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México D.F. Viernes 26 de septiembre de 2003

Bárbara Jacobs

Ceniza plata

Uno: La mujer dormida.

Cuando un extranjero en México intenta pronunciar Iztaccíhuatl hace los mismos gestos en su expresión facial que un bebé de cualquier nacionalidad que prueba limón por primera vez. Todos los mexicanos pronunciamos correctamente el nombre de este volcán, pero no sé cuántos sabemos escribirlo sin faltas de ortografía. Por una razón o por otra, lo cierto es que preferimos abreviarlo, aunque mal, como Iztla, cuando no sustituirlo por el apodo, La mujer dormida.

De niña, subía a la azotea y miraba largamente los dos volcanes de las inmediaciones, al sureste de la capital, el Iztaccíhuatl, y el Popocatépetl, o Popo, o Don Goyo. En invierno se veían nevados. No llegué a tener claro por qué, si eran montañas que contenían fuego, no se les derretía la nieve. Pero no eran éstas mis únicas dudas acerca del mundo. Me preguntaba, por ejemplo, por qué no se caía el agua del mar al vacío, si el planeta siempre estaba dando vueltas; o por qué, si el centro de la Tierra era de fuego, había más mares que volcanes: o por qué eran pocos los volcanes y, entre ellos, menos todavía los que estaban activos.

Nunca he visto directamente el humo que llega a expulsar el Popocatépetl; pero en una ocasión sí vi mi coche cubierto de la ceniza que de tanto en tanto también escupe el volcán. Lo más cerca que he estado de él fue en sus faldas. Intenté escalarlo, pero no pude. Había hecho la excursión con un primo y un hermano míos, que sí subieron, a pesar de ser alpinistas aficionados. Mientras los esperaba, me adormité.

Imaginé que el volcán no tenía fondo, sino que se conectaba por un túnel con el centro de la Tierra. O sea, que el fuego era al volcán, lo que un río al mar. No me preguntaba, en cambio, dónde nacía el agua de los ríos, ni por qué ésta era dulce y la del mar, al que surtía, era salada. Tampoco llegaba a preguntarme qué era la lava, ni cómo, una vez expulsada y fría, se convertía en piedra. Daba por sentado que la zona de la ciudad de México llamada Pedregal estuviera hecha de lava fría, con toda naturalidad.

Muchos años después visité la isla canaria de Lanzarote, que es volcánica. Es decir, es de piedra y, por lo tanto, no tiene, ni puede tener, vegetación. Sin embargo, de pronto en mi recorrido vi una plantita viva entre las piedras. El guía me explicó que probablemente un camello la llevaba en la planta de la pata con tierra y, sin mayor ciencia, la depositó entre las piedras. Lo di por entendido, pues, más que esto, me había sorprendido simplemente ver camellos. ƑQué hacían fuera de sus desiertos de arena? ƑO la lava petrificada también es desierto, sólo que de fuego?

En otro viaje fui a Pompeya, a ver las ruinas que quedaron tras la erupción del Vesubio. Los cuerpos de los romanos parecían de bronce, eran verdes y estaban rugosos. Por el contrario, el sistema de riego de los jardines de las casas seguía funcionando, más de mil años después. Habría que leer la crónica de Plinio el Joven, sobrino de Plinio el Viejo, autor de la enciclopedia de la ciencia de la Antigüedad, quien fue la víctima más célebre de la catástrofe del volcán.

Dos: Despierta.

Digamos que un volcán despierta miedo, aunque esté dormido. Pero otros géneros de montaña, no. Las minas provocan por lo menos ilusiones. Las cuevas, por ejemplo, no han perdido su prestigio de vivienda. Bueno, Don Quijote las eleva a la categoría de montañas encantadas. Y Jesús de Nazaret da el Sermón de las Bienaventuranzas desde una montaña. Toda la naturaleza impone; pero, por razones obvias, las montañas quizás imponen más. Son los coturnos de la Naturaleza.

De chica entré a las grutas de Carlsbad, en Nuevo México, y caminé entre sus estalactitas. Creo que Jesse James, hijo americano de Robin Hood, héroes porque robaban a los ricos para dar a los pobres, y ambos protagonistas de baladas y otras formas mnemotécnicas que recogen su historia para no olvidarla, usó este otro subgénero de montaña como guarida, con lo que sentó precedentes, o los renovó, para los guerrilleros que los siguieron. Y están las catacumbas de los primeros cristianos, que, al tener que recurrir a la clandestinidad, se valieron a su modo igualmente de este recurso natural.

Al final de su vida, Gauguin imitó a sus antecesores de Altamira, pues dejó sus, digamos, últimas palabras plasmadas en los muros de su vivienda.

Las pirámides no caben en la clasificación de montañas porque no lo son sino artificialmente; pero por algo sus constructores se inspiraron en las montañas para edificar las pirámides.

Es más, al dar a una pirámide la función de tumba de la realeza, o de asiento de templos o vivienda de dioses, algo quisieron significar.

Asimismo artificial y simbólico, el montículo del diamante, o el punto elevado en el cuadrángulo desde el cual el pitcher hace sus lanzamientos al bateador.

Y, para volver al volcán, al miedo que producen, al carácter de amenaza que suelen tener, no se puede ignorar el uso como depósito de ciudadanos indeseables que los gobernantes de países con volcanes les han dado en los últimos tiempos.

Sin embargo, nada de esto explica lo que me ocurre ahora que pongo palabras a lo que me sugiere un volcán, a mí, que no tengo nada de especialista en volcanes y que, en consecuencia, gesticulo como si los probara por primera vez.

Estoy sentada en el fondo del Popocatépetl con los ojos cerrados y las rodillas abrazadas contra el pecho. En lugar del ruido que hace el fuego, a mi alrededor oigo música, de tambores; los palillos golpean las pieles tensas de los cilindros y la melodía crece hasta hacerme abrir los ojos. Lo que veo no es el interior del volcán en llamas, sino una estructura que, por los travesaños que la forman, aunque irregulares, de colores alegres, indica que su función es de salida. Así, como si fuera lo más natural, me encaramo en ella y trepo, de la bruma de la profundidad, hacía el exterior; del desierto de fuego, hacia la ceniza plata.

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