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México D.F. Domingo 27 de julio de 2003

Rolando Cordera Campos

La izquierda, el nacionalismo y la salud mental

Para los socialistas, los liberales y todos aquellos partidarios del progreso social con democracia, el nacionalismo siempre ha sido un quebradero de cabeza. En su camino y proyecto, el nacionalismo se interpone como exceso o irracionalidad, o como dique histórico y social a las aspiraciones e inspiraciones cosmopolitas y uniformadoras del mundo que propició la Ilustración. Fue y es, y será por un tiempo largo, una cuestión imposible de resolver con soluciones finales, como las que proponen diversos globalismos y en el pasado propugnaron otros internacionalismos, proletarios y no.

Afrontar el desafío de la cuestión nacional sin negar la historia y las asimetrías de poder y riqueza que caracterizan el mundo de las naciones en el que se desarrolló el capitalismo es una de las grandes tareas de la izquierda del nuevo mundo que emerge de la globalización a la americana y del neoliberalismo. La globalización, por lo demás, no se reduce al despliegue del proyecto americano, como lo muestra, por un lado, el gran movimiento civil convencido de que "otro mundo es posible" y, por otro, la secuela terrible del 11 de septiembre de 2001 que ha puesto sobre la mesa un panorama mundial de dominio unilateral basado en la fuerza concentrada y el uso irrestricto del poder por parte de la potencia vencedora de la guerra fría.

Las revoluciones anticoloniales de la segunda posguerra fueron formas vernáculas de cambiar las estructuras coloniales para abrir paso a plataformas nacionales de justicia y equidad y a un orden internacional mejor que el heredado de los desastres de entre guerras. El mundo cambió, pero la confrontación Este-Oeste y las debilidades estructurales y políticas de los países emergentes pervirtieron aquellos propósitos hasta desfigurarlos del todo, como lo vemos hoy en Argelia, Kenia o Zimbabwe, sin dar lugar en ningún caso a aquellas plataformas promisorias que tanto alentaron a una izquierda que no encontraba al "soviet internacional" del salmo entrañable, pero que veía en la epopeya china o la larga marcha anunciada en Bandung el punto de partida a nuevos horizontes.

Al descobijarse la afirmación nacional quedaron al descubierto situaciones contrarias a las aspiraciones fundadoras. Sólo en Sudáfrica, gracias a Mandela, la posibilidad de caminar por medio de la democracia recién ganada hacia circunstancias mejores mantiene viabilidad y credibilidad, mientras se despeja el gran enigma chino y se ve si es posible combinar cambio político y poderío económico con democracia y bienestar. En prácticamente todo el resto del mundo en desarrollo, la fatalidad de la periferia se impone como maldición, lo que propicia, al calor de la globalización desbocada y de la enloquecida afirmación de poder estadunidense, nuevas y más agresivas oleadas de nacionalismo que no encuentra ahora, a pesar de todo, un poder colonial que lo legitime automáticamente y sí una situación doméstica de miseria, desigualdad y autoritarismo que lo cuestiona sin cesar y globalmente.

La soberanía nacional y su defensa, junto con la simpatía o el compromiso con causas identificadas o autopresentadas como de liberación nacional, no pueden servir a la izquierda de pretexto para condescender con la violación de los derechos humanos, la persecución y el encarcelamiento de disidentes y los fusilamientos sumarios. La busca de otra globalización, justa y democrática, que no implique negar la diversidad ni los derechos de los pueblos a organizarse como estados y naciones, es inseparable de la defensa y ampliación de los derechos humanos y, siempre y en todas partes, contraria sin concesiones al crimen y el uso de la violencia contra la población civil.

En realidad, habría que decir que las lecciones de las revoluciones nacionales que perduran son las que nos refieren a la discutible eficacia histórica del recurso a la violencia revolucionaria. Las más de las veces, esta violencia, justificada por la agresión del poderoso, resulta en regímenes militarizados que pronto aprenden a posponer la justicia social o la liberación política en aras de la soberanía o la defensa de la nación.

La afirmación y uso del multiculturalismo plantea desafíos igualmente abrumadores. Su derivación a causas de la diversidad que niegan todo eje histórico de articulación, por ejemplo, corre el riesgo de dejar a la derecha casi todo el campo de valores y proyectos heredados de la modernidad y pone a la izquierda en peligro de identificarse, sin quererlo, con las visiones más regresivas desde el punto de vista intelectual y político.

No se puede jugar con el nacionalismo porque la salud mental de la izquierda se pone en juego y esto es lo último que puede someterse al azar. Por eso es inaceptable condonar la criminalidad de bandas y gobiernos con base en la peliaguda cuestión nacional y nacionalista. En el caso vasco, aun en el supuesto de que hubiese ahí un "pueblo-nación invadido", supuesto que suele llevar a la búsqueda de la pureza de sangre y a un racismo inaceptable, el asesinato es siempre condenable. Hoy, cuando hablamos de ETA tenemos que hablar de eso: de asesinatos a mansalva de concejales y dirigentes políticos de diferentes partidos, de profesores respetables y respetados por su compromiso con la justicia y los derechos humanos, como ocurrió con Francisco Tomás y Valiente, acribillado en su cubículo universitario; de atentados sangrientos contra edificios e instalaciones no militares, del acoso intolerable (muchos hablan de sentencia de muerte) de pensadores de la talla de Fernando Savater y de mucho más, que vuelve inaceptable traer a cuento la soberanía o la justicia de una causa nacional liberadora.

El precio a pagar por soslayar esta cuestión puede ser definitivo para la quiebra de una izquierda que prefiere el chiste o el chisme a pensar por cuenta propia.

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