La Jornada Semanal,   domingo 15 de junio del 2003        núm. 432
Enrique Echeverría: recuento

Raquel Tibol


A ochenta años de su nacimiento y treinta y uno de su temprana muerte, en el Palacio de Bellas Artes (Salas Nacional, Diego Rivera, Paul Westheim y Justino Fernández) se muestra desde el pasado abril hasta julio el mayor conjunto de obras (151) que se haya exhibido del pintor y dibujante Enrique Echeverría. La museografía, con amplio y atractivo apoyo documental, se ha distribuido por técnicas y cronológicamente (solución anacrónica), con errores de iluminación y distribución de mamparas en la sala Diego Rivera. Hay que lamentarlo porque en este espacio, que fue encajonado, está la etapa final, significada por audacias bien calibradas en colores, texturas y composición. Otro error es la casi nula publicidad para esta plausible, necesaria e importantísima exposición.

Para unirme a la celebración echeverriana decidí rescatar párrafos de artículos que dediqué a exposiciones de este artista cuya obra mejor no sólo no se ha marchitado sino que acrecentó su energía estética.

1959. Echeverría es un pintor dotado, se siente en cada centímetro de sus telas que la pintura para él es lenguaje esencial, necesario. En ningún momento se puede dudar de la sinceridad radical, conflictiva, dramática de Echeverría. Es tan fuerte su problema como creador que se interpone entre sus telas y el observador, despertando extraños y desconcertantes sentimientos.

Echeverría ha ido adquiriendo una personalidad cada vez más honda en los colores y en la substancia pictórica, personalidad también en el componente de ilusión óptica lograda por el juego creativo de esos colores y de esa substancia; pero el asunto, la cosa compuesta con los colores y la substancia sigue permeable a influencias. Muchos de sus cuadros resultan versiones a la Echeverría de hallazgos o expresiones logradas ya por Vlady o por Tamayo. Las lunas es un asunto tamayesco resuelto a la Vlady: un hombre que podrían ser varios hombres o el mismo individuo girando en su desconcierto observa absorto, asustado, estremecido, temblando de alegría o de terror el paso fugaz de unos satélites naturales o artificiales que marcan órbitas opuestas y encendidas. El hombre solo en la noche, diluido en su contemplación, olvida el pequeño paisaje de ciudad que lo respalda y se crece en su admiración, se expande. Unos azules magníficos, de aire tenso y nocturnal inundan la superficie (o quizá sea mejor decir: la profundidad pictórica), tensión que se quiebra en las lunitas que agujeran la atmósfera tensa, sin resquebrajarla, con sus vuelos opuestos y sugestivos. Otro cuadro vladesco por forma y contenido lleva por título Intelectual perseguido. En medio de un vibrante juego de planos que parecen predicar primero el purismo plástico y después el asunto, encerrados en esos planos que forman una red abstracta y figurativa a la vez aparece un ojo que mira fijamente, enaltecido o seguro de sí. Del rostro sólo la barba como dato objetivo y un trazo negro, como de venda, señala el sitio de los labios. Un clima de claustro o celda, sólo interrumpido por un plano brillante como de luz, de rendija o ventana o incisión que aparece a la izquierda.

Las pinturas se titulan Niño y Niña; pero en verdad son fantasmas estupendamente escritos sobre la tela con gamas de rojos, blancos, amarillos, acentuados ricamente con verdes, negros, azules. De su contacto con la pintura española, en el taller de Arturo Souto primero y directamente en los museos ibéricos después, Echeverría conserva el gusto por una profunda, sugestiva, muy honda tercera dimensión, más que construida, ilusoria, necesitada de la dinámica del espectador en movimiento para adquirir toda su grandeza, que se insinúa paulatinamente a medida que uno se aleja de la pintura.

1974. Enrique Echeverría murió el 25 de noviembre de 1972 cuando su pintura lucía una paleta de una frescura y una vibración como nunca antes había poseído y de la que dio excelentes muestras en el conjunto de tintas a la acetona que exhibió en 1971 en la Galería de Arte Mexicano. Francisco de Quevedo decía que "el mayor de los atrevimientos es hijo del mayor de los temores". Con los adelantos de la química se puede parafrasear a Quevedo y comprobar que se tienen atrevimientos a pesar de las alergias. Ese fue el caso de Enrique Echeverría, pintor de óleos y acuarelas que un buen día se dispuso a experimentar con sintéticos. Sintéticos como base y sintéticos como materia pictórica. La base fueron planchas de acetato flexible, mientras que la materia pinturas industriales diluidas con thinner. Con estos materiales alcanzó Echeverría a hacer treinta obras, hasta que la intoxicación que las substancias químicas le produjeron lo dejó de cama y tuvo que decir ¡basta! Las mejores veinticinco piezas de aquel conjunto integraron justamente su última exposición. Eran pinturas de pequeñas dimensiones. El accidente sanitario corresponde a la trágica historia clínica de Enrique Echeverría; pero el accidente plástico voluntario quedará como un notable capítulo en su currículum de gran colorista y constructor de empastes sutiles, rítmicos, expresivos, que lograba con espátulas y pinceles de diverso tamaño, sin que haya que descartar el uso de otros instrumentos, ya sea caseros o inventados sobre la marcha.

Los sintéticos muy diluidos, usados de hecho como tintas, con su particular brillantez, que la base de acetato fija pero no rechupa, permitieron a Echeverría cultivar una figuración muy fluida, poseedora de movimientos ilusorios que los imprevistos contornos acentuaban. Él tenía una explicación para este paso experimental: "Aunque el contacto con esas substancias me hacía sentir muy mal, me interesaba el resultado de jugar con los charcos de tinta sobre planchas flexibles, provocando accidentes y controlándolos en función de la figura. Un patrón formal fue predominando: una figura femenina en posición vertical. Accidente y figura fueron pretextos para conocer el material."

Después de la riesgosa prueba Echeverría regresó humildemente al saludable, al para él amable óleo. Entonces afirmó: "Quiero hacer cuadros abstractos que no tengan ninguna referencia figurativa." Pero tal deseo no se correspondía con su impulso creador, porque según lo demuestran sus últimos cuadros inconclusos había en él una necesidad de representar figuras; su "abstraccionismo orgánico" estuvo siempre compuesto de referencias a la naturaleza: plantas, paisajes, cosas, tierra, cielo y aire. Figuras con estupenda atmósfera cromática son Boceto de mujer o Boceto de León Felipe, retrato notable que planta la figura alargada del poeta a quien los años han quitado kilos a la vez que han puesto mayor intensidad en la mirada. En estas pinturas los colores son de una claridad matinal incontaminada. Como todos los cuadros de su último periodo, expresan una satisfacción ilimitada por el humano atributo de crear luz y cromatismo, de distribuir vibración en un espacio limitado de manera tal que la atmósfera no tenga límite.

Al estudiar sistemáticamente los diversos periodos de su trabajo se puede ubicar un primer tiempo escolástico en el que despunta con aciertos definitivos el individuo dotado para ver la pintura como luz, para quien la luz es el arquitecto de planos y términos. Podía esperarse que en el primer rompimiento negara el primer afecto, y así ocurrió. Echeverría entró entonces en una etapa sombría: colores terrosos entre los que señoreaban los grises oscuros y los negros, echando un velo de sombras sobre azules, ocres, verdes y rojos. Que le interesaron ciertos aspectos del cubismo sintético queda evidenciado en piezas como Los futbolistas, Mesa de estudio, Ester en el jardín, todas de 1962; aunque su propensión por un recoleto y sutil lirismo le impedía ordenar sus racionalizaciones como lograron hacerlo los cubistas. Quizás pensó con ánimo generoso, cordial, que no había por qué forzar al espectador a desentrañar un cúmulo de contornos perdidos entre tinieblas. Da la impresión que en sus últimos años, jóvenes todavía, pintaba para los demás en el sentido de compartir el goce de un fruto cosechado sin premura. Su pintura no es de instantes, no es gestual; sus flores no son de un día. Es evidente que le dio a cada parte su tiempo de maduración y que sus cuadros estuvieron en el taller el tiempo suficiente como para encontrar su punto final.

1980. En los años cincuenta, tanto en Europa como en Estados Unidos, los artistas rompen con barreras ortodoxas y después de aceptar y asimilar expresionismo, surrealismo y abstracción, se internan en una práctica menos purista, más amalgamada, más polivalente, trabando una nueva relación con el entorno. Es en esta corriente imaginativa, lírica, de reencuentro con el romanticismo, donde podemos situar a Enrique Echeverría. Dos periodos se pueden perfilar en su obra: el de color austero y el de color festivo, con un preludio en el que rinde cuentas de lo aprendido con su maestro, el pintor español Arturo Souto. En el periodo austero distribuye las pastas en planos apenas adheridos a la figuración. Esta manera se extiende de 1959 hasta un poco más allá de 1965. A partir de 1967 encontramos a Echeverría instalado en el color puro y vibrante, con paisajes y flores para nada naturalistas. Su cantarina relación con lo vegetal se sitúa en lo que Herbert Read llamó "paisaje abstracto". En uno y otro periodo los temas (sea el color, la forma, la composición o la elaboración conjunta de esos valores) se van desarrollando por series. Muy compacta es la serie de aguadas de 1964, todas ellas trabajadas dentro de una estética fauve. Pareciera que al final de su vida, cuando ya tenía conciencia de su grave enfermedad, buscó un reencuentro con el impresionismo y su profeta: William Turner. Para prueba están los pequeños paisajes de España hechos en 1972.