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P O L I T I C A
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México D.F. Miércoles 22 de octubre de 2003

Luis Linares Zapata

México, Ƒpaís de cínicos?

Uno de los tribunales más respetados del país, el que conformaron los consejeros del Instituto Federal Electoral (IFE) al castigar al PAN y al PVEM por sus faltas (Amigos de Fox) durante la pasada campaña electoral de 2000, puso al descubierto toda una trama de acciones ilegales para financiar la candidatura de Fox a la Presidencia.

Durante tan álgido proceso se cometieron, hoy sabemos con precisión y sin lugar a dudas, actos que debían dar causa y soportar una serie de delitos ante tribunales. Tajantes afirmaciones de inocencia y bien actuar por parte del mismo presidente Fox se estrellan contra las evidencias, inescapables, de su participación en todo ese tinglado. Así lo dictaminaron los consejeros con respaldo en sólidas pruebas. Pero, al parecer, todo ha quedado en el nebuloso pasado y ya se ha vuelto a esa normalidad que actúa como cemento del olvido y renueva actitudes de recta y escrupulosa conducta.

Ninguno de los conspicuos personajes que levantaron tan rebuscado, como finalmente torpe, aparato de distracción financiera ha sido enjuiciado por ello en lo personal. Con la recurrencia al Tribunal Electoral del Poder Judicial por los infractores y por el PRI y el PRD, que juzgan leve o menor la multa impuesta, parece que dio por concluida la operación investigadora de tan desafortunados hechos.

La legitimidad de la Presidencia de la República no ha registrado el golpe o pedido, aunque fuera mustio, perdón por lo hecho. Ni siquiera su credibilidad, que según encuestas, todavía alcanza un funcional grado de aprobación en la opinión ciudadana, ha sufrido merma considerable. En otros regímenes y países, aceptablemente celosos de la ética en la política y el respeto al derecho para ocupar y ejercer puestos de responsabilidad pública, el escándalo hubiera terminado en desacreditado despido del causante.

Los cheques con los que fue refaccionado el presidente Fox por la asociación Amigos de Fox no tuvieron cauce consecuente ni provocaron mayores sobresaltos. Nadie, fuera de un solitario consejero (Cárdenas), reclamó por la que debería haber sido obligada presencia del titular del Ejecutivo federal ante la comisión investigadora para explicar su involucramiento en la ilegal operación. Hasta aquellos que se juzgan a sí mismos tiradores de elevadas netas y profundas críticas, niegan que ello sea causa de erosión en la legitimidad presidencial. El posterior voto de millones, alegan, lo redimió del desaguisado. Como si el voto infectado por maniobras financieras fraudulentas, promesas sin cumplir o cambios radicales de posturas ofrecidas no fuera razón sobrada para minarlo en su misma base de legitimidad.

El voto es un contrato que se firma, de manera por demás solemne, entre dos partes. El ciudadano que elige a su mandatario con base en los ofrecimientos de acción, en promesas para llevar a cabo ciertos programas o debido a las expectativas despertadas en el individuo, por un lado, y el candidato que hace tales ofertas, por el otro, son los oficiantes vinculados. Si se trampean, incumplen o modifican estas bases, el voto sufre merma, el contrato se afecta y deja, si las faltas son serias, de tener vigencia. No cabe aludir a subsiguientes o súbitas modificaciones en el entorno, urgencias imprevistas, incompleto conocimiento de la realidad o simple y llana incompetencia. Aun cuando se pidan disculpas o perdón por ello. El resultado ocasiona una pérdida de confianza en la habilidad para entregar los resultados ofrecidos y, por tanto, en la legitimidad con la que se detenta el puesto contratado.

Similar embrollo y pérdida de legitimidad obtienen algunos funcionarios partidistas (Yunes, del PRI) que ningunean la vigencia de sus documentos básicos. Tanto las posibles modificaciones que podrían sufrir, en vista de que se concurrió con ellos a la competencia por el poder, están normados por sus estatutos depositados ante autoridad competente (IFE). El votante se basó en ese acto voluntario del partido para otorgarle su apoyo. El contrato, de nueva cuenta, finca y establece el vínculo precisamente por el contenido de esos pronunciamientos, fruto de una asamblea, máximo órgano deliberativo. No se puede, si no se sujeta a los procedimientos de antemano fijados en los estatutos respectivos, alterar las bases del acuerdo entre partido, sus candidatos y el elector, simplemente porque alguien, un grupito de altos burócratas partidarios, por ejemplo, así lo juzga conveniente. Peor aún si se propone recurrir a chicanadas como las que arguye un leguleyo que se ostenta como abogado del PRI (y, más grave aún, si a lo mejor lo es), al afirmar, con todo desparpajo interesado, que un cónclave de iniciados puede revertir tan santificados acuerdos.

La ley debería penalizar con el máximo rigor faltas o tergiversaciones a los proyectos y ofrecimientos de filosofía contenidos en los documentos normativos y programáticos de los partidos, por ser tal desviación o cambio un fraude al sufragio efectivo de los ciudadanos. Estos documentos son, en efecto, una camisa de fuerza en el sentido de que obligan, de la manera más rotunda, a su cumplimiento pormenorizado. Si los quieren modificar, por así convenir a sus militantes, que se lleven a cabo los procedimientos establecidos, y que el votante aceptó como ruta y procedimiento para inclinar sus simpatías particulares. Pero pocos se pronuncian para condenar tan punibles desplantes y conductas ante las cuales muchos prefieren optar por una mustia o resignada aceptación de las transgresiones a la voluntad soberana del ciudadano, expresada en las urnas.

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