La Jornada Semanal,   domingo 1º de junio del 2003        núm. 430
Hjalmar Flax

Sylvia de mi corazón



Conocí a Sylvia Rexach en el "Fiesta Bar & Grill", muy cerca de la entrada de Fort Buchanan, una base militar de Estados Unidos, durante la época navideña de 1969-70. (En Puerto Rico la fiesta navideña dura desde el 15 de diciembre hasta el 15 de enero.) Al enterarme luego de que Sylvia fue waac (perteneció a y se licenció del Women’s Auxiliary Army Corps del ejército estadunidense), de que se casó con un soldado norteamericano (que pudo haberse llamado Stanley Kowalski pero se llamó William Reily), 
de que bebía mucho y le gustaba la juerga, pude apreciar la ironía de haberla conocido en un Bar llamado Fiesta a la entrada de una base militar. Caímos allí mi amigo Jorge García y yo luego de no encontrar la dirección que nos dieron dos sonrientes muchachas durante la presentación de mi primer poemario en la Librería Thekes.

Si antes yo había oído de Sylvia Rexach, no la conocí hasta esa noche en el Fiesta, ocho años después de su muerte. Hasta ese momento, mi conocimiento de ella se fundamentaba en opiniones de otros. Tuve una novia a mitad de mi adolescencia y al preguntarle si eran familia (por la coincidencia del apellido), alzó las cejas, frunció la boca y emitió un suave sonido que me dio a entender que Sylvia no era "bien vista" por los residentes de Garden Hills. Quizá mi abuela, o una tía, me dijo sotto voce que Sylvia "bebía" y "corría". (Aunque probablemente lo último no era así, sino mera inferencia por su "estilo de vida".) Sylvia empezó colocándoseme en la marginalidad. 

Ya universitario yo, en casa del maestro Amaury Veray, compositor y profesor de música, lo escuché elogiar la imaginación musical de Sylvia, decirnos que fue su gran amiga, reiterar el gran cariño que le tuvo, y lamentar su muerte con amargura. Supongo que antes de la navidad del ’69 debí haber oído alguna grabación de alguna de sus canciones pero, si así fue, no quedó grabada en mi memoria. 

Aquella noche Jorge y yo llegamos al Fiesta Bar & Grill como a las diez con toda intención de ahogar la decepción causada por la dirección fatua que nos dieron las muchachas. Ya sospechábamos que nos habían cogido de pendejos. Llegamos y nos sentamos frente al largo mostrador que estaba desierto. Jorge pidió un ron con coca cola y yo un whisky en las rocas. Allí, ya sin mucho que decirnos, mientras revisábamos con mirada pensativa la gran cantidad de botellas colocadas sin aparente orden detrás del bar en anaqueles tenuemente iluminados, sorbimos nuestros tragos y pedimos una segunda vuelta. 

¡Entonces ocurrió! Una vellonera escondida llenó el silencio estrepitosamente. Volteé la cabeza. Frente a ella un hombre le echaba monedas. De dónde llegó no sé; quizá estaba sentado en una de las mesas del inmenso salón oscuro a nuestras espaldas. A gran volumen, acompañada de orquesta, una voz femenina (exacta mezcla de tristeza, despecho y experiencia) comenzó a cantar. Terminó el número, y otra vez, a todo volumen, la misma voz, la misma canción: "Triste caravana de recuerdos por mi mente ha pasado/rastros de nostálgia que ha dejado/ un amor ya fracasado..." Y mi indignación por la invasión acústica de nuestros silencios autocompasivos y nuestra inocua conversación comenzó a verse amenazada "…Ojos que te buscan aún sabiendo/ que ya nos estás a mi lado/ labios que suplican que un milagro/ te devuelva a mis brazos..." El hombre que echó las monedas se abrazaba a la vellonera, obviamente borracho. Y la indignación inicial que sentí perdía fuerza y se iba transformando en curiosidad "...Qué difícil es entrar de lleno a una vida sin encantos/ donde ni la pena puede ahogarse en la inmensidad de un llanto..." El hombre que echó las monedas lloraba a lágrima viva sentado en una silla al lado de la vellonera. Mi indignación inicial se había esfumado. Escuchaba aquellos versos y aquella melodía como quien se enamora "…Y de noche, mi corazón despacio/ presentirá tu imagen perdida en el espacio,/ y de noche, mi corazón te nombra/ al presentir tu imagen vagando entre la sombra./ ¡Triste maldición!" Escuchamos la canción muchas veces. Fue la única canción que marcó el obsesivo y lacrimoso secuestrador de velloneras. 

Tiempo después descubrí que era la voz de Carmen Delia Dipiní con la orquesta del dominicano-puertorriqueño Rhadamés Reyes Alfau, y que la canción se llamaba "Alma adentro". La escuchamos esa noche a demasiado volumen, inadecuado para escuchar bien a Sylvia, pero apropiado para precipitar esos versos maravillosos como una avalancha de belleza sobre el ignorante, y recalcarle: "Oye, zángano, lo que te has estado perdiendo."

Salí del Fiesta cambiado. Compré un disco elepé de canciones de Sylvia cantadas por Carmen Delia y Tato Díaz con la orquesta y los arreglos de Rhadamés Reyes Alfau. Al escucharlo reconocí la canción, escuché todo el disco con asombro, y me di cuenta de que sus canciones no se prestan para la voz masculina, con la notable excepción de la citada, "Alma adentro". Poco después compré el disco Sylvia Rexach canta a Sylvia Rexach (otro elepé) que sacó el Instituto del Cultura Puertorriqueña. Las catorce canciones que en él aparecen fueron grabadas junto a otras ¡de un tirón! el 3 de julio de 1958 en los estudios de grabación de Antonio Ochoa y, según me contaron, en una noche de juerga de Sylvia con su amigo el guitarrista y compositor "Tutti" Umpierre. Se escucha la voz de Sylvia, un poco ronca de tabaco, un poco ebria de ron, acojinada por el perfecto acompañamiento que Umpierre le hace a su voz añorante, melancólica, y auténtica. Comprendí que la mejor manera de escuchar las canciones de Sylvia es como ella las canta: en la gran intimidad, en voz de mujer, acompañada por una guitarra sola o por un piano, sometido y discreto, y con feeling. Comprobé también que sus canciones no mejoran con arreglos orquestales.

Sólo hay que imaginarse en voz varonil los siguientes fragmentos para darse cuenta de que las canciones de Sylvia son para una voz inconfundiblemente femenina: "Dime Capitán/ tú, que conoces las aguas de este mar; soy la arena que en la playa está tendida; invasión de ternura, tus pasos; si alcomenzar un día rehúsas recordarme/ ¡Ay!, pobres de tus noches si las usas para olvidarte de mí; frágil luz que brinda una esperanza, una ilusión/ a mi corazón nacido para amar... amar; es tarde para comprender qué es lo que yo siento/ ya no se puede jugar con mis sentimientos; yo era una flor que en la maleza creció." En voz de hombre, las canciones donde figuran estos versos parecen parodias grotescas, en inglés, "travesties", que aquí muy bien traduce como travestis.

He llamado versos a las letras de las canciones de Sylvia porque realmente lo son. En la gran mayoría de sus canciones la "letra" funciona como un poema: comunica todo sin necesidad de la melodía. (En sus canciones, la melodía es sólo la sedosa cama donde yace toda la canción, desnuda.) No puede decirse lo mismo de las canciones de otros grandes compositores populares, tales como los puertorriqueños Rafael Hernández, Pedro Flores, Bobby Capó, Plácido Acevedo. En la canción popular lo usual es que la letra depende de la melodía para revelar todo su encanto. Comprobarlo es fácil: sólo hay que "recitar" la letra de cualquier canción para ver que la letra sola y sin melodía suena hueca, cursi y hasta ridícula, salvo en contadísimas excepciones. Y es que muchas de las canciones de Sylvia son poemas, y buenos. Puede darse un curso de poesía con la letra de sus canciones: hablar de prosodia y versificación, de creación de imágenes, de desarrollo del poema, de uso de la repetición y de otros recursos poéticos, de su admirable capacidad de síntesis. Parece obvio que Sylvia conocía la poesía formalmente y la leía con profundidad. "Anochecer", "Nave sin rumbo", y "Olas y arenas" son una sola metáfora compleja. "Di, corazón" (compuesta a los catorce años), "Es tarde ya", "Y entonces", son manejos magistrales de la repetición. "Matiz de amor" (una de las más bellas canciones que conozco, también compuesta en su adolescencia) es una "canción de arte", Schubert tropical. "Luna sobre El Condado" y "Nuestra luna" desarrollan oblicuamente el tema mediante la imagen de la luna, Venus, la diosa del amor. Y en cuanto al uso de lenguaje sencillo y cotidiano para expresar emoción, ¿podrá alguien detenerse en los siguientes versos y no más decirlos (sin llorar, por favor)?: "Qué difícil es entrar de lleno/ a una vida sin encantos,/ donde ni la pena puede ahogarse/ en la inmensidad del llanto" (de "Alma adentro"); o también en éstos: "Frágil luz que brinda una esperanza, una ilusión/ a mi corazón, nacido para amar... amar..." (de "Matiz de amor"). 

Sylvia nació y murió en Santurce en 1961 de cáncer del estómago a los treinta y nueve años. Perteneció a la burguesía santurcina (fue una "niña de buena familia") cuando Santurce era "el centro", fue a buenas escuelas, sacaba malas calificaciones, duró pocos meses en la universidad, sirvió en el ejército norteamericano, fumaba y bebía, se casó con un soldado norteamericano (padre de sus tres hijos), se divorció, tuvo serios y duraderos problemas económicos, escribió jingles comerciales, fundó la Sociedad de Autores, Compositores y Editores de Música, creó y dirigió un conjunto llamado Las Damiselas, escribió guiones para radionovelas, compuso canciones que a veces parecen las más bellas del mundo, y frecuentaba el ambiente "bohemio", que precisa de lugares llenos de humo y música, donde todos están ebrios o peligrosamente cerca de ese estado donde es ilegal conducir un automóvil y peligroso discutir con el cónyuge. La marginalidad was in her blood.

Sylvia se inició en la marginalidad y continúa en ella. Aún hoy la gran admiración, casi veneración, que gozan sus canciones viene de una minoría. Esta marginalidad se debe en parte a que no dice en sus canciones lo que la mayoría de los puertorriqueños quieren oír. Nuestra sociedad, como toda sociedad latina, es machista y lo era más en la época que a Sylvia le tocó vivir. En sus canciones la mujer que canta se queja de que el hombre amado no la satisface: ["Soy la arena que en la playa está tendida, envidiando a otras arenas que le quedan cerca al mar. Eres tú la inmensa ola que al llegar casi me tocas, pero siempre te me vuelves hacia atrás."]; y que padece de eyaculación prematura: ["Las veces que te derramas sobre arena humedecida ya, creyendo que esta vez me tocarás."]; o de que la abandona después de hacer el amor: ["Dime capitán, tú, que conoces las aguas de este mar, si después de pasar la tempestad dejarás sobre la calma, un inmenso vacío entre mis brazos, o tal vez un corazón hecho pedazos."]; duda del amor que cree sentir: ["Di, corazón, si aún le amas. Di si mi amor aún le llama. Di si en las sombras de la noche su recuerdo vive en mi alma enamorada que no cesa de sufrir."]; desprecia al hombre que la deja plantada y le dice que se va "por ahí" sin darle explicaciones: ["Es tarde ya, porque has venido tú ahora. Es tarde ya, pues ya han pasado varias horas. Es tarde para comprender qué es lo que yo siento. Ya no se puede jugar con mis sentimientos. Es tarde ya, pues hace rato que te fuiste. Fíjate bien, que fuiste tú quien lo quisiste, vida. Es tarde y yo no vuelvo a brindarte tesoros a ti. Es tarde y me esperan. Me voy por ahí."]

Esta imagen de mujer frustrada pero libre, insatisfecha y decepcionada por el hombre amado, que busca amor "por ahí", amenaza imperdonablemente al "macho" que se cree capaz de satisfacer a todas las mujeres y con derecho a exigirle absoluta fidelidad aunque él no sienta la misma obligación. Esta imagen fue y sigue siendo politically incorrect.

Pero esta imagen de la mujer que también sufre por el desamor y el abandono del hombre amado, despreciado a veces pero nunca descartado, y en ocasiones idealizado, también es politically incorrect y le impide entrar al ideario feminista. 

También resulta politically incorrect que no compusiera una canción alabando las bellezas de la patria, proclamando los ideales libertarios puertorriqueños, o denunciando la opresión colonial de Estados Unidos. 

Todos estos factores contribuyen a mantenerla en la marginalidad. (Que, dicho sea de paso, es donde mejor se está en La Isla del Encanto. Así llamamos los puertorriqueños a Puerto Rico, quizás porque nos gusta vivir en un estado de encantamiento, dentro de nubarrones ideológicos y pensamientos mágicos, lo más retirado que se pueda de la realidad cotidiana. Lo cotidiano nos resulta, más que insoportable, muy aburrido e inmerecedor de nuestra atención. Y quien se atreva señalárnoslo, "sacarnos los trapos sucios", resulta amenazante y marginable más allá de toda duda razonable.) 

Pero Sylvia Rexach vive gloriosa en la marginalidad en compañía de Luis Palés Matos, que también goza entre la minoría de los puertorriqueños de admiración y veneración. Comparte con nuestro mayor poeta "la desgracia" de no decir lo esperado. Palés se atrevió a señalar (en los años treinta) la mulatez de nuestra cultura y nuestro lenguaje cuando la opinión unívoca de todos los intelectuales del país proclamaba la pureza hispana de nuestra cultura y la ausencia en ella de cualquier otra influencia, sobre todo la africana. Palés, porque describió a Puerto Rico como "la tierra estéril y madrastra" (en Topografía), y le pide a Dios, al comienzo y al final de su poema "Pueblo": "¡Piedad, Señor, piedad para mi pobre pueblo/ donde mi pobre gente se morirá de nada!", y por su libro más conocido y menos entendido: Tuntún de pasa y grifería, fue despreciado por Juan Antonio Corretjer y sus discípulos de "la generación del sesenta" con la frase (que, como un búmerang, regresa a perseguirlos) de que su poesía es "pura forma y ningún contenido". Y en nuestros días, muchos lo tildan de "racista" por poemas cuya negritud sociológica es discutible. Palés Matos, como Sylvia Rexach, nos decía verdades, y a nosotros los puertorriqueños no nos gustan las verdades; somos soñadores y la verdad es enemiga del sueño.

La cultura musical de Sylvia (leía música, tocaba piano, guitarra y saxofón), fue otro factor que la marginó. Amaury Veray me había dicho que Sylvia, aunque no la escribía, sabía de música y tenía mucha imaginación musical. Pude comprobarlo la primera vez que traté de sacar en el piano una canción de Sylvia aplicando la consabida fórmula de tres acordes usada casi en la totalidad de la música popular: tónica, dominante y subdominante, Do-Fa-Sol, Re-Sol-La, etcétera. Fue imposible. La asombrosa riqueza armónica de Sylvia es extraña a la música popular. La variedad armónica, las sorpresas, las progresiones y resoluciones de los acordes, requieren de un músico experimentado o al menos que pueda leer una partitura, y más le vale ensayar la pieza antes de sacar la guitarra o sentarse al piano en una fiesta. Esta riqueza también está en sus melodías y por eso es difícil cantarla. ¡Cuántas veces he escuchado sus canciones asesinadas con tres acordes y un titubeante simulacro de línea melódica, salvadas sólo por la magnífica letra de sus versos! Esto también contribuye a mantenerla en la marginalidad, especialmente en esta su pequeña patria y la mía donde el conocimiento te hace sospechoso y te margina. ¡Triste maldición!

Su hija Sharon publicó un cancionero con algunas de sus canciones (las que aquí menciono y otras que aparecen en el disco que publicó el icp) y algunas fotos extraordinarias, cuatro de las cuales quiero resaltar. En el interior de la portada, una foto borrosa de Sylvia adolescente, sorprendida. En la tercera página, una foto profesional de Sylvia joven con un cigarrillo humeante en la boca en pose de estrella de cine de los años cuarenta y una mirada que trata de ser "sexy" pero deja colar una tristeza profunda. (Bien pudo haberse usado esta foto en la promoción del conjunto que fundó y dirigió, Las Damiselas, magnífico nombre irónico.) Casi al final, una foto cursi "de estudio": Sylvia y Amaury Veray acodados sobre un pilar de utilería que reza verticalmente "Siempre Tuyo". Y, finalmente, en el interior de la contraportada, una foto de Sylvia en una fiesta, traje escotado, collar de rhinestones, y una mano de hombre apoyada en su hombro. Se ve avejentada, consumida (quizá padeciendo ya el cáncer del estómago que poco después le causó la muerte). Tiene un cigarrillo humeante en la mano izquierda, una mirada fija que ya no es triste, quizá un poco ofuscada por el trago que no vemos, y una leve sonrisa triunfal. Todo nos dice: "Soy Sylvia Rexach, y si no les gusta, váyanse al carajo."