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México D.F. Jueves 11 de septiembre de 2003

Octavio Rodríguez Araujo

Mario Monteforte Toledo

Quiero escribir sobre mi percepción subjetiva del amigo entrañable durante casi 40 años. Mario Monteforte tuvo gran influencia sobre mí y me ayudó mucho a lo largo de una parte muy importante de mi vida. Tengo muchas deudas con él, y mencionar algunas es sólo un pequeño homenaje de los tantos que se merece.

Fue en 1965 cuando lo conocí personalmente. Era nuestro profesor en un seminario sobre partidos políticos en América Latina en la entonces Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Sus clases eran impactantes y también eruditas sin ser aburridas. Cuando terminó el curso, y con él los estudios de licenciatura, mi interés académico más importante giraba en torno de los partidos políticos, los de México en particular. A él le debo este interés, poco compartido por otros colegas en esa época.

Mario tenía una característica que yo admiraba, quizá por algún tipo de identificación inconsciente: sin dejar de ser de izquierda era heterodoxo y contrario a la concepción lineal de la historia. Pienso que fue enemigo del pensamiento maniqueo: el mundo no estaba dividido en buenos y malos. Tal vez por eso tenía amigos en los lugares más inesperados e incluso entre personas que se rechazaban mutuamente. No era grupal, mucho menos de cofradías o mafias. Su cultura universal y la multiplicidad de sus intereses le permitían conjugar la historia con la literatura y las artes, la sociología con la antropología y la ciencia política, la gastronomía con las culturas y las religiones de muy diversas partes del mundo, que conocía, y todo ello lo combinaba con exquisito sentido del humor y gran irreverencia. Sus amigos pertenecían a todos estos ámbitos del conocimiento y de la acción, y así eran de variados. Sus enemigos, por lo mismo, también, pues Mario nunca se preocupó por tener enemigos, por poderosos que éstos fueran. No era lisonjero, ni siquiera cuando pasaba por apuros económicos, que los tuvo.

Nunca fue rico, ni le interesaban las propiedades, pese a su gusto por las cosas finas. Sus libros y sus discos, algunos cuadros, sus objetos orientales, sus pipas y sus dagas eran su riqueza material, y toda ella se movía con él en sus mudanzas frecuentes. Una de sus esposas, Mireya Iturbe, fue y es mi amiga también, y dos de sus cuadros adornan mi casa. Mario fue un apasionado de la vida, de lo que hacía y de las mujeres. Su última hija, hasta donde sé, la tuvo cuando tenía 76 años. No se rendía a nada, ni siquiera a la edad, por eso siguió montando a caballo, que era otra de sus pasiones, hasta muy poco antes de su muerte.

Mario me presentó con el maestro Jesús Silva Herzog, y gracias a él se me abrieron las puertas de la afamada revista Cuadernos Americanos y la amistad de su director, a quien durante varios años visitaba todos los martes a la una de la tarde. Otro amigo entrañable.

En Cuadernos Americanos me inicié como ensayista político (1967). Para mí fue muy importante, pues fue como empezar en las ligas mayores, y eso me dio seguridad para seguir en el mismo rumbo. Mario me abrió esa puerta y, por lo visto, sirvió para que se abrieran otras, pues en general nadie me ha rechazado mis escritos desde entonces. En la vida unas cosas llevan a otras, sólo depende de una primera oportunidad.

Como amigo fue no sólo enriquecedor, sino gran apoyo. Como todos, uno tiene problemas de vez en cuando. Altas y bajas. Siempre tuvo la paciencia para escucharme y el buen tino de criticarme, aportando elementos que uno pasa por alto. Salía de su casa con otro ánimo, optimista casi siempre. Era un buen oyente y, como ya dije, nunca lisonjero. No decía lo que uno quería escuchar sino lo que él pensaba y, debo decirlo, sus opiniones o sus soluciones resultaron siempre las correctas, o a mí me lo parecieron. A veces simplemente nos reuníamos a oír música, con una copa de vino (tomaba poco) y con buenos quesos. El no compartía mi gusto por la música barroca, prefería a Mahler, Beehtoven, Franck, Brahms, y otros. Conocía a sus autores, contaba anécdotas de ellos y de su vida, me hizo conocerlos.

Mario era un hombre libre, comprometido y controvertido. Vivía de su trabajo, era un viajero incansable, no aceptaba ataduras; en varios momentos de su vida estuvo cerca del poder y nunca se aprovechó. Usaba su enorme inteligencia para hacer lo que él pensaba que mejor hacía: escribir, y eso es lo que hizo, por lo menos desde que tuvo que exiliarse en México, una vez que se vio obligado a dejar la política en Guatemala, su lugar de nacimiento y muerte. Fue gran amigo. Me quedan pocos de su talla.

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