La Jornada Semanal,   domingo 3 de agosto del 2003        núm. 439
 Guillermo Vega Zaragoza

Radamés y madame Déflorer

Ilustración de Maries MendiolaA nadie le sorprendió que ese fin de año me quedara sin trabajo. Como todo mundo sabe, cuando hay cambio de gobierno, los funcionarios de la administración saliente tienen que dejar sus puestos para que los ocupen los recién llegados. Presenté mi renuncia y me tomé unas merecidas vacaciones en la playa. Esperaría hasta que los flamantes burócratas se instalaran para empezar a buscar acomodo con algún amigo o conocido que hubiera logrado colocarse. Fue entonces cuando volví a ver a mi amigo Radamés Azcoitia. "El Rada", como le decíamos desde la Facultad de Derecho, tenía una historia muy curiosa. Lo conocí cuando secuestramos un camión para ir a un clásico Pumas-Poli. El chofer no se quiso detener y el Rada persiguió el vehículo a toda carrera, logró subirse y le puso una madriza al conductor, hasta que se cansó de golpearlo. Con las manos ensangrentadas y como si estuviera en un trance místico, sólo atino a decir: "Es que no se quiso detener."

Tiempo después se sumó al movimiento estudiantil universitario. Hacía guardias en la Facultad y organizaba las brigadas para botear y recaudar víveres. A la noche iba a dejar su reporte de las actividades del día a Bucareli o la Torre de Rectoría, lo que le quedara más cerca. La noche que se descubrió su verdadera personalidad logró escaparse de pura suerte. Estaba en el cubículo del movimiento, que a la sazón se llamaba Vladimir Maiakovski, indoctrinando a una compañera de causa en los intríngulis de la dialéctica, el materialismo histórico y el sexo sin protección, cuando escuchó, cual héroe rulfiano, ladrar los perros: "¡Abre, pinche Radamés! ¡Ahora sí te va cargar la verga, pinche oreja de Gobernación!", se oían los gritos de los compañeros, que pateaban la todavía infranqueable puerta metálica del cubículo. 

Con los pantalones en una mano y los zapatos en la otra, el Rada logró salir por una ventila que él mismo, previsoramente, había acondicionado para escapar. "Es que uno nunca sabe cuándo se puede ofrecer, mano", me dijo hace unos días, cuando lo volví a ver, y estalló la risa entrecortada, como si de una foca se tratara, que lo caracteriza desde que lo conocí.

Por las prisas, olvidó sus papeles en el cajón de un escritorio. Los compañeros los presentaron ante la prensa como evidencia de la guerra sucia de la Rectoría y el gobierno en contra del movimiento estudiantil y hasta salió su foto en el periódico. Aún conservo el recorte y hasta se lo enseñé ahora que nos volvimos a encontrar. "Ya no somos los que solíamos ser, ¿verdad, carnalito?", me dijo, evidentemente emocionado por el recuerdo de ver de nuevo a ese muchacho chaparro y prieto, con los pelos tiesos y los ojos entrecerrados, como si acabara de darse un toque, en la fotografía borrosa del periódico. No es que haya cambiado mucho o que se haya hecho cirugía plástica, pero ahora usa traje y corbata y todos se dirigen a él como "el Licenciado Radamés".

Para apagar el borlote que se había armado, sus jefes (no sé si sus papás o los del gobierno) lo mandaron a estudiar a Guerrero. A pesar de que habla como si se estuviera mordiendo la lengua, allá llegó a ser campeón estatal de oratoria y luego llegó a semifinales en el certamen nacional. Un diputado local lo adoptó como "jilguero" en su campaña política y, una vez que ganó los comicios, lo nombró su secretario particular. Y de ahí pa’l real. Él mismo llegó a diputado local y luego federal; de ahí a delegado del partido y hasta senador suplente. Se hizo amigo del gobernador y éste lo arropó como "ahijado político". 

Sin embargo, en las elecciones presidenciales, su "padrino" apostó al gallo equivocado y perdió. Como los buenos, el Rada aguantó vara y permaneció fiel a su protector. A mitad de la campaña, cuando el naufragio era evidente para todos, menos para el propio candidato presidencial y sus colaboradores más cercanos, el Rada saltó al vacío y nadó y nadó y nadó hasta que se encontró con otra nave que resultó ser la de los vencedores y llegó hasta Director General de Descentralización y Asuntos sin Importancia, o algo así, de una Secretaría del "gobierno del cambio". 

Hace unos días lo encontré en el baño de una cantina del centro. Salía del retrete mientras se sonaba la nariz con papel higiénico. No me reconoció, así que me le acerqué más de lo que se acostumbra acercársele a alguien en el baño antes de que empiecen a sospechar de la virilidad de uno, y le dije casi al oído, con la intimidad y confianza que dan los años de conocerse: "Antes me hablabas, hijo de tu pinche madre."

Dio tal salto hacía atrás que casi se regresa al excusado. Una vez recuperado del susto y acomodándose la corbata, me dijo: "No mames, cabrón. ¿Qué tal si soy cardíaco y me carga la chingada?"

Me invitó a su mesa y nos pusimos al tanto de nuestras vidas. "Pues me extraña que no hayas conseguido chamba en el nuevo gobierno. Siempre fuiste bien chaquetero, desde que estábamos en la Facultad", dijo desde la profundidad de su mirada vidriosa a causa de las casi tres horas ininterrumpidas de alcohol. Y sé que eran tres horas porque en ese momento miré el reloj distraídamente.

–Vámonos a otro lugar de más ambiente. Esta madre ya me aburrió –dijo.

–Adonde quieras. Soy materia dispuesta.

–Así me gusta: que sigas igual de jalador, como cuando íbamos en la Facultad. Aunque luego andes de chaquetero –dijo al tiempo que se levantó tambaleándose–. Voy al miadero y te cuento cómo está la onda, mi querido Chairas. 

Qué bien jodía el maldito Radamés con eso de la chaqueteada. Por lo visto le había dolido mucho que a la hora de la hora no hubiera aceptado su propuesta de volverme oreja del gobierno y Rectoría, dado que yo era una de las cabezas visibles del movimiento estudiantil, por lo menos en los primeros días. Pero luego me di cuenta de la clase de tipos que estaban detrás del desmadre y me decepcioné de todo. Aunque sea difícil de creer, alguna vez yo también fui idealista, como todo mundo lo ha sido alguna vez, aunque ahora sea un cínico, a lo mejor incluso hasta más que el propio Radamés.

El Rada regresó bastante repuesto, sonándose la nariz. Se había peinado y acomodado la corbata. Creo que hasta olía a loción. Como si nada. Le hizo una seña con la mano al mesero, quien únicamente le respondió con una reverencia. 

–Vámonos.

–¿Qué? ¿No hay que pagar nada?

–No, mi buen. Yo invito. Bueno, más bien, se lo cargan a la cuenta de la nueva administración.

Afuera ya nos esperaba un elegante automóvil color vino, o eso parecía a esas horas. No me acuerdo de la marca, porque siempre he sido medio idiota para eso de los modelos de coches, pero de lo que sí estoy seguro es de que era nuevo o por lo menos a eso olía. 

–¿A poco este es el tipo de carro que le dan a los directores generales? 

–No, es de mi jefe, pero anda de gira, así que no hay pedido en el ejido.

Durante el trayecto me adelantó que necesitaba alguien que lo asesorara en asuntos de comunicación y que le escribiera los discursos a su jefe, pues era muy silvestre, ciertamente, para el nuevo lenguaje del gobierno democrático. Nada pendejo, aproveché que el Rada estaba de buenas y aceptó mis condiciones: nada de juntas ni de checar tarjetas, yo sólo trato contigo, trabajo en mi casa y todo lo mando por correo electrónico. Así fue como logré regresar a vivir del presupuesto, como si nada hubiera pasado.

Llegamos a una casa muy elegante, con un portón metálico pintado de verde y bardas muy altas, en el Paseo de la Reforma, por el rumbo de las Lomas. Bajó del auto y tocó el timbre. El pesado portón se abrió lentamente hasta que apareció un mesero que lo saludó de mano. Entonces me hizo el ademán para que me bajara y al chofer le indicó que se fuera a dar una vuelta. 

Ilustración de Maries Mendiola (detalle)Entramos y seguimos al mesero hasta un salón al fondo del lugar. Todo el pasillo estaba iluminado, como si estuvieran de fiesta o algo así. Pero el interior del salón estaba a media luz. Las paredes estaban cubiertas de pesados libreros de caoba con cientos de volúmenes empastados. Algunos estaban guardados en vitrinas. En las esquinas del salón había mesas altas con bustos de bronce de hombres con gesto adusto y coronas de laurel en las sienes, como si se tratara de distinguidos patricios. Más al fondo del salón, una mesa de billar con todos los aditamentos. Mullidos sillones de cuero negro desperdigados por todo el lugar y en ellos hombres con trajes de fino corte y corbatas caras, muchos de ellos de más de cincuenta años. Y acompañando a cada uno de estos elegantes hombres, bellas mujeres, algunas con batas o camisones de seda, otras completamente desnudas, casi adolescentes, ríen y platican distraídamente con los señores, pero otras los besan y se dejan manosear, la de más allá gime ardientemente mientras un viejo mordisquea sus blancos senos, otra más corre de un lado a otro del salón perseguida por un hombre con sombrero de charro, en el rincón donde se encuentra la mesa de billar, se alcanzan a distinguir unos ensortijados cabellos rubios que suben y bajan sobre la entrepierna de un hombre con los ojos en blanco y una copa de coñac en la mano. 

El mesero, muy civilizadamente, nos pregunta qué vamos a tomar. Radamés contesta por mí, que sigo babeando. 

–¿A poco no está a toda madre?

Sólo atino a afirmar con la cabeza.

–Te apuesto que nunca habías estado en un lugar como éste.

Ahora hago el gesto contrario.

–Pues júntate conmigo y serás madre –ríe con su risa de foca, que retumba en todo el lugar, al grado de que varios de los presentes se vuelven a vernos. Uno de ellos, con poblada barba, puro en mano y traje impecable, que tenía sentada en sus piernas a una morena de impecables pechos, casi una niña, se deshace de ella por un momento y se acerca a nosotros:

–¡Licenciado Azcoitia! ¡Dichosos los ojos! –retumba su vozarrón en el lugar; ambos se abrazan muy efusivamente, como si de veras les diera gusto verse. Finalmente, se separan y Radamés dice:

–El gusto es mío, licenciado.

–¿Y su excelentísimo jefe, dónde se encuentra?

–De gira por el interior, ya sabe: enterándose de cómo funciona el changarro, ¿qué se le va a hacer? Él trabajando y nosotros acá sufriendo, ¿verdad?

–Así es, así es. ¿Qué se le va a hacer, estimado Azcoitia? –dijo el vejete, mientras se enteraba de mi presencia –¿Y nuestro distinguido amigo es…?

–Ah, un viejo amigo y nuevo colaborador en el equipo de la Secretaría –atajó Radamés, antes de que yo pudiera abrir la boca y regarla todita.

–Mucho gusto –dijo y me extendió una tarjeta que tenía impreso su nombre y su cargo.

–Bueno, los dejo. Tengo que seguir atendiendo un asunto –dijo y rió de nuevo con estruendo, mientras me guiñaba el ojo y señalaba con la cabeza en dirección a la mujer, que seguía, morena y desnuda, esperando el regreso del viejo.

Radamés me jaló de un brazo y me llevó a la barra de la cantina.

–¡No mames! ¡No me digas que éste es…! –atiné a articular, por fin, pero Radamés no me dejó terminar.

–Sí, el mismo, pero ni se te vaya ocurrir mencionar que lo conociste aquí y tampoco decirle a alguien más que existe este lugar. Se trata de una de sus exclusivas reuniones privadas semanales.

–¿Y si es tan exclusivo, cómo es que estamos tú y yo aquí? No me salgas con que eres miembro de una especie de logia o algo así. 

–Yo no, pero mi jefe sí, y como soy su mano derecha, pues tengo este tipo de privilegios. 

Entonces se acercó de nuevo el mesero:

–Dice el licenciado que pasen, que él los invita.

Desde la barra levantamos nuestras copas y saludamos el detalle al licenciado. Por encima de los cabellos canos, con mirada mefistofélica, nos hizo un gesto de reciprocidad. 

Seguimos al mesero, quien nos condujo por una pequeña puerta, escondida detrás de pesadas cortinas rojas. Dentro, encontramos una especie de camerinos, con grandes espejos y focos alrededor. Una docena de mujeres, algunas desnudas, otras en bata o en ropa interior, se maquillaban o simplemente platicaban entre ellas. 

–Escoge la que más te guste. Es por cuenta del licenciado.

–¿Así nomás?

–Claro: "así nomás" –me arremedó el pinche Radamés, nada más que a él le salía más como a indio que a mí.

Entonces me fijé en la que después supe que se llamaba (o así dijo llamarse) Vanessa: pelirroja, alta, delgada, de piernas largas, busto pequeño, pezones erectos y rosados. Radamés eligió a una chica menudita, con la tez blanquísima, el cabello negro y grandes ojos azules. Parecía que acababa de salir de la secundaria. El Rada la tomó de la mano como si fuera su papá y la hubiera sorprendido a la salida de la escuela cuando estaba a punto de irse de pinta. 

–Ven para acá, mi reina. Tengo algunas cosas que enseñarte –dijo y se perdieron entre el bullicio de los sillones de cuero negro.

Yo tardé un poco más en congeniar con Vanessa. Por principio, me intimidaba su rotunda desnudez, así que le pedí que por lo menos se pusiera una bata. Todo me parecía tan civilizado, pero al mismo tiempo tan decadente, que no atinaba a cómo comportarme. Porque una cosa es ir a un antro, a un table dance o incluso a un putero y otra cosa es fornicar así como así, enfrente de gente tan poderosa como el famoso licenciado. 

–Como quieras. Mi trabajo es complacerte. Para eso estoy aquí –dijo Vanessa, mientras cerraba el cordón de la cortísima bata que escogió para cubrir aunque fuera un poco su soberbio cuerpo–. Mientras, puedes platicarme sobre lo que quieras. O si quieres quedarte callado, también está bien.

Aunque resultaba convincente su amabilidad e interés, en el fondo podía percibir un dejo de fastidio en el tono de hablar de Vanessa. Como si lo hubiera aprendido en uno de esos manuales de autosuperación que venden en los Sanborns: "Los siete pasos para llegar a ser una puta de excelencia."

–No, mejor cuéntame tú, de dónde eres y cómo llegaste aquí.

–Primero invítame una copa.

Nada pendeja, pidió de lo más caro, un coñac cosecha no sé qué año, pero como yo no iba a pagar, pues no tuve inconveniente. Es más, hasta me pedí uno igual.

En realidad Vanessa quería ser bailarina y trabajaba en esto porque estaba bien pagado y era nada más una vez a la semana. Además, la amiga que la recomendó le había dicho que si se ponía lista hasta se podía convertir en amante de planta de algún político y conseguir una buena lana. 

–Supongo que no habrá faltado ya quien te haya hecho proposiciones indecorosas.

–No faltan, pero la verdad no he conocido todavía alguno por el que me decida. Todos quieren que los entretengas y ya. Sin compromisos ni nada. Algunos ni siquiera son tentalones ni nada. Unos besitos y ya. Los que me dan más ternura son los más viejitos: con que les enseñe una teta o el chocho ya se están viniendo.

Tenía dos hijos, un niño de ocho y una niña de cinco, que dejaba encargados con su mamá. Se había casado muy joven con un tipo muy guapo y más joven que ella, pero resultó borracho y golpeador.

–Y la verdad te la voy a decir: creo que hasta era puñal.

–¡N’ombre! ¿Teniéndote a ti como esposa? Ha de haber estado pendejo o loco.

–Es que cuando estábamos en la cama, le gustaba que le hiciera cosas raras.

–¿Como qué?

–Pues sí, como que le metiera en el culo un pañuelo con nudos y luego se lo fuera sacando lentamente.

–No, pues sí, qué grueso.

–O si no, que le diera de nalgadas hasta que se le pusieran rojas, casi ardiendo y después lo penetrara con un consolador embarrado de lubricante.

Bueno, no había que ser Einstein para deducir que esta vieja era una perversa de cuatro suelas, así que traté de llevar la conversación por otros derroteros, pero ella dijo, sin ningún miramiento:

–Nada más de platicar ya me puse bien caliente. Tienta nomás –y me condujo la mano hacia su entrepierna, la cual, en efecto, rebosaba un líquido tibio, blanco y viscoso.

Vanessa también se toqueteó. Se olió los dedos y luego los introdujo en mi boca. Me miró con los ojos entornados y los labios fruncidos:

–Me dieron ganas de hacerte lo mismo que le hacía a mi marido. 

–Oye, pero yo no soy… –dije, estúpidamente.

–Todos dicen lo mismo. A todos les gusta, pero sólo lo aceptan si se los hace una mujer.

Y pues resulta que tenía toda la razón. No en lo de que fuera puñal, sino en lo de que un hombre sólo lo acepta si lo hace una mujer, pero así fue.

Vanessa me llevó al piso de arriba, donde había unas habitaciones totalmente amuebladas. Nada que tuviera que ver con una habitación de hotel o de putero. Parecían de veras habitaciones de una casa decente: colchas, sábanas, muebles, cortinas, alfombra. Hasta un jarrón con flores frescas. 

Vanessa hizo lo prometido. Eyaculé larga y abundantemente, como pocas veces antes. Me puse a llorar desconsoladamente. Vanessa me abrazó y estrechó en su regazo. Paciente, esperó a que me calmara y entonces hizo la suerte del pañuelo. Cada nudo fue saliendo lenta, dolorosamente. Entonces me volvió e hizo que me viniera en su boca. En lugar de tragárselo o escupirlo, me besó y comulgamos con mi semen. Hija de su reputa madre, de nuevo me puse a temblar y a llorar como un crío. Una vez que Vanessa hubo terminado de consolarme, me dio un beso en la mejilla, me dijo: "Niño sucio" y me dejó solo.

Cuando salí del cuarto, según yo sin rastro de haber llorado, me encontré en el pasillo a Radamés.

–¿Cómo te fue con Madame Déflorer?

–¿Quién?

–"¿Quién?" –volvió a remedarme– ¿Quién ha de ser? Vanessa, pendejo. 

–¿Por qué le dices así?

–¡Ay, cabrón! ¿Ahora resulta que fuiste el primero que no?

–¿A poco hace lo mismo con todos?

–Claro. Empieza con el rollo de su marido y que si las arañas. Cuando menos te das cuenta ya te la está dejando ir. Por cierto, es la favorita del licenciado.

–¿A él también lo…?

–¡Uy, maestro! Hasta a mí. Soy su cliente más fiel. Y me hubiera ido con ella hoy, pero hace un buen rato que le traía ganas a la pinche escuincla ésta, que así como la ves tiene veinticinco años. 

–¡No mames! Parece de quince.

–Pues como te lo digo. Caras vemos, perversiones no sabemos.

–¿Y qué terminaron haciendo?

–¡Ah, qué pinche curioso! ¿Acaso yo te ando preguntando que me cuentes como te nalgueó Madame Déflorer?

–Lo hizo igual que te lo hizo a ti.

–Pues muy su bronca. No te voy a contar nada.

–¿Qué, ya nos vamos?

–Claro. ¿Crees que te traje a un antro de los que acostumbras? Esto es un lugar decente. Se cierra a las cinco de la mañana.

En efecto. En el salón ya quedaban pocas personas. Los meseros recogían copas vacías y limpiaban ceniceros. Del ilustre licenciado nada más quedaba el eco de su vozarrón y la peste de su puro. Lo que no dejaba de sorprenderme es que nadie pareciera especialmente borracho y que nadie perdiera la compostura. Radamés se despidió de mano de todos ellos, meseros y parroquianos, por igual. Al salir a la calle y sentir el viento frío de la madrugada en la cara, me volvió a atacar la idea de que se trataba de un lugar demasiado civilizado.