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México D.F. Domingo 29 de junio de 2003

Carlos Montemayor

Una confesión de William Faulkner

A principios de 1956, durante un viaje de William Faulkner a Nueva York, Jean Stein Vanden Heuvel le hizo una célebre entrevista que publicó poco después The Paris Review. Faulkner expresó ahí varias de sus más famosas y escandalosas declaraciones sobre el tipo de ambiente que requiere en su vida el escritor.

Declaró, por ejemplo, que el escritor necesita una concentración absoluta en su propia obra; que para el artista sólo su obra debía ser importante; hacia ella encaminar todos sus esfuerzos, todos sus valores; que el escritor podía ser ''completamente amoral en el sentido de que sería capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar la obra", porque el "artista es responsable sólo ante su obra" y "lo echa todo por la borda; el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir el libro".

La entrevistadora posiblemente creyó que Faulkner defendía la condición "maldita" del artista, y llegó a pensar que esas condiciones trágicas, antisociales, debían predominar en el creador; preguntó entonces si la carencia de todos los elementos de felicidad y de seguridad humana eran un factor importante en la creatividad del artista. Faulkner respondió: "No, esas cosas sólo son importantes para su paz y su contento". A esto, y sin entender aún el sentido de las declaraciones iniciales de Faulkner, la entrevistadora volvió a insistir en su pregunta y la modificó inquiriendo por el mejor ambiente para un escritor. Faulkner atajó de inmediato: "El arte tampoco tiene nada que ver con el ambiente".

Y confesó, entonces, con fina ironía, que su mejor empleo había sido el de administrador de un prostíbulo. Que ahí pudo gozar de una relativa libertad económica, disponer de un techo sobre su cabeza, llevar unas pocas y sencillas cuentas, acudir una vez al mes a pagar a la policía local, tener una magnífica relación con las mujeres, que ahí le llamaban "señor", y también una buena relación con los contrabandistas de bebidas. Pero que, sobre todo, ese lugar había sido el más tranquilo para poder escribir durante las mañanas, que es la mejor hora para que el escritor trabaje. Para rematar estas "confesiones", ante el asombro de la entrevistadora, concluyó en una especie de resumen que a un escritor como él le bastaba sólo con papel, tabaco, algo de comida y un poco de whisky.

Estas declaraciones, insólitas para lectores puritanos, contaban también con la afirmación de que "nada puede destruir al buen escritor. Lo único que puede alterar al buen escritor es la muerte".

En verdad, Faulkner advertía, escudado en un gran humor, del peligro que acecha al escritor de todas las épocas por el triunfo público, por la fama, por el dinero, por los honores. Insistía en que el escritor sólo debe estar atento a su obra; todo lo demás lo distrae, lo anula. No es la fama lo que un escritor debe buscar, no es la comodidad del dinero lo que debe esperar, sino la fuerza de la vida para seguir escribiendo. Un empleo como el que elogió Faulkner en esa entrevista, en realidad pone al escritor frente al deber único que debe asumir: no darle importancia a los honores, no darle importancia a la "sociedad", no darle importancia a la comodidad del mundo, sólo defender su honestidad de artista, sólo no alejarse de su verdad personal. Curiosamente, era una declaración devota, solitaria, por el arte. Es decir, puritana.

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