La Jornada Semanal,   domingo 20 de julio del 2003        núm. 437
 El arte de la guerra
Verónica Fulco y
Magdalena Pagano
In memoriam Julio Pagano
Argentina es un país con una cultura política alimentada a través de los años. La memoria se ha mantenido viva y alerta y la historia más reciente se ha transmitido generación tras generación.

De la pesadilla de los años oscuros de dictaduras militares, vimos surgir a ese grupo de mujeres de pañuelos blancos que cada semana, durante los últimos veintisiete años, marcharon a la histórica Plaza de Mayo en reclamo de justicia, haciendo suyas las banderas de los 30 mil desaparecidos a favor de una transformación social.

La década menemista, signada por la profundización del programa neoliberal con sus ajustes sobre la educación y la salud y la creciente privatización de los espacios y servicios públicos, modificó las pautas culturales, alterando, entre otras cosas, los sitios de reunión (entonces eran los shoppings los que nos congregaban) Sin embargo tampoco estuvo exenta de multitudinarias marchas contra el gatillo fácil (una práctica siempre en boga entre los cuerpos de "seguridad") y de movilizaciones estudiantiles que defendían la escuela pública y gratuita.

No obstante, la crisis se precipitó en los últimos años y estalló en esas jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 en que la gente salió a la calle en una masiva y espontánea acción de desobediencia civil frente al gesto agónico del gobierno de Fernando de la Rúa de imponer el estado de sitio. 

Desde entonces sucedieron muchas cosas, pero lo cierto es que algo cambió a partir de estos hechos.

Si bien la efervescencia social de esos días ha decrecido, hoy muchas fábricas producen bajo control obrero, se propagan proyectos autogestivos entre los marginados del mercado laboral, las asambleas barriales siguen promoviendo la discusión en sus barrios, ha habido una recuperación de los espacios públicos y las movilizaciones se suceden casi a diario. En ellas se manifiesta, a su vez, otro fenómeno: expresiones creativas generadas tanto por grupos de artistas como por colectivos ciudadanos de diversa procedencia. Estas propuestas que surgen cuestionando la hegemonía del panfleto y la pancarta como únicas posibilidades de soporte de un discurso político, reafirman, en palabras del crítico de arte Alberto Giudici, "el fin del apoliticismo posmoderno característico de los noventa".

Transcurre el año 2002 y otra protesta congrega a miles de personas frente al Congreso Nacional. Una fila de vallas colocada alrededor de este edificio separa a los manifestantes de los agentes de la policía que, vestidos y armados como para una guerra, esperan la orden para empezar a reprimir. El gac (Grupo Arte Callejero) ha pegado en las vallas una serie de carteles que advierten: "No alimente a los animales".

Unos meses antes, un grupo de vecinos realiza una serie de escraches ante las sucursales de los bancos en que ha quedado atrapado su dinero. Como una encarnación actualizada de la Familia obrera que Oscar Bony presentara en el Instituto Di Tella como parte de la muestra Experiencias ’68, uno de estos vecinos logra captar la atención de los medios de comunicación que estaban en el lugar: vestido con ropa veraniega, había acomodado una reposera dentro de una de las filiales bancarias. Junto a él, sus niños jugaban con baldes y palas como si estuvieran en la playa. Su esposa cebaba mate en una lona colocada en el piso. Cuando los reporteros preguntaron, el hombre señaló: "Como mis ahorros quedaron atrapados en el corralito y no me puedo ir a ningún lado, he decidido pasar las vacaciones junto a mi familia aquí, en el banco." Estos son sólo dos ejemplos de esas expresiones creativas que se suman a las ya conocidas formas de protesta.

Ilustración de Gabriela PodestáAsí como la década de los noventa fue testigo de una gran cantidad de exhibiciones artísticas que respondían, entre otros motivos, a la apertura de espacios alternativos al circuito oficial, podría pensarse que actualmente la recuperación de los espacios públicos ha propiciado un efecto semejante. No obstante, como indica la crítica de arte Eva Grinstein en un ensayo de 1997, cabe señalar que si en aquel entonces el origen de estas expresiones era, la mayoría de las veces, "producto del tedio y no de la tragedia", hoy surgen a consecuencia del hartazgo y la crítica a la situación sociopolítica. En este sentido, es otra etapa de la historia nacional la que nos ofrece antecedentes y paralelismos más fructíferos: los años sesenta, con su convulsionada coyuntura como fuente inagotable de reflexiones acerca de las posibilidades de una acción eficaz del arte sobre su entorno. Los protagonistas de entonces estaban convencidos de la necesidad de actuar políticamente sin dejar de hacer "arte de vanguardia"; una necesidad cuyas causas eran tanto de índole política como estética. Estas posiciones expresan marcadas diferencias respecto de las manifestaciones actuales, tanto si analizamos la intención como si nos limitamos a estudiar los productos. Ya no se trata de un arte fundacional que se levanta contra el arte oficial, ni de un contexto cultural en que la noción misma de arte está en discusión. De hecho, cuando en el presente muchos de los colectivos ciudadanos reivindican sus producciones como "artísticas", no hacen sino apelar a cierto halo de innecesaria legitimidad que históricamente la institución arte ha otorgado, perdiendo de vista las potencialidades de aprendizaje y apoderamiento que estos gestos creativo-expresivos producen y posibilitan de por sí.

Incluso, diferenciándose tanto de estos colectivos como de los artistas de los sesenta, los actuales ya no se muestran tan preocupados por cómo se cataloguen sus obras. En este sentido y postulando una crítica más amplia a la propiedad intelectual, algunos han abandonado la actitud de firmar sus trabajos. Si a esto sumamos la utilización de soportes propios del discurso político –como, por ejemplo, el cartel– y la elección de trabajar en la calle, es evidente hasta qué punto la referencia a la artisticidad de sus productos les resulta irrelevante. 

En el contexto de la marcha mundial contra la guerra, el 15 de febrero de 2003, una acción imprevista y anónima tiene lugar frente a la casa del embajador de Estados Unidos. El típico grito de guerra indio irrumpe y se multiplica en más y más gargantas, generando un eco estridente de reminiscencias ancestrales. 

Semanas más tarde, Bagdad ha sido bombardeada. Esta vez la protesta se concentra frente a la embajada de la potencia del norte reclamando el fin del conflicto. Un grupo reparte soldaditos de juguete de llamativos colores a los manifestantes. Atado a aquéllos pende de un hilo una pequeña tarjeta en la que se lee: "mujeres violadas = trofeos de guerra", aludiendo a la particular situación de indefensión que vive este sector de la población durante las acciones militares. Unos días después, otro grupo de artistas tiñe de rojo las aguas de una fuente ubicada en las cercanías del obelisco, en clara denuncia al derramamiento de sangre.

Estas y muchas otras expresiones, generalizadas a partir de los sucesos de diciembre de 2001, no se equiparan entre sí en cuanto a su contundencia, calidad estética, efectividad política o intención, si bien todas forman parte del actual escenario cultural. Un escenario en el que también se construyen hegemonías y consensos. 

Es este movimiento de apropiación simbólica, de corrimiento desde un lugar de meros consumidores al de agentes productores, el que favorece la afirmación de una identidad local frente al modelo globalizado y, como tal, un gesto de resistencia.