La Jornada Semanal, 1º  de junio  del 2003        430

 C U E N T O

LA CADENCIA ENCADENADA

 
ENRIQUE HÉCTORGONZÁLEZ

Mauricio Montiel Figueiras,
La piel insomne,
Norma ,
México, 2002.

De la voz al eco, de la carne a la epidermis hay siempre una distancia sustancial: una suerte de vacío lleno de fulgores fecundos, de aire desairado. No puede decirse que la carne, sin más, sea la piel, ni las vísceras del eco ese silencio que escuchamos, raramente, cuando la vida deja de golpear y los objetos de asirse unos a otros, porque las palabras, vocerío disecado en la página impresa, suben y bajan de tono en un fuelle furibundo que no reconoce recesos. Con una intuición de este calibre –la que sabe obedecer al ritmo, más que al sentido; al espejismo de la imagen, más que a la imagen en sí–, Montiel Figueiras escribe sus cuentos.

El título bajo el que los reúne remite casi irremediablemente a la figura del deseo. ¿Se trata de un narrador de historias erógenas? No necesariamente, si se piensa que la sensualidad de un texto reside sólo en lo que cuenta. El lenguaje poético de ascendencia surrealista que asumen los textos no deja lugar a dudas de que el lector tendrá que vérselas con un proceso paulatino de erotización conforme avanza la lectura, de modo que ya en los últimos cuentos (ésos que, en un alarde de vocación multimédica, el autor precede del epígrafe bonus tracks) sabrá muy bien qué hacer con las anécdotas que dan pie a los relatos: remitirlas al desván de lo inasible para quedarse solamente con el reflujo verbal de las historias, una marea de frases que copulan entre sí, una y otra vez, como amantes ensimismadas en la hipnótica erosión de cualquier otro mundo que no sea el de sus feroces embestidas.

No es frecuente, pero sí significativo, que un libro nos enseñe a leerlo. Uno de los más altos méritos de los cuentos de Montiel Figueiras es que, sin prisa y sin pausa, va fraguando el soporte de sus estructuras oníricas frente al lector en un lentísimo streap tease que, antes que buscar la desnudez estilística, se abandona en una paciente telaraña de anáforas voraces, recurso del que acaso abuse un poco el autor: es un afán rítmico que trabaja en demérito de toda sorpresa. Fatigando de ese modo las frases hasta casi provocar su desaparición, ronroneando como un gato que gasta el mismo húmedo jergón sin tregua, la música verbal (así lo diría Borges, para subrayar la naturaleza sonora de la prosa literaria) de Montiel –viudo de sí mismo, deudo de sus deudas con ese otro encantador de la muerte extática: Julio Cortázar–, juega todo el tiempo a encadenarse en cadencias, a ser fiel al pulso de sus pulsiones más evidentes: domesticar (casi escribo: domasticar) la palabra en silabeos intermitentes, coleccionar imágenes como Nabokov mariposas y hacer con ellas una Lolita letal, la figura fascinante de una voz urgente y sutil, vestida fastuosamente y al mismo tiempo inmersa en su piel insomne: estatua tatuada de su propia desnudez.

Son varios los cuentos que, en efecto, acusan la ascendencia de Cortázar en la figura del doble (el Ulises-Odiseo de "Telefonemas del otro lado"; precisamente "La doble oscuridad de Gabriel"), en el fraseo jazzístico de su prosa sólo aparentemente entregada a los azares de la libre asociación y hasta en la anécdota de "Hotel en semicírculo", donde Jules (¡claro!) emerge del saxo con la fuerza de Charlie Parker en "El perseguidor". Más allá de este contacto liminar, los entrecruzamientos de la ficción y la realidad, de la realidad de un cuadro y la mascarada de la mera vigilia, tan caros al mismo Cortázar, hacen pensar, más bien, en que la narrativa de Montiel Figueiras se incrusta en la tradición de una doble fantasía –la erótica y la de la imaginación de otros mundos posibles en éste– sin el permiso de nadie y casi a contrapelo de las tendencias hiperrrealistas y testimoniales que abruman la obra de algunos narradores recientes.

Por otra parte, los roces de ciertas historias con lo siniestro ("El patio de los seiscientos caracoles" sería el paradigma de este perfil) vinculan a una suerte de Lovecraft milleriano –si es que tal cruza puede existir– el trabajo de Figueiras, el taimado erotismo en la perversión que se dibuja en algunos de sus cuadros narrativos, cuadros porque, por cierto, otra "línea de sangre" importantísima en su obra es el cine y su necia vocación de esculpir tiempo, como lo entendió Tarkovsky.

Si "la piel es lo más profundo", según Gilles Deleuze; si se trata de un artículo literario de notable prosapia libresca (desde La piel de zapa hasta La piel del cielo, pasando por cualquier otro Cambio de piel), no es de asombrarse que todo este coctel de espasmos quepa en La piel insomne, infinita cascada de frases cadenciosas, húmeda epifanía en la epidermis de un sueño que no llega •