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México D.F. Miércoles 13 de agosto de 2003

Carlos Montemayor

Jorge Velazco (1942-2003). In memoriam

Conocí a Jorge Velazco en 1966. El ya era abogado y se desempeñaba como secretario del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Yo iniciaba mis estudios de derecho y había llegado al instituto para saludar a Leoncio Lara Sáenz, que tenía poco tiempo de haberse doctorado en Italia bajo la dirección de Romano Guarino. Leoncio Lara comentaba sabiamente algunos temas de derecho romano y Jorge Velazco, sonriente y ágil, nos dijo de pronto: "Señores, hay que reconocer, lo más importante es la música".

En aquel momento no me sorprendió del todo el comentario de Jorge. Yo había empezado a escribir mis primeros relatos y en ese momento únicamente lo sabían mis padres y dos amigos de la Facultad de Derecho: Armando Montero y Rubén Moheno. Yo seguía estudiando guitarra y por aquellos días preparaba obras de Torroba, Schumann, Scarlatti, Vivaldi y William Byrd. También había comenzado simultáneamente mis estudios en la Facultad de Filosofía y Letras, que serían fundamentales en mi formación de escritor.

Jorge Velazco nos explicó que era pianista, pero que le interesaba la dirección orquestal y que a eso dedicaría su vida en el futuro. Sentí confianza para compartir con él mi atracción por la literatura y la música, ante el estupor de Leoncio Lara, que quizás no aceptaba del velazcotodo que en el Instituto de Investigaciones Jurídicas dos colegas de la Facultad de Derecho hicieran votos por la música y las letras.

Años después, en 1972, volví a encontrarme con Jorge, cuando él era ya investigador en el Instituto de Investigaciones Estéticas y había iniciado sus investigaciones sobre Ferruccio Busoni y su Doktor Faust. Yo había publicado mi primer libro, Las llaves de Urgell, por el que me otorgarían ese año el premio Xavier Villaurrutia. Jorge era muy cercano a tres amigos míos de la Facultad de Derecho, dos de ellos mis condiscípulos, Manuel Barquín, Raúl Nocedal y Diego Valadés. En 1973, cuando el rector Guillermo Soberón lo nombró director de Difusión Cultural de la UNAM, Diego Valadés invitó a Jorge Velazco a dirigir el departamento de música y a mí a dirigir la Revista de la Universidad. A partir de entonces conversamos con frecuencia y nos reuníamos a comer carne roja y vino tinto. En alguna larga velada en mi casa tocó en el piano música de todo tipo hasta el amanecer, cuando más que el cansancio nos venció el hambre y salimos todos en tropel a desayunar.

En esos primeros años de los 70 conocí otra faceta de Jorge Velazco: su afición por la literatura, su gusto por la escritura misma, su atracción por los temas mágicos, su amplia formación humanística y su admiración por las letras clásicas. Era lector y admirador de mi maestro Rubén Bonifaz Nuño y estaba al tanto de sus traducciones de poetas latinos. Su erudición, su gusto por la literatura, era (y sigue siéndolo hoy) algo insólito en el medio musical.

Por él supe de H. P. Lovecraft, por ejemplo. En los primeros meses de 1974 me propuso algunos textos de este autor para la Revista de la Universidad, que acepté. Jorge ya había publicado en ésta, en el número de octubre de 1973, el ensayo Doktor Faust de Busoni, elaborado poco tiempo después de haber concluido la traducción, el estudio preliminar y las notas al libro clásico de Edward J. Dent, Ferrucio Busoni, que apareció con sello de la UNAM a finales de 1975. En la revista de agosto de 1974 incluimos en el suplemento central Herbert West, reanimador, y en el suplemento del número febrero-marzo de 1975 el ensayo de Lovecraft El miedo a lo sobrenatural en la literatura. Revisamos sus traducciones línea por línea en varias sesiones formidables en el jardín de la casa de Manuel Barquín, a veces con la asistencia de Raúl Nocedal. El buen humor, el gusto por las letras y, ya hacia el final de las sesiones, el gusto por algún whisky o por alguna de las bebidas que Jorge traía desde entonces de lugares remotos hacían de las sesiones muy afortunados encuentros.

Poco tiempo después Jorge dirigió la Orquesta Filarmónica de la UNAM y empezó quizás el periodo más intenso e importante de su vida, para el que se había preparado desde siempre, como yo le había escuchado decir en nuestro primer encuentro. Fue un director polémico en México, pero con muchos amigos y un sólido prestigio en numerosas orquestas de otros países. De él puede decirse que en México hizo música contra viento y marea. Que esa decisión, esa voluntad, lo sostuvo a lo largo de 25 años en las grandes y formidables temporadas de la Orquesta Sinfónica de Minería.

Durante esas varias décadas de director de orquesta no abandonó la literatura. Para él traduje del latín el Réquiem de Verdi y escribí las páginas sobre Carmina Burana que después desarrollé en el ensayo La poesía de los goliardos, que sirvió de prólogo a mis traducciones de ese grandioso Codex Buranus. También me pidió un relato que pudiera ilustrar la programación de una obra de Vaughan Williams, la Sinfonía Antártica, cuya versión definitiva publiqué, dos días antes de su fallecimiento, en estas páginas de La Jornada.

A lo largo de muchos años, los amigos de Jorge Velazco sentíamos que su dirección orquestal no era sólo una actividad personal o solitaria, sino de todos nosotros, que su esfuerzo era también de nosotros. Tuvo la inteligencia, la tenacidad, el buen gusto para hacernos sentir que su arte era nuestro. Una generosidad que engrandecía aún más su amistad, su inteligencia. Y sí, su trabajo era nuestro, de alguna manera sentíamos que una parte nuestra estaba ahí, presente en sus programaciones anuales, en su tenaz empeño por engrandecer y conservar entre nosotros el milagro de la música que, como decía Walter Pater, es la condición a la que aspiran todas las artes.

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