Illinois, octubre de 2000).

En realidad, los resultados más interesantes en favor de esta tendencia coinciden con el hecho de que algunos dirigentes de clubes de migrantes zacatecanos son jóvenes que llegaron a Estados Unidos en sus primeros años de vida o nacieron en ese país y ahora cuentan con formación universitaria. Entre ellos se encuentran Reina Reyes, presidenta de la Federación de Florida; Erika González, presidenta de la Federación de Orange; Martha Jiménez, presidenta del Club Hermandad Las Animas; Ramón Velasco, presidente del Club Regionales de Tayahua; Suliana González, presidenta del Club Social Chacuiloca, y Denise González, graduada en la Universidad de Berkeley y representante del Grupo Juvenil de California.

Asimismo, en febrero de 1999 se conformó en Chicago la Alianza Juvenil de Zacatecas, cuyos integrantes son estudiantes de la Universidad de Illinois, todos ellos hijos de migrantes de primera generación. A ellos se han agregado otros estudiantes, como Zenia Ruiz, egresada de la Universidad del Sur de California. En conjunto se plantean respaldar las acciones de los clubes (Revista de la FCZUSC, 1999-2000 y 2000-2001).

Estos son aspectos novedosos que ya cuestionan las imágenes simplistas que teníamos sobre la identidad y la membresía de los migrantes mexicanos, que en este caso son binacionales.

En síntesis, hoy, ante la presión que produce la globalización económica neoliberal y las políticas desmembradoras de lo regional/local, los migrantes han percibido extraterritorialmente la necesidad de redoblar sus esfuerzos organizativos y asumir una denominación que aluda a sus comunidades de origen.

Obviamente, en estas experiencias resurgen aspectos sobre la identidad, el desarrollo de las redes sociales, la participación política, el impulso a lo regional, etcétera, ya que, ante la globalización y la vivencia en el extranjero, se requiere de una mayor dosis de energía y creatividad para afirmar la identidad nacional mexicana.

Por ello, aun cuando muchos nacieron en Estados Unidos, la identidad menos anónima y más próxima es la que se reconstruye a partir de su patria o comunidad de origen. Dicho en términos culturales, para los migrantes resulta vital la reconfiguración de la identidad basada en la pertenencia comunitaria (Giménez, G. 1993), porque desde el extranjero esta identidad facilita las relaciones a partir del espacio social más inmediato, como el pueblo, la colonia o, incluso, la calle en donde adquiere sentido simbolizado la cotidianidad (loc. cit).

En el caso de los migrantes, se trata de la reconfiguración extraterritorial de la vida comunitaria, donde es posible recuperar y transitar hacia la membresía y la identidad nacional.

Dicho sin rodeos, si se analiza esta situación desde el prisma de las prácticas de los migrantes, a diferencia de quienes se preocupan por una supuesta amenaza contra la soberanía nacional, la demanda del voto por parte de los residentes mexicanos en Estados Unidos constituye, políticamente, una de las reivindicaciones más nacionalistas en el contexto de la globalización, y también configura un vehículo que sirve para reforzar los programas de desarrollo social y productivo de los migrantes hacia su comunidad.

Por tanto, se requiere abordar sin prejuicios la necesidad del voto extraterritorial a partir de la correspondencia que existe entre la nacionalidad, la membresía, la ciudadanía y la participación política. Eso fue lo que se desprendió de la reforma al artículo 36 constitucional, fracción III, en 1996, misma que tiene como intención explícita la viabilidad del voto de los mexicanos residentes en el extranjero.