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México D.F. Lunes 1 de septiembre de 2003

Hermann Bellinghausen

Mi corta temporada en ese infierno

En los orígenes de mi memoria, Tecamachalco no tiene que ver con mansiones de mal gusto, avenidas llamadas "fuentes" y carros del año haciendo sentir ínfimos a los contados peatones que se atreven. No significa el suburbio a donde se fueron a vivir los hijos de los ricos de Polanco, ni el camino a las dos universidades más pirruris del valle, la Anáhuac y la Ibero. Aún no era el primer apéndice, de los muchos que después tendrían y siempre en ascenso, las Lomas de Chapultepec que hoy amenazan con engullir hasta Toluca.

Significaba exactamente lo contrario: la barranca de Tecamachalco, prototipo de la miseria urbana, intestino grueso de las circundantes lomas residenciales. Un hoyo negro de familias tan pobres, pero tan a la mano, que pronto las Damas de la Caridad de San Vicente de Paul iniciaron visitas altruistas algunas mañanas entre semana. Aunque no vivíamos ni en Polanco ni en las Lomas, en la casa no siempre se daban cuenta. Las Damas Vicentinas, apodadas "bizantinas", convencieron a mi madre, quien se les había unido con juvenil fervor cristiano, de que la mejor escuela para su mayorcito era la de los ya entonces conocidos como "Millonarios de Cristo" (pero sin la actual carga irónica, más bien admirativamente).

En una de esas apuestas a la capilaridad social por contacto (relacionarse con gente bien, aprender sus modos y ascender), a mis padres se les hizo fácil ponerme en manos de los flamantes y todavía prestigiados Legionarios de Cristo. Así que inicié la primaria en el Instituto Cumbres. Una experiencia brutal y traumática.Y no por venir de un kindercito de colonia industrial, ni por la impresión de aquel monumental edificio donde cientos de niños vestíamos de gris. No fue el número lo que me trastornó, ni el tamaño, sino el encierro. Inexpugnable lugar de grandes rejas. A los seis años entrados en siete conocí el cotidiano nudo en la garganta que daba entrar en aquello.

Allí se formaban los hijos de los poderosos y los hijos de sus empleados de confianza. Pura gente distinguida. Nunca he vuelto a estar en un ambiente tan violento, y mira que. La crueldad de los niños era extrema y soez. Las bromas terminaban a golpes, y los grandes hacían de los baños verdaderas salas de tortura, con simulacros de violaciones y castración de los niños menores. Y digo simulacro porque nadie tenía los güevos, todavía.

No gané un sólo amigo. Sí mi primer hueso roto, por un golpe que me recetaron unos de sexto jugando a los balonazos. Yo nomás iba pasando, a lo güey. Ni se enteraron. Hube de llevar enyesado el brazo izquierdo varias semanas, lo que paradójicamente me proporcionó cierto prestigio, del ninguno que tenía.

Cada mañana pasaba el Camión Uno por la esquina de mi casa. Arcángela me acompañaba hasta la puerta plegadiza y me chiveaba con sus ternezas toscas. Era el más chico del camión, y los demás, típico, de inmediato me agarraron de bajada. "Adiós, Flaco, te portas bien", chillaban sobre mí remedando con amaneramiento malora las expresiones de Arcángela. "Cuídate, Pompis", y tiraban mi 'lonch' por la ventana. Ahora que lo pienso, al menos nunca me tocó 'baje' de pantalón, lo que tantas veces vi sufrir a otros indefensos en el aula, el camión, el baño o el gimnasio. Así se llevaban. Era lo normal. Por lo demás, la disciplina era férrea, a fin de cuenta franquista. Los prefectos sólo castigaban si había sangre.

Odiaba esa escuela, y una tarde, a los siete años cumplidos, decidí fugarme antes que padecer otro regreso en el Camión Uno. Al oeste, la primaria bordeaba una colonia parásita de clase media a pocas cuadras de la Defensa Nacional. Por atrás le corría un río hediondo en el confín de la barranca de Tecamachalco. Estudié la ruta. Era cosa de brincar por la escotilla del baño, salvar un grueso muro que no recuerdo muy alto, y vadear el arroyo, no lejos del gran caño por donde se escalaba la parte posterior de la mansión del general Manuel Avila Camacho, que ya no existe. Su viuda la vendió para rascacielos y centros de negocios. Muy apropiadamente, el bulevar allí llevaba el nombre del general, el único presidente después de don Porfirio y antes de Fox que se atrevía a oir misa en público, lo que en aquel medio le daba buena fama. A falta de otra.

La generaciones actuales creen en la inmanencia del Anillo Periférico, pero entonces no existía. Bueno, lo estaban construyendo. Avila Camacho dejó de ser bulevar para convertirse en cráter. Un pulular de matacuaces y maquinaria pesada. Una expedición al fin del mundo.

No pensé que me echarían de menos. Convencí a Miguelito, un vecino de la colonia, de fugarse conmigo. La noche nos alcanzó en la Hacienda de Los Morales (entonces verdadera hacienda) pero no nos perdimos. Frente a la casa esperaba una patrulla. Nuestra aparición no sé qué les dio más, si gusto o coraje, pero mis padres entendieron el grito de auxilio de mi fuga, y decidieron realizar averiguaciones. Faltó tiempo. Los Legionarios se les adelantaron y me expulsaron de su instituto. No imagino un final feliz más victorioso.

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