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México D.F. Miércoles 13 de agosto de 2003

Luis Linares Zapata

Privatizadores vs. nacionalistas

ƑCómo calificar a una empresa que durante los pasados 10 años, y en números muy gruesos, aportó a la hacienda pública poco más de cuatro veces el total de sus activos? Sobre todo cuando estos haberes alcanzan, en la actualidad, la estratosférica suma de 700 mil millones de pesos. Y, en adición a los 3 billones de pesos (millones de millones) que le ha pagado, vía impuestos al fisco, a sus accionistas, que son todos los mexicanos, ha generado de manera permanente y remunerada puestos de trabajo para más de 100 mil trabajadores como promedio, sin contar a las decenas o centenas de miles que induce a su alrededor.

En casos como el anterior no se podría entender que se pudiera solicitar abrirla a la participación privada, en busca de capital de riesgo o de tecnología de punta, cuando genera un flujo de efectivo de esas magnitudes. Parecería un contrasentido que se requirieran socios para compartir este gigantesco negocio y, sin embargo, dadas las restricciones que se le imponen desde el poder y las costumbres depredadoras, tal empresa no cuenta con la capacidad decisoria, propia de cualquier organización productiva, ni con los medios financieros para solventar sus actuales necesidades de crecimiento. Un absurdo problema creado por los que, a través de los años, han estado al frente de su conducción, ya sea que tales personajes hayan sido funcionarios internos, miembros del consejo de administración, supervisores, representantes sindicales o los diputados y senadores, que diseñan el régimen impositivo y su presupuesto de operaciones.

La misma empresa citada derramó en la economía (en esos mismos 10 años), producto de su funcionamiento normal, recursos por otro billón de pesos con los que, en buena parte, se alienta y sostiene un aparato compuesto por miles de negocios, grandes, medianos o chicos. De pasada se pueden calcular también las masivas cantidades de divisas traídas al país por exportaciones, unos 10 mil millones de dólares por año en promedio, con los que se le hace frente, por una parte, a la deuda externa o, por la otra, se pagan los ingredientes que la fábrica nacional requiere importar para su reproducción y para satisfacer el consumo. Estos últimos, renglones que por cierto hoy se han desbocado al usarse como válvula antinflacionaria y por la falta de integración del aparato productivo interno que requiere cada vez con mayor avidez de insumos externos.

Eso y mucho más significa Pemex para México y los mexicanos. Bien puede afirmarse entonces que la petrolera es el sustento clave del desarrollo como nación independiente. Un real seguro para su paz social. La sólida base de su soberanía o parte sustantiva del cemento con que se amasa el sentido individual de pertenencia a una comunidad determinada.

Pero Pemex es de un tiempo para acá una empresa bajo asedio, un organismo sujeto a disputa entre fracciones de sus accionistas. Unos de ellos pretenden dejarla tal como se le ha definido por décadas, es decir, como entidad pública; otros quieren abrirla a la participación privada, en especial a esos intereses cuyas centrales se encuentran fuera del país. Los argumentos de cada bando se entrelazan y enfrentan, se excluyen y, a veces, se complementan. Giran en torno a preconcepciones o devienen tajantes juicios autoritarios, pero las más de las veces generan un clima de enfrentamiento que es urgente bajar a su mínima expresión para permitir el flujo productivo de ideas y propuestas.

Para mejor entender la materia de esta discordia hay que ir a la esencia del poder público, a su composición relativa de fuerzas. Meditar si la administración de Fox recibió el mandato colectivo para cambiar el estricto ordenamiento constitucional de conservar los energéticos bajo control del Estado. Y la respuesta con seguridad se puede formular en negativo: un no que bien puede ser rotundo.

Fox no ganó la Presidencia porque propuso tal programa. Por el contrario, el electorado dividió al Congreso y a su partido lo hizo minoritario. Fox, con todo y el bono democrático, no tuvo, ni siquiera al principio de su sexenio, el sustento de los ciudadanos para lo que hoy constituye una pretensión de total apertura que hoy apenas se encubre. Más aún, el voto de medio término, bien interpretado, endureció, todavía más, las condiciones de propiedad y de operación que rigen a este crucial sector de la economía. La correlación de fuerzas resultante redujo, por tanto, el poder de trasformación que pretende arrogarse la presente administración. Fox, sus partidarios del PAN, los grupos de presión empresarial, el factor externo a través de centrales político-partidistas, de gobiernos interesados en impulsar a sus empresas trasnacionales, con los centros de estudio afines, los organismos multilaterales y la fracción de la sociedad organizada (incluyendo gran parte del aparato de comunicación), que desde el interior responden a los mismos impulsos, no conforman, ni de cerca, el empuje mayoritario para hacer viable, con la suficiente legitimidad popular, este tipo de aventuras.

Enfrente se tiene a una coalición partidaria multitudinaria, un sector creciente del empresariado y, sobre todo, al grueso de la ciudadanía que, a no dudarlo, quiere que sus empresas básicas (Comisión Federal de Electricidad y Pemex) sigan siendo parte sustantiva del Estado y funcionen, en la totalidad de sus operaciones, por y con sus propios recursos, que, por cierto, sobran y bastan.

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