LETRA S
Octubre 2 de 2003

Crónica Sero

Joaquín Hurtado

A Carlos Monsiváis

Son las tres de la mañana y doy vueltas en mi cama inútil, que no sirve ya para nada. Su quilla ha naufragado como viejo cetáceo en aguas heladas. Mi cama de enfermo tiene vocación animal, de bestia de carga servil y callada, discreta y antigua. Tan antigua como mi cuerpo exhausto. Mi cama se muere por falta de aire fresco, de tibia esperanza, de ánimo aventurero. Nos morimos juntos mi cama y yo. Al menos en ello hay cierta armonía.

Mi mujer se une a la coreografía del desastre y se ahoga conmigo entre las espumas endurecidas del insomnio. He dicho "mi cama" pero debería decir "nuestra cama". Porque los recuerdos aroman estas almohadas. En sus caracolas oigo las canciones jubilosas de los furtivos guerreros sin nombre, quienes con elegancia chacal ya no marcan mi teléfono. Rosalinda me toca la frente y pregunta afirmando: "¿No puedes dormir, verdad?" Me avergüenza responderle con sinceridad. Sólo contesto con un gruñido fingiendo dichosa narcolepsia.

Mi rostro se cansa de las máscaras que pongo ante los demás. Cuando las jornadas de un agónico se extienden por meses o años, uno tiene que ir creando docenas de máscaras para esconder el rostro imposible: el real, la faz que nadie debe ver. El obsceno rostro de la tristeza. Sólo hay pena en mi cama larga y condenada. Me encuentro a una vieja amiga y me dice "estás muy flaco, Joaquín". Saco la máscara carnavalesca y pongo cara de indiferencia. Le digo por decir: "es la dieta, querida". Pero siento que me desangro bilis adentro. Así es mejor. Todos me lo agradecen. Me arrebujo en mi cama y sigo mi camino.

Cargo con mi cama a todas partes. En ella me presento a lecturas y eventos, hospitales y campos. No sería nadie sin la seguridad de mi mortaja. No podría vivir. Sobre ella salgo en vuelos raseros a las calles nocturnas de mi ciudad secreta. Como aquella noche sin sueño cuando voy con Carlos a recorrer las piqueras donde abrevan los bravos. Me apena mi traza, ya no visto ropa convencional: arrastro las sábanas manchadas de esperma, sudor y sangre de mi cama postrera. Envueltos en mis deshauciadas túnicas salimos del Ópera, bar legendario donde aullaban las alondras. Estoy tan cansado pero la santa presencia del amigo reanima al vampiro. Enfilamos por Aramberri y Carlos me dice: "Solían venir aquí amigos que ya no están", y menciona nombres que traen resonancias de ultratumba. Por el retrovisor veo mis ojos enfermos de nostalgia: peces al aire, pájaros ahogados. Ojos del sida.

Mi recámara: playa sin luna, desolado baldío de maleza desaforada. Ahora comprendo: uno no puede conciliar el sueño porque la soledad se enreda de algún modo en el alma y la desparrama en añicos sobre la sábana desnuda. Mi frente suda en la madrugada canicular. Sueño que despierto. Sobre la Sierra Madre brilla el rojo carmín del planeta Marte, en su puntual proximidad milenaria. El reloj digital marca las seis. Sus números me duelen. Saco la máscara apropiada para un lunes cualquiera. "No dormí nada", me dice mi mujer. Yo ronqué como un bebé, le miento. Sobre el techo oímos el rumor del sol.