México D.F. Sábado 23 de agosto de 2003
Patrick Cockburn
Irak, lugar de violencia para todo extranjero
El bombazo en la sede de la ONU en Bagdad, que mató
al menos a 15 personas, entre ellas Sergio Vieira de Mello, su representante,
muestra una vez más que Irak es un lugar peligroso en extremo.
El mes anterior estuve en el edificio de la ONU, en el
viejo hotel Canal, y ya entonces los guardias me exigieron en tono nervioso
estacionar mi automóvil lejos de la entrada. Alguien había
tratado de colarse en días pasados, y también habían
lanzado un artefacto explosivo sobre el muro.
Se antoja un poco injusto que ellos fueran el blanco.
La razón por la que fui aquella vez a la ONU fue porque sus informes
de bajo perfil, relativos a la seguridad y al abasto de energía
eléctrica y de agua en Bagdad y en el resto de Irak, desmentían
las afirmaciones triunfalistas de la oficina de Paul Bremer, oficial estadunidense
a cargo de la autoridad provisional de coalición, quien supuestamente
manda en Irak.
Siempre he tenido dificultad en explicar por qué
Irak es tan peligroso. Da la impresión de que es afirmar lo obvio.
Lo mismo podía decirse de Líbano o de Irlanda del Norte en
el pasado. Pero Irak es peligroso y violento en forma diferente de otras
na-ciones, y siempre lo ha sido.
Es un país dividido. Sus tres grandes comunidades
étnicas y religiosas -chiítas, sunitas y kurdos- fueron forzadas
por Gran Bretaña a coexistir y a formar un solo Estado después
de la Primera Guerra Mundial. Pero las lealtades primarias jamás
han sido monopolizadas por el Estado, sino que derivan de familia, clan,
tribu, pueblo, ciudad y comunidad religiosa o étnica. Esa fue la
razón por la que el país produjo un monstruo de crueldad
y violencia como Saddam Hussein, que lo mantuviera bajo control.
En
los dos meses pasados se han dado indicios crecientes de que ningún
extranjero o extranjera, tenga o no relación con la ocupación
encabezada por Estados Unidos, podrá estar seguro aquí. Como
extranjero, yo mismo dediqué largos e intensos pensamientos a esta
cuestión. Hay países, como Irlanda del Norte cuando el conflicto
estaba al máximo, en los que los periodistas están relativamente
seguros porque hasta las bandas armadas más sedientas de sangre
están ansiosas de cultivar a los medios. Pero era evidente que no
ocurriría así en Irak. Un joven cineasta británico
llamado Richard Wyld recibió un tiro en la nuca cuando ca-minaba
hacia el Museo Nacional de Historia de Bagdad, objeto de graves saqueos.
Quizá su asesino creyó que formaba parte de las fuerzas de
ocupación, o no le importaba. Ese ataque me puso nervioso porque
yo había estado en el museo, en el que los saqueadores hasta decapitaron
el dinosaurio de la entrada, unos días antes. Yo había creído
que el lugar, situado en el campus del Colegio del Arte, era relativamente
seguro. Unos días después, cuando un trabajador de la Cruz
Roja fue asesinado, se hizo evidente que alguien consideraba que todos
los extranjeros eran presas permitidas.
Los iraquíes se engañan a menudo respecto
de la violencia en su sociedad; creen que procede de Estados Unidos. Recuerdo
a exiliados iraquíes que insistían con optimismo en que toda
la violencia entre las diferentes comunidades de su país era invariablemente
fomentada por el gobierno. Como George W. Bush o Tony Blair, les complacía
culpar de todo a Hussein.
No hace falta pasar mucho tiempo en Irak para darse cuenta
de que el país estaba bañado en sangre desde mucho antes
que Hussein llegara al poder. Parte de la violencia fue causada por guerras
extranjeras, parte era consecuencia de rebeliones. Siempre he tenido fascinación
por los cementerios británicos de guerra en Irak, donde yacen los
40 mil soldados que mu-rieron por heridas de batalla y enfermedades en
la Primera Guerra Mundial. Son lugares melancólicos. En la ciudad
de Kut, en el río Tigris, donde un ejército británico
se rindió después de un largo sitio en 1916, el cementerio
se ha convertido en pantano; los remates de las tumbas apenas si sobresalen
de la verde agua lodosa.
En Bagdad, filas de cruces blancas rodean el monumento
al general Maude, quien capturó la ciudad en 1917 y murió
de cólera poco después. En Amarah, cerca del lugar donde
seis integrantes de la Real Policía Militar británica fueron
asesinados este verano, el polvoriento cementerio, poco más allá
de un deshuesadero de autobuses, está marcado por un arco magnífico,
pero las tumbas han desaparecido.
No todos los soldados perecieron combatiendo a los turcos.
Algunas de las lápidas ubican la fecha de la muerte en 1920, cuando
otros 2 mil soldados británicos e indios fueron muertos o heridos
al reprimir la gran rebelión de tribus iraquíes contra el
dominio británico.
Para mí estos cementerios siempre transmitieron
un sencillo mensaje. Irak era y es un lugar muy violento y peligroso. Resulta
fácil entrar en él, como descubrieron las tropas británicas
en 1914, pero es uno de los países más difíciles de
gobernar. Los cambios de régimen se han dado con extraordinaria
violencia. Recuerdo que un iraquí me hacía ver que al rey
Farouk, de Egipto, se le había permitido partir de su país
en un yate, mientras el último monarca hashemita de Irak fue asesinado
con ráfagas de ametralladora al huir en 1958 de su palacio.
El ataque a la sede de la ONU en Bagdad es un ominoso
portento para los 11 mil soldados británicos en el país.
En los días siguientes a la caída de Bagdad, mientras militares
estadunidenses eran objeto de ataques en el Irak central, había
ciertas esperanzas de que la larga tradición de ocupación
imperial de los británicos les evitaría cometer errores que
volvían tan impopulares a los estadunidenses. Estos hacían
comentarios elogiosos sobre la forma en que la larga experiencia británica
en Irlanda del Norte la equipaba de maravilla para la guerra de baja intensidad.
Yo recordé en silencio las huelgas de hambre del domingo sangriento
y pensé que, si esos comentarios eran algo más que cortesías,
denotaban que quien los hacía era tan ignorante sobre Irlanda del
Norte como respecto de Irak.
La suerte de la sede de la ONU en Bagdad muestra que los
soldados británicos serán igualmente vulnerables. Los atacantes
no van a ser selectivos en sus blancos. Gran Bretaña es la potencia
ocupante en Irak, junto con Estados Unidos. Su presencia despierta el mismo
resentimiento. Su fracaso en mejorar la vida de los iraquíes en
Basora y sus alrededores es igual al fracaso estadunidense en Bagdad. Los
motines antibritánicos en Basora, a principios de este mes, no deben
sorprender a nadie.
Puede que la tarea británica parezca más
fácil que la estadunidense. Sus fuerzas es-tán en el sur
chiíta de Irak, escenario de la gran revuelta contra Hussein en
1991. No es una zona que albergue a muchas personas leales al viejo régimen.
Pero al final del día los chiítas no están más
dispuestos a ver a su patria bajo ocupación permanente que los musulmanes
sunitas de Bagdad y del centro del país.
El control británico de la situación en
el sur depende de la pasiva aunque cada vez más hostil aquiescencia
de la población local. Las tropas británicas sencillamente
no serán suficientes para mantener el control si los líderes
religiosos chiítas llaman a sus seguidores a tomar las calles.
Hay también una consecuencia práctica del
ataque del martes anterior. Envía un mensaje a los países
a los que Washington trata de persuadir de que envíen soldados a
Irak: éstos serán tan vulnerables a los ataques como las
fuerzas estadunidenses.
Una medida del éxito perverso de la táctica
de Alastair Campbell de emprender una guerra contra la BBC sobre el caso
del famoso dossier relativo a la supuesta amenaza de Irak al mundo
-el que arreglaron para hacerlo "más sexy"- es que los riesgos actuales
de la posición británica en Irak apenas si se discuten en
el Reino Unido. Destacados escritores admonitorios agitan el índice
en dirección a Estados Unidos y le preguntan si, después
de ganar la guerra, está perdiendo la paz. Tal postura pasa por
alto la cuestión de que ni hay paz en Irak ni es probable que llegue
a haberla.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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