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México D.F. Jueves 2 de octubre de 2003

Octavio Rodríguez Araujo

A 35 años del 68

En México recordamos el movimiento del 68 por su saldo rojo, especialmente por el 2 de octubre, que fue la culminación del autoritarismo del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz. Grave, por eso no se olvida y no lo olvidaremos, como tampoco el 10 de junio de 1971 y otros asesinatos masivos, ni la impericia policiaca en relación con las muertes de mujeres en Ciudad Juárez. Pero hay otros aspectos de aquel movimiento que debieran rescatarse, sobre todo para el conocimiento (conciencia) de los jóvenes de hoy. Se trata de aspectos que yo calificaría de positivos. El principal, pienso, el antiautoritarismo.

El autoritarismo que se combatió en el 68 en distintos países no sólo fue el clásico, de derecha, que se expresaba en formas extremas como el fascismo o las dictaduras tradicionales tanto en Europa como en América Latina, sino también el que estaba representado por la burocracia soviética y por los gobernantes de los países satélites de la URSS. Aquel movimiento fue la expresión en contra de regímenes políticos que se presentaban como dictaduras y, en ocasiones, como dictaduras totalitarias en las que la oposición era inhibida, cuando no perseguida y sentenciada a cárcel o muerte. Contra ese autoritarismo se demandaba democracia y más posibilidades de participación de la sociedad en los asuntos de su incumbencia, tanto de la vida cotidiana como de la política.

Más allá de los regímenes políticos, el autoritarismo era visto como la exigencia de obediencia a los superiores, es decir, a quienes "naturalmente" ocupaban las mayores jerarquías en la familia, la escuela, la empresa, el partido o el sindicato, el gobierno mismo. En esa misma lógica se combatieron las ideologías que negaban la igualdad de los seres humanos, que justificaban la discriminación por raza, religión, clase social, género, uso del lenguaje y otros símbolos, como el atuendo personal y los gustos artísticos.

Los movimientos de los jóvenes, entonces, fueron contra todo tipo de dominación, especialmente por medios coercitivos, pues se presumía, con razón teórica e histórica, que la dominación generaba desigualdades políticas, sociales, económicas y culturales. La palabra consenso, en lugar de aceptación y obediencia, cobró forma y expresión: se convirtió en un motivo de lucha, asociado a la democracia, y se entendía por ésta la principal oposición a cualquier forma de autoritarismo y dominación, una conquista a lograr.

El antiautoritarismo se convirtió en sinónimo de igualitarismo, razón por la cual el socialismo, que todavía era una demanda en el 68, era concebido como tendencia al igualitarismo. El socialismo era anticapitalista, y el capitalismo era igual a la tendencia a mayor desigualdad o a afirmar la desigualdad. De ahí que los movimientos del 68 fueron no sólo antiautoritarios, sino por el socialismo: por un socialismo democrático, como el que se había planteado en Checoslovaquia ese mismo año y que fue reprimido por instrucciones de la dictadura burocrática de la Unión Soviética mediante el uso de la fuerza militar.

Los gobiernos entendieron el mensaje del 68, particularmente los de los países más desarrollados. El mexicano no entendió nada. Sus ideólogos pensaron que dándoles el voto a los jóvenes de 18 años, estuvieran casados o solteros, sería suficiente. El resultado fue que los jóvenes radicalizados por la represión de que fueron objeto se marginaron de las instituciones e intentaron otras formas de protesta, voluntaristas si se quiere, pero comprensibles ante la incapacidad del sistema para flexibilizarse en términos reales. Los movimientos guerrilleros reaparecieron. La represión aumentó, incluso ilegal, como fue la Brigada Blanca, consentida por el gobierno de López Portillo. En América Latina se generalizaron las dictaduras militares, por iniciativa del gobierno de Washington y de las oligarquías locales. Había que terminar de una vez por todas -creían- con los movimientos radicales de izquierda, con la subversión y con el sentimiento antiestadunidense. Luego vendría la democracia, ya sin guerrilleros.

Se inventó entonces la democracia, no la que exigían los jóvenes del 68, sino una democracia formal, consistente en pluripartidismos, alternancia en el poder, efectividad del sufragio y otras medidas semejantes. Los teóricos de la transición a la democracia (sin adjetivos) se volvieron los nuevos ideólogos de la nueva derecha, y por iniciativa de Estados Unidos, con la complicidad del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, se generalizaron los gobiernos formalmente no autoritarios. Ahora la democracia (formal) es instrumento de dominación y hasta justificación para que la potencia imperial y sus aliados invadan a otros países, "para imponerla".

Los movimientos de hace 35 años cambiaron muchas cosas, de eso no cabe duda, pero los grandes poderes de los grandes países, seguidos de sus socios menores en los países subdesarrollados, expropiaron aquellas ideas para convertirlas en nuevas formas de dominación, ahora aparentemente democrática. La democracia formal se amplió, ciertamente, pero con ella también las desigualdades sociales y la pobreza.

El mejor homenaje a los mártires del 68 sería dar a la democracia de los poderosos un nuevo contenido, un contenido social que nunca debió perder.

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