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México D.F. Domingo 5 de octubre de 2003

Ex miembro de la junta militar se atribuye el retorno a la democracia en Chile

Derrotado en el plebiscito del 5 de octubre de 1988, Pinochet intentó dar un autogolpe

XIMENA ORTUZAR

El 5 de octubre de 1988, Augusto Pinochet resultó derrotado. El plebiscito, realizado ese día para decidir si el dictador prolongaba su mandato hasta 1998, dio por resultado un mayoritario no. Ese fue el primer día del fin la dictadura de Pinochet, iniciada el 11 de septiembre de 1973, con el derrocamiento del presidente Salvador Allende.

Un largo camino recorrió la oposición para alcanzar ese triunfo, que el dictador quiso desconocer mediante un autogolpe.

Quince años después los analistas coinciden en que el triunfo del "no" a la permanencia en el poder fue el hito más importante de la lucha por la democracia. Antes de lograrlo hubo que derrotar a otro enemigo: el miedo implantado por los militares desde el primer momento mediante represión brutal con detenciones, torturas, ejecuciones, exilio, desaparición forzada y aberraciones co-mo degollar a opositores y quemarlos vivos.

Además de esa represión, que consta en documentos, existió otra, de todos los días y que tiene que ver con perder el trabajo por delación -con o sin fundamento- y el miedo a hablar por no saber si en su familia y hasta en la propia casa había un delator.

Y allanamientos de morada en la noche con el subsecuente arresto de "sospechosos" de conspirar o, simplemente, de oponerse, que muchas veces derivó en desaparición definitiva. Y ocurría sin que hubiera a quién recurrir, porque el Poder Judicial depuso sus funciones por obsecuencia.

Miedo. Siempre, cada día, todos los días.

El bombardeo del palacio de La Moneda, sede del Poder Ejecutivo, con el presidente constitucional dentro, había dado ese 11 de septiembre de 1973 un anuncio claro y preciso de lo que sería la negra noche del fascismo con los militares a la cabeza.

El plebiscito, ineludible

En el plebiscito del 5 de octubre de 1988 los chilenos debían responder "sí" o "no". El "sí" apoyaba que Pinochet siguiera en el poder hasta 1998, y el "no" que entregara el poder en marzo de 1990 al presidente electo en diciembre de 1989.

Para llegar al plebiscito la oposición tuvo que vencer muchos obstáculos: concitar unidad de acción, alcanzar acuerdos mínimos, inscribirse en los registros electorales -reabiertos por la dictadura por presiones internacionales- pese a la aprehensión que ello concitaba; se temía que fuera una artimaña para tener un registro actualizado de sus detractores. Porque, en rigor, los más interesados en esa consulta eran los opositores. Al régimen y a sus seguidores les bastaba con dejar todo como estaba.

Ese temor fue incentivado por agentes del régimen que visitaron áreas marginadas de la población haciendo encuestas e informando que el voto sería controlado con "microndas y rayos láser". Mucha gente, aunque dispuesta a votar "no", temía que el precio de tal audacia fuera perder al jefe de familia y a los hijos varones, lo cual había ocurrido en momentos en que el régimen se sintió amenazado. Existía además desconfianza sobre la limpieza de los comicios, tomando en cuenta las dos consultas anteriores -1978 y 1980-, ambas fraudulentas.

Otra sospecha era que el régimen no respetaría los resultados de las urnas si estos no le eran favorables.

Con apoyo internacional la oposición contrató servicios de informática para tener en todos los centros de cómputo a lo largo del país su propio mecanismo para tal fin. Se estableció una red de colaboradores de la Alianza Democrática para vigilar en cada mesa de votación que el recuento de sufragios fuera correcto y quedara asentado en las actas correspondientes. Muchos líderes del mundo viajaron a Chile para servir como veedores, en apoyo a la oposición.

Así, al anochecer de ese 5 de octubre la oposición democrática sabía que el "no" ganaba, aunque la información oficial insistía en entregar cómputos parciales, escasos y manipulados. Cuando la oposición disponía de resultados sobre más de 60 por ciento de las mesas, el Ministerio del Interior entregaba cifras de alrededor de 10 por ciento. Y, claro, en todas ellas ganaba el "sí".

Se trataba de ganar tiempo y, una vez comprobada la derrota en las urnas y sin reconocerla, dar el autogolpe. Pinochet y compañía no deseaban el plebiscito. Lo habían incluido en la Constitución de 1980 porque en ese momento el control del país era total y no había indicios de que la oposición pudiera organizarse y unirse. Pero a partir de 1982 comenzaron las protestas masivas, encabezadas por la Alianza Democrática y apoyada por las bases que excedían dicha alianza.

La izquierda radical, el Partido Comunista, un sector del Partido Socialista y el Mo-vimiento de Izquierda Revolucionaria, fueron excluidos desde los inicios de la concertación para la democracia. No obstante, sus bases apoyaron activa y decididamente la movilización popular contra Pinochet.

En diciembre de 1982 surgió el Frente Pa-triótico Manuel Rodríguez, que propugnaba la lucha armada. En 1985 se realizó el primer paro nacional, convocado por la alianza y acatado por amplia mayoría. En 1986 el Frente Patriótico intentó ajusticiar a Pinochet.

En este contexto, Washington consideró que había llegado la hora de exigir de Pinochet gestos democratizadores. El régimen había realizado ya el trabajo sucio que Ri-chard Nixon y Henry Kissinger decidieron para Chile: derrocar a Allende, desarticular la izquierda mediante la eliminación de sus líderes y la proscripción de sus partidos, implantar el modelo de economía neoliberal, redactar una nueva Constitución que funcionara como "vacuna contra el socialismo", desnacionalizar lo nacionalizado por Allende, silenciar a la prensa opositora y castigar cualquier asomo de disidencia.

Logrado ello, Pinochet ya no era necesario y su permanencia en el poder era arma de doble filo: de seguir la represión, aumentaría la rebelión y el brote de la insurgencia armada era preocupante. Entonces, Estados Unidos condenó las violaciones de los derechos humanos y aplicó sanciones económicas. El mensaje fue taxativo: acortar los plazos.

El plebiscito no fue, en suma, una decisión democratizadora de Pinochet, sino una imposición de las circunstancias del que esperaba sacar provecho: creyó que podría ganar y gobernar "legitimado" hasta fin de siglo. Si perdía tendría el recurso ya probado de sacar los tanques a las calles.

Cuando el triunfo del "no" era una certeza no reconocida oficialmente, Pinochet convocó a una reunión urgente en La Moneda a los tres jefes de las otras armas: Toribio Merino, de la armada; Fernando Matthei, de la fuerza aérea, y Rodolfo Stange, de carabineros, quienes integraban, con él, la junta militar. Citó además al alto mando del ejército.

Al ingresar al palacio presidencial, reporteros preguntaron a Matthei qué sabía de los resultados del plebiscito. Respondió: "Lo mismo que saben todos. Que ganó el 'no'."

Se confirma la victoria opositora

Fue la confirmación irrebatible de la de-rrota del dictador. Los líderes opositores, con Ricardo Lagos a la cabeza, confirmaron el triunfo del "no" y llamaron a los de-mócratas a no celebrar, a tener calma, cautela y paciencia. Sabían en ese momento que había tropas acuarteladas y vehículos militares blindados recorriendo determinados sectores de la ciudad. El hoy presidente de Chile advirtió que el momento era di-fícil y que, para asegurar ese triunfo, la ciudadanía debía permanecer en sus casas.

En los días siguientes se informó públicamente que los líderes opositores recibieron el día del plebiscito información fidedigna de que Pinochet, enterado de su derrota, da-ría un autogolpe esa misma noche. Los re-presentantes del régimen desmintieron tal versión como "infame calumnia."

Quince años después esa versión es confirmada por el propio Matthei, testigo de excepción en los hechos ocurridos la noche del 5 de octubre en La Moneda.

En su libro Matthei: mi testimonio, el ge-neral retirado, ex comandante en jefe de la fuerza aérea de Chile e integrante de la junta militar por 12 años, afirma que el entonces gobernante y jefe del ejército, Pinochet, advirtió a sus camaradas de las otras armas, la misma noche de su derrota, que "yo no me voy a ir" y que estaba dispuesto a sacar las tropas a las calles del país y "barrer con los comunistas, que preparan gravísimos desórdenes, quién sabe con qué consecuencias".

En el libro, presentado el 25 de agosto pa-sado, Matthei revela que el dictador dispuso para ese día "rodear la ciudad con blindados y vigilar las sedes diplomáticas para evitar que los comunistas se refugiaran en ellas", y "también amenazó a cualquier ge-neral que tomara contacto con la oposición, en respuesta a la proposición de Stange de contactar a la disidencia y no ignorarla."

Pinochet quiso que los jefes castrenses firmaran un documento donde le entregaban todo el poder, en donde se agregaba que sólo "quería actuar con el pleno respaldo de las fuerzas armadas... Lo tomé y lo hice pedazos", asegura Matthei.

Con esa maniobra Pinochet no sólo desconocería su derrota, sino que aumentaría sus poderes autocráticos. Ello fue impedido por Merino, Stange y Matthei -afirma este último-, quien dijo haberle expresado que "estamos derrotados, pero con honor", a lo que Merino agregó que si violaban la Constitución, estarían derrotados "con oprobio".

Augusto Pinochet se jacta de haber cumplido los plazos dispuestos por la junta militar en el momento de "salvar a la patria", y de haber respetado el veredicto del pueblo en el plebiscito. Matthei confirma que, una vez más, Pinochet miente, que no hay mérito ni honor en su alejamiento del poder, co-mo no lo ha habido en ninguno de sus actos.

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