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México D.F. Viernes 3 de octubre de 2003

Horacio Labastida

Privatización energética vs. Constitución

Cuando se contempla el respeto que los gobiernos han mostrado a la ley suprema el alma se llena de un pesimismo que debemos rechazar. El ejemplo de Guadalupe Victoria, primer presidente bajo la Carta de 1824, es admirable, si se recuerdan las agudas contradicciones sociales que lo rodearon. Lo cierto es que a pesar de las tormentas, Victoria hizo todo lo posible para que la marcha del aparato gubernamental se ciñera a la ley sancionada por la asamblea de San Pedro y San Pablo. Pronto se multiplicarían los cuartelazos y las faramallas democráticas. La gran mancha fue el cobarde asesinato del último legatario de José María Morelos y Pavón; Anastasio Bustamante tomó la Presidencia en 1830 alegando los títulos vicepresidenciales que ostentara en el gobierno, el de Guerrero, que él mismo acababa de derrotar, y luego junto con su ministro de Guerra, José Antonio Facio, maniobró para detener al caudillo de Tixtla y montar su fusilamiento en Cuilapa, Oaxaca, el 14 de febrero de 1831. Este hecho condenable cubrió de tinieblas a un país que desde la Insurgencia muestra una conciencia liberadora inagotable, y en medio de las tinieblas surgió la figura felona de Santa Anna, quien burlóse de nuestra primera Constitución federal con las bayonetas que vendería al mejor postor, gestando de este modo el centralismo de las Siete Leyes en 1836, y un septenio después el de 1843. Deshizo así las instituciones con sus acuerdos de Palacio Nacional y las confabulaciones que armaba en la residencia veracruzana de Manga de Clavo, para satisfacer intereses de las elites. El decenio centralista dejó en claro un hecho que volvió a repetirse a lo largo de nuestra existencia. La transgresión de la Constitución tuvo en todo caso una fuente perversa: la combinación de los poderes económico y político de manera que el último sirviera al primero.

En medio de arrebatadas tempestades, recobróse el federalismo de 1824 en el Acta Constitutiva y de Reformas de 1847, decisión loable porque restituyó el ideal republicano del eminente Constituyente de Chilpancingo (1813), inspirado en un pueblo que principiaba a afirmar su ser mexicano como proyecto de libertad y justicia. Pero muy poco se llevó adelante. El Ejecutivo estadunidense James K. Polk (1845-1849) ordenó una vez más la marcha del imperialismo expansionista que impulsaba la ascendente burguesía yanqui, lanzando a sus ejércitos contra México y robando la mitad del territorio ocupado con la vergonzante ayuda del pérfido López de Santa Anna, cuyo retorno al poder en 1853, apuntalado por Lucas Alamán y el partido conservador, es enorme vergüenza nacional. Conculcando las constituciones previas, incluidas las centralistas que él mismo impuso antes, se declaró dictador perpetuo y se otorgó el tratamiento de "alteza serenísima" hasta que afortunadamente los levantados de Ayutla lo lanzaron del país y abrieron las puertas a la Constitución de 1857 y las leyes reformistas de 1859, cuya vigencia se vio maltratada y herida en la Guerra de Tres Años y en el curso de la invasión de Napoleón III, que Maximiliano quiso mantener hasta su fusilamiento en 1867. Nuevas elecciones llevaron a Benito Juárez a la Presidencia, y luego de su muerte a Sebastián Lerdo de Tejada, impulsando el decenio honesto y constitucionalista de 1867-1877, cuyo punto final fue puesto por Porfirio Díaz y el Plan de Tuxtepec (1876) que, sin mayores preámbulos, inauguró la tiranía porfirista prolongada hasta 1911. A partir del 5 de mayo de 1878 y hasta noviembre de 1908, no dejó Díaz de reformar y adicionar la Constitución de 1857 siempre que lo exigieron las clases acaudaladas locales y extranjeras. Con los cambios justificó sus relecciones, despojó a campesinos e indios de sus propiedades comunales, protegió a las subsidiarias foráneas, creyó armonizarlas con la burguesía nacional, y a unas y otras con el feudalismo latifundista que persistió hasta su caída. Enarbolando el darwinismo social y la concepción de la evolución humana según Herbert Spencer, aconsejadas ambas doctrinas por José Ives Limantour y los más conspicuos miembros del partido científico consentido por el secretario de Hacienda, buscó legitimar su dictadura e izó las banderas de orden y progreso, asumiéndose como el hombre fuerte que accionara el cambio del Estado militarista de la sociedad al Estado civil, filosofía política que minaron y echaron abajo miembros distinguidos -Antonio Caso y José Vasconcelos- de la Generación del Ateneo (1907-1914).

A pesar de la Revolución maderista y de la trascendencia del floresmagonismo con el periódico Regeneración -en 1911 se publicó el importante manifiesto de septiembre-, las cosas no cambiaron. Obregón y Calles defenestraron el artículo 27 constitucional al no aplicarlo a los concesionarios petroleros, y el anticonstitucionalismo seguiría así en los últimos 82 años, con la excepción única de Lázaro Cárdenas, que por todos los medios buscó aplicar los principios revolucionarios y la Constitución de 1917, con el propósito de fincar en México una civilización justa. Los embates anticonstitucionales se orientan al despojo tanto de la propiedad nacional como de la propiedad social y de la burguesía nacionalista, a favor del capitalismo trasnacional, principalmente el estadunidense, induciendo la acentuada dependencia económica del país y su correspondiente dependencia política, hoy de la Casa Blanca. En auxilio del contraconstitucionalismo se ha incubado un invento vicioso, la supuesta existencia de un constituyente permanente previsto en el artículo 135 constitucional, propuesta absurda porque el constituyente no puede crear otro constituyente por mandato legal. Al pretender el gobierno de Vicente Fox privatizar los energéticos comete un nuevo acto contraconstitucional, porque además si el Congreso de la Unión aprobara tal pretensión violaría asimismo el artículo 27 constitucional. Acentuémoslo. El Congreso ordinario carece de competencia para reformar disposiciones esenciales de la Carta Magna, porque sus facultades son secundarias, derivadas de la ley constitucional y ajenas a la soberanía directa y primaria del pueblo, que sólo el Congreso constituyente representa y no así la legislatura ordinaria.

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