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México D.F. Miércoles 2 de julio de 2003

Arnoldo Kraus

Tristeza y muerte. Unas notas

Incluso antes del advenimiento de la ingeniería genética, de las técnicas para descifrar los misterios del genoma o de la clonación, pocos, o quizás ningún médico, se hubiesen atrevido a llenar un certificado de defunción, asentando que la causa de muerte fue tristeza. No sólo los médicos "no se aventuran" a diagnosticar tristeza como razón de muerte, porque en el cuerpo no es posible atestiguar las huellas de la nostalgia o de la melancolía, o porque los patólogos encuentren imposible disecar tejidos en donde el corazón esté infiltrado por dolor del alma. O bien, porque el cerebro invadido por células saturadas de nostalgia o los intestinos cargados de neoformaciones plagadas de pesadumbre, sino porque es difícil pensar que los seres humanos mueran de tristeza. Esto, a pesar de que se sabe que cuando fallece una persona vieja es muy frecuente que su pareja siga el mismo camino en poco tiempo. O, como bien saben los novelistas avezados, es común que tras el deceso del amo muera el perro que lo acompañó durante años.

Morir de nostalgia, sobre todo en estos tiempos, es, más bien, materia de cine, teatro, novelas y, por supuesto, vena de los poetas románticos, pero no de la vida real. La nostalgia es demasiado nebulosa, demasiado alejada de la piel, poco inasible y difícil de digerir como para tomarla demasiado en serio cuando se trata de un cuerpo sin vida o de una persona cuyo tiempo de morir no correspondía a su propia muerte. Tanto al lego como al médico les resulta impensable que la tristeza conduzca al fin o que la nostalgia sea una enfermedad más letal que las que usualmente cavan tumbas. Sin embargo, algunas experiencias y estudios apuntan en sentido contrario.

Recientemente, una investigación efectuada en Dinamarca demostró que el deceso de un hijo o una hija incrementa en las madres la mortalidad por causas naturales y no naturales -accidentes, suicidios-, mientras en los padres también hubo mayor mortalidad por causas no naturales. Es probable que el aumento en las defunciones de los progenitores se deba a que el estrés produce cambios en diversos órganos del cuerpo, como en el sistema inmune, el neuroendócrino y el sistema nervioso simpático, cuyas alteraciones se concatenan, a su vez, con diversas enfermedades. Por otra parte, se sabe que el duelo y el luto pueden asociarse a trastornos siquiátricos que modifican "estilos de vida" y que se vinculan con el incremento en el consumo de alcohol y tabaco, así como con la disminución de actividades sanas como el ejercicio o la socialización.

En las madres, cuando el vástago fallecido era menor de 18 años, o cuando el deceso fue repentino o violento, la tasa de muerte se incrementó. Se sabe también que cuando los progenitores son más viejos al momento de la muerte del hijo, su capacidad para confrontar el problema es menor. Lo mismo sucede si el hijo o la hija que fallece no tiene hermanos. Ambas circunstancias se asociaron a problemas "más graves" en los padres. Asimismo, es interesante mencionar que el nivel socioeconómico de los padres no modifica el efecto del duelo.

Los datos anteriores son contundentes. Cuando se efectúan estudios comparativos entre progenitores que han perdido hijos contra quienes no han confrontado esa desgracia, la "muerte temprana" es más frecuente en los primeros. Además, son contundentes porque los decesos fueron secundarios tanto a enfermedades naturales -cáncer, infecciones, problemas digestivos- como a problemas relacionados con el estrés como son el suicidio, accidentes y quizás (auto)abandono.

Es evidente que la vida de los progenitores se modifica tras la muerte de un hijo o hija, y es sin duda interesante que cuando el deceso fue por causas inesperadas o violentas la carga -Ƒla culpa?- para los padres es más compleja y difícil de manejar: en este subgrupo el aumento en las muertes de los ascendientes fue mayor. A las alteraciones orgánicas antes listadas debe agregarse el peso de la tristeza o de la melancolía -hay quienes consideran que la melancolía es una forma de tristeza-, que si bien es una alteración no mensurable, juega un papel crítico en el devenir del duelo, del luto, de la culpa y, por supuesto, de la muerte "atemporal".

La tristeza es un fenómeno poco comprendido en nuestros días, una situación que parece lejana porque no deja huellas visibles, porque no produce heridas. Es una sensación de la cual se huye, ya que no se cuenta con las herramientas para entenderla, para penetrarla. Sin embargo, su presencia es evidente, como lo demuestran algunos padres que "deciden" seguir a sus vástagos fallecidos como remedio para su propia melancolía.

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