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México D.F. Sábado 28 de junio de 2003

Marcos Roitman Rosenmann

Gachupines

La primera vez que viajé a México lo hice en plena celebración de las fiestas de Independencia, segunda y tercera semana de septiembre. Mis amigos, tanto mexicanos como latinoamericanos residentes, todos exiliados, me hicieron partícipe de la tradición. En pleno Zócalo escuché el grito: "mueran los gachupines". Poco podía atisbar en aquel 1981 el significado cultural de aquel "improperio" lanzado contra los españoles realistas. Había trascurrido más de siglo y medio y seguía presente la sensación de libertad y algarabía que seguramente impregnó la lucha por la soberanía y el derecho de autodeterminación en México. Los bustos de Morelos e Hidalgo lucían destellos de colores sostenidos por fuertes alambres de acero que cruzaban el Zócalo.

Eran tiempos en los que nada hacía pensar en los grandes cambios que convulsionarían el mundo en la década de los 80. La revolución sandinista, en su comienzo, producía esperanza en quienes estaban convencidos del fin de las revoluciones. Se olía el desencanto y la crítica fácil. Por suerte los sandinistas podrían redimir el socialismo. Su revolución, identificada como democrática, nacional, popular, de economía mixta y antimperialista, era buen punto de inflexión para mostrar sus diferencias con la única experiencia que sobrevivía en América Latina: Cuba socialista. Algunos ya sentían la necesidad de romper con la Revolución Cubana. Los tiempos conservadores estaban en ciernes: Reagan en Estados Unidos, la Dama de hierro en Gran Bretaña, y para colmo las tiranías del cono sur se unían en una estrategia de muerte y tortura. La Operación Cóndor entrelazaba a Chile, Argentina, Brasil, Bolivia, Uruguay y Paraguay en la guerra sucia. La desaparición de hombres, mujeres y niños se coordinó para racionalizar y mejorar las técnicas represivas y persecución de opositores a las tiranías. En los 70 ya daban muestra de su desprecio a la vida y los valores humanos. La muerte de Orlando Leterier y su secretaria en Washington, así como la del comandante en jefe de las fuerzas armadas chilenas durante el gobierno de Salvador Allende, exiliado en Buenos Aires, Carlos Prats, eran sus antecedentes.

La estancia en México se mezcló con las consabidas visitas obligadas. Desde las pirámides hasta la librería Gandhi; por el sur a Chiapas y luego de regreso por Oaxaca. No hubo contratiempos. Mi compañera no sufrió la "llamada venganza de Moctezuma". Yo no podía ser objeto de maldición alguna dado mi origen chileno. Eso me hacía "inmune" a Moctezuma. Sólo que mi acento y entonación, por los años de residencia en Madrid, me visualizaban como un "andaluz" o "canario". Además, el origen castellano-manchego de Aurora era suficiente para ser considerados ambos "gachupines". Algunos huevos de harina, confetis y agua aderezaron la caminata por el Zócalo.

Ya de regreso a Madrid, con distancia de por medio, el adjetivo "gachupín" entró en el olvido. Sin embargo, mi continuo ir a México durante más de 20 años me han hecho un poco bastante mexicano. Ni modo. Si pienso en las estancias, y sumo los días y semanas, he vivido en la ciudad de México más de tres años. Siempre mantengo en la memoria los olores, tanto de la gasolina como de las tortillas, el colorido de la jacaranda en primavera y el llorar de los ojos por la contaminación, sólo apaciguado por las lluvias en su desenfrenado caer en los meses de invierno.

Lo de "gachupín" lo seguí escuchando para referirse de forma despectiva a las opiniones vertidas respecto a la realidad de América Latina provenientes de España o de europeos. Intuí que tras el adjetivo se ocultaba un rechazo a los aires de superioridad eurocéntrica tan habitual en el turista político y académico del Primer Mundo que emite sus afirmaciones sobre la realidad social, económica, cultural, étnica o política de México y América Latina sin más información que la proveniente de las revistas de Interviú publicadas en Europa o Estados Unidos. Por ello, la sabiduría popular, siempre atinada, ha sabido distinguir entre la soberbia del ignorante y presuntuoso español, a quien le apodan "gachupín", de quienes en su sabiduría son capaces de diferenciar entre los tópicos y el conocimiento de la realidad latinoamericana. Resulta hermoso constatar que el término no se aplica para los exiliados de la segunda república, tal como reza la voz en el Diccionario de uso del español, de María Moliner.

Desde hace unos meses no puedo despegarme de utilizar la palabra "gachupín" en Madrid. No podía ser de otro modo: España está llena de "gachupines". Es más, son "gachupines". Pero no lo notaba con tanta fuerza. Aquí no se salvan ni unos ni otros. Si la vara de medir es la ideológica, compromete tanto a la izquierda como a la derecha. Por supuesto, hay excepciones, las mínimas, por algo lo son. Cartas contra Cuba, desplegados contra Venezuela, descalificaciones al EZLN y para más inri los tópicos de siempre.

Los latinoamericanos son seres impresentables, ladrones, narcotraficantes, incultos, vagos, mentirosos y poco fiables. Recuerdo a Mario Benedetti decir que en Europa sus gentes gustan de apoyar las revoluciones fracasadas. No sin interés, la España de los "gachupines" recibe con saraos a los considerados latinoamericanos nobles, aquellos representantes de la cultura complaciente y social-conformista. Defensores de Occidente y sus tradiciones. Renegando de su identidad, entran en Europa por la puerta falsa, sin trámites. Presentan sus obras junto con Felipe González, ex presidente corrupto, y disfrutan de las mieles del poder. Reciben buenos dividendos, por supuesto, en euros o dólares.

Son 29 años viviendo en Madrid. Es una ciudad amable, aunque con los mismos peligros y males de una gran urbe. No es diferente a la ciudad de México o a Buenos Aires. Siento sus calles en mi piel y desde luego defiendo su identidad. Me identifico como madrileño adoptado y no resisto pasear por Recoletos, Castellana o Atocha. Cuando "aterricé" en Madrid, allá por junio de 1974, lo hice pensando en una estancia breve. Creí que en Chile la tiranía no tendría mucha vida. Pasaron los años y se echaron raíces. Ya "español", habiendo jurado la Constitución y siendo funcionario del Estado, como académico, constato que no podré llegar a ser "gachupín". Ese desprecio a la cultura latinoamericana, visible en la vida cotidiana y en las actitudes chulescas de sus gobiernos, es inaceptable. Más aún la visión de conquistadores asumida desde siempre, cuya cara hoy son las inversiones y negocios que tienen por únicos fines la explotación y el esquilme de las riquezas en fuerza de trabajo, en minerales o en expatriación de beneficios. En septiembre de 2003, cuando vaya a México, gritaré esta vez más convencido: "šAbajo los gachupines!"

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