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México D.F. Sábado 25 de octubre de 2003

Gustavo Gordillo

El mártir de la sensatez

Lo veo pararse y caravanear cada vez que Heberto lo interpela. Lo que lo hace más extravagante es la calma con la que responde a la andanada de ataques. Su firmeza en sus planteamientos sólo tiene paragón con su serenidad. Es 1968 y esto ocurre en una reunión entre el Consejo Nacional de Huelga y la Coalición de Profesores Universitarios.

Lo veo acercarse al ejercicio organizativo que estamos impulsando desde la Coalición de Ejidos Colectivos en los valles del Yaqui y Mayo. Ya es, a finales de los años 80, una eminencia en materia de desarrollo rural. Había escrito el celebrado Campesinos, hijos predilectos del régimen. Lo que captó mi atención fue su sencillez, lo que desde entonces me conmovió fue su calidez humana.

Acompaña desde entonces con debate, argumentos, críticas y buen talante el proceso de formación de muchas redes rurales. Lo más notorio, en un país donde la gente se toma muy en serio, es su agudo sentido del humor.

Producto de este encuentro que selló una amistad para siempre es el prólogo con el que me honra en mi primer libro sobre los campesinos del sur de Sonora. Escribe ahí: "El libro, sin ingenuidad, destila confianza en la gente, en su juicio, en su lealtad y en su trabajo (...) Más notable se vuelve la naturalidad de la confianza cuando ésta se refiere al tema de las relaciones de poder, donde todos hemos aprendido, o hemos creído aprender, que es el campo de la conspiración, de la grilla".

Es precisamente confianza en la gente lo que marca y enaltece su conducta como funcionario público. En el gobierno de Carlos Salinas muchas veces enfrentamos dilemas aparentemente irreconciliables. Sus opiniones mesuradas y equilibradas en los momentos de mayor tensión fueron siempre trascendentes. Está por hacerse el recuento detallado del proceso político que llevó a la reforma del artículo 27 constitucional. Arturo Warman resplandecerá con las luces del rigor intelectual que es riguroso porque es comprometido.

En los aciagos momentos de 1994 y después en los años siguientes, en las diversas discusiones sobre las propuestas de la ley indígena, adoptó posiciones firmes y polémicas, como debe ser en un tema de tal trascendencia. Habrá también tiempo para hilvanar desde ese discurso polémico las huellas que marcan un itinerario y que, en este tema, culminan en su muy reciente libro Los indios mexicanos en el umbral del milenio. En su nota bibliográfica a éste termina diciendo: "Una gran parte del contenido de este libro deriva de conversaciones con indígenas mexicanos (...) Ni ellos ni yo fuimos ángeles ni moneditas de oro (...) Hubo entendimiento aunque no siempre acuerdo (...) También surgió una coincidencia fundamental: teníamos que trabajar juntos para remontar la pobreza, injusticia y discriminación que los agobian y privan de oportunidades".

Me siento tentado a ofrecer como epitafio a este excepcional amigo y maestro aquellas frases de Cioran: "El escéptico quisiera sufrir (...) por las quimeras que hacen vivir. No lo consigue: es un mártir de la sensatez".

Pero Arturo Warman es al tiempo eso -sus libros, su obra, su mesura, su buen humor- y más que eso. Es el fanático del futbol que se conoce toda la trivia del mundo. Es el bebedor empedernido de whisky que comparte conmigo en un bar de la comuna de Providencia, en Santiago de Chile, un conocimiento enciclopédico sobre arte indígena. Es el sibarita que goza comiendo y sugiriendo platillos en un restaurante donde, junto con Tere, su esposa, nos agarra un fin de año en Río de Janeiro. Es el gran conversador que rescata hasta niveles sublimes esta noble tarea humana. Porque para conversar se necesita escuchar. Y para escuchar se necesita confianza en los demás y en el futuro. Y digo para mí: he aquí alguien que gozó a plenitud la vida.

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