La Jornada Semanal,   domingo 30 de noviembre  del 2003        núm. 456
Tres
fragmentos

Mircea Eliade

UNA NUEVA FILOSOFÍA DE LA LUNA

La primacía de las colectividades en la vida política y social contemporánea no constituye un fenómeno aislado. La misma tendencia se manifiesta en todas las ciencias de la cultura. El mundo moderno vive bajo el signo de lo "totalitario", lo que prueba no solamente la modificación súbita –en los últimos veinte años [de 1918 a 1938, n. del ed.]– del concepto de historia, sino también y sobre todo de la importancia adquirida por las ciencias auxiliares: el folklore, le etnografía, la prehistoria. Esta última en particular –"ciencia de los analfabetas" decía irónicamente Mommsen– goza en la actualidad de la atención de un buen número de investigadores. No examinaremos aquí las causas "espirituales" (importancia de la filosofía de la cultura, necesidad de un "estilo") y de alguna forma políticas (por ejemplo, el racismo en Alemania, la exaltación de las culturas no europeas en la Rusia soviética) que han contribuido a acrecentar el interés por la prehistoria. Digamos simplemente que la curiosidad por los "fenómenos originales" es un signo de nuestro tiempo. Que razas de épocas lejanas sean investigadas por los filósofos (los pelasgos con Klages, los hiperbóreos con Evola) o que los historiadores otorguen cualidades "filosóficas" excepcionales a ciertos pueblos antiguos (Jeremías, a propósito del Cosmos de los sumerios), tiene, en ambos casos, la misma significación: un intento de restauración (y a veces una apología) de los valores humanos prehistóricos; una exaltación de las intuiciones primordiales, sintéticas, unitarias. De allí el interés por el símbolo, en especial por el primitivo y prehistórico. Su función metafísica y cosmológica es, según nosotros, uno de los problemas más fascinantes que se presentan al hombre moderno (numerosos signos indican que entramos a una época que será dominada por el símbolo y no por el análisis) y al que nos proponemos consagrar una obra. Las presentes notas tienen una finalidad más modesta: señalar al público rumano algunos libros importantes sobre el papel que juega la Luna en las primeras síntesis mentales de la humanidad, síntesis que fueron el fruto de un considerable esfuerzo de conocimiento y de los que, a menudo sin saberlo nosotros, hoy nos volvemos sus deudores.

Es fácil escoger, de entre una docena de obras debidas a etnógrafos, orientalistas o historiadores de las religiones, las más representativas y, en consecuencia, las de mayor riqueza. Entre estas, la del profesor Carl Hentze, de la Universidad de Gand, quien se ha ocupado en los últimos diez años de tales cuestiones, ha obtenido los resultados más notables. Sinólogo especializado en el arte del extremo Oriente, es igualmente un etnógrafo erudito. Ha editado Artibus Asiæ y ha colaborado en muchas otras revistas de orientalismo. Entre sus numerosas obras podemos citar: Chinese Tomb Figures (Londres 1928, y en su edición francesa, Les figurines de la céramique funéraire, con un volumen de texto y otro de grabados) y, sobre todo, Mythes et symboles lunaires. Chine ancienne, civilisations anciennes de l’Asie, peuples limitrophes du Pacifique (Anvers, 1932) y Objets rituels, croyance et dieux de la Chine antique et de l’Amérique (Anvers, 1936).

Para quien desee conocer la obra de Hentze, Mythes et symboles lunaires constituye la mejor introducción a la cuestión, compleja y cautivante, de la influencia de las síntesis mentales lunares en los inicios de la civilización. Además, el texto del sabio belga está seguido por un apéndice en alemán de Herbert Kühn, profesor de prehistoria de la Universidad de Colonia y uno de los mejores conocedores del arte y el simbolismo prehistóricos.

Un médico y biólogo italiano, V. Capparelli, ha publicado dos gruesos volúmenes, L’ordine dei tempi et delle forme in natura (Bolonia, 1928 y 1929) sobre la Luna y los ritmos lunares, y acerca de los ciclos semanales en el mundo orgánico y en la patología humana. Ha reunido un número considerable de datos tomados de la botánica, la zoología, la embriología y la patología, que convergen todos ellos en un ritmo lunar hebdomadario que rige al mundo orgánico. El crecimiento de los tejidos vegetales y animales, los ciclos fisiológicos en la vida humana, el retorno cíclico en los procesos mórbidos (la "crisis" hipocrática; la importancia de ciertos días en la evolución de las enfermedades: tres días y medio después de ser atacado por la enfermedad, siete, catorce días…), y todo ello controlado por un ritmo cósmico, por la periodicidad lunar. Nuestro insignificante astro muerto tendría entonces una influencia primordial en el conjunto de la vida orgánica terrestre. Si no fuera por la unidad conferida a un buen número de fenómenos, la importancia de los ritmos lunares aparecería de manera más evidente aún. Pero los recientes estudios de etnografía y de morfología cultural –entre los cuales, como hemos visto, los de Carl Hentze ocupan un lugar privilegiado– han arrojado luz sobre otra influencia de la Luna: su papel fundamental en las primeras síntesis mentales humanas.

Hoy se sabe que los "primitivos" ya medían el tiempo mediante lunaciones. En las lenguas indo-germánicas, la palabra que nombra a la Luna es la más antigua de todos los nombres de astros. La raíz me, que en sánscrito se vuelve mami –"yo mido"– comprueba una vez más que la Luna servía para medir el tiempo. Los germanos, según el testimonio de Tácito, dividían las estaciones de acuerdo con ciertas noches. Los ejemplos se podrían multiplicar infinitamente. Y no es por lo tanto en esta dirección en la que deba buscarse la influencia de la Luna sobre la conciencia humana sino, en primer lugar, en el hecho de que el fenómeno lunar ha servido de unidad de medida o, más exactamente, de puente entre realidades muy diversas.

Es fácil entender por qué el hombre "primitivo", le moins civilisé, le atribuía una mayor importancia a la Luna (al menos desde cierto estadio cultural) que al Sol. Este es un astro con el que el hombre no encontraba ninguna correspondencia: eternamente parecido, igual a sí mismo, desprovisto de cualquier "devenir". La Luna, por el contrario, es un astro que crece, decrece y desaparece; un astro sometido a las mismas leyes del devenir, del nacimiento y la muerte. La "vida" de la Luna es en consecuencia mucho más próxima al hombre que la gloria majestuosa del Sol. Más tarde, en los inicios de la agricultura en el Neolítico, el hombre vincula los ritmos lunares a la fertilidad de la tierra. La Luna es la dispensadora de lluvias, la fuente de la fertilidad universal. Es en esta época cuando se precisan los primeros símbolos cósmicos, verdaderas síntesis que unen diferentes niveles: la Luna, la mujer, la tierra, la fertilidad. El hombre desde entonces posee una "concepción" unitaria del Cosmos; su intuición abarca el Todo, no un Todo abstracto, adquirido dialécticamente, sino un Todo viviente, dramático, rítmico. La magia, aparecida desde el Paleolítico se funda en esta intuición central. Si hay nacimiento y muerte, si la fecundidad (Luna, lluvia, mujer) y la "desaparición" (noches sin Luna, sequía, esterilidad) existen, las zonas u objetos benditos o malditos deben igualmente existir. El dualismo del bien y el mal, de la luz y la oscuridad, al que los persas conferían una función mística y metafísica, hunde sus raíces en estas antiguas creencias lunares. En las civilizaciones prehistóricas circumpacíficas, la luz y la oscuridad, el mundo de lo alto y el mundo de lo bajo, se explican por los símbolos lunares (Hentze, Objets rituels).

De paso, advirtamos que estos simbolismos, de expresión iconográfica o mítica, constituyen hoy en día los documentos más precisos para conocer las migraciones de los pueblos paleoasiáticos hacia América. Fundamentándose en la frecuencia de algunos tipos iconográficos y en las concepciones religiosas correspondientes, Hentze pudo comprobar las relaciones existentes entre las culturas de la América precolombina (San Agustín, Chavín, etcétera) con las de la China arcaica. En efecto, el lenguaje simbólico y pictográfico se presta eficazmente a los estudios comparativos. Al analizar la frecuencia iconográfica de las "lágrimas de la divinidad lunar" (concepción mítica y religiosa explicada por las líneas verticales que surcan el rostro del ídolo) Hentze demuestra irrefutablemente la existencia de relaciones históricas concretas entre todas las culturas circumpacíficas.

Es a partir de los cultos lunares primitivos en Asia, así como de su herencia transmitida en niveles culturales distantes en el tiempo, que hemos podido comprender –llevados por las inmigraciones de los paleolíticos– la aparición en la América precolombina de fenómenos muy parecidos a los que observamos en Asia, y también la reaparición de ciertos mitos lunares en el área circumpacífica (Mythes et symboles).

En el problema tan controvertido de las relaciones entre Asia y América, el método de trabajo de Carl Hentze condujo a resultados casi definitivos. Volvemos así al motivo de la presente nota: las síntesis mentales producidas por los ritmos lunares.

La similitud entre la fecundidad de la tierra y la de la mujer, descubierta por las culturas agrícolas del neolítico, se explica por los ritmos y los números lunares. La Luna crece durante nueve noches, hay nueve noches de Luna plena; decrece durante nueve noches y desaparece otras nueve noches; la fase prenatal dura nueve meses. La Luna es el primer muerto (el americanista E. Seler escribió hace mucho tiempo: "Der Mond ist der erste Gestorbene", "la Luna es el primer muerto") y, en ese sentido, se asimila al primer humano mortal. La idea de la desaparición de la Luna (y de la luz) tiene por representación iconográfica una serpiente devorando a un conejo (animal lunar). Conviene anotar que, siguiendo a Strygowski, Hentze prueba cuán errónea es la interpretación de ciertas "escenas artísticas" chinas; lo que a primera vista parece una creación de la "imaginación del pintor", es de hecho un motivo iconográfico ancestral que corresponde a ideas culturales bien establecidas (la lucha entre la oscuridad y la luz, entre el bien y el mal).

Así como las primeras intuiciones cósmicas acerca de la mujer, la fecundidad y el agua están ligadas a la Luna, también las primeras concepciones de la muerte se relacionan igualmente con este astro "viviente". La Luna muere, permanece tres días en las tinieblas y después renace. Los granos son enterrados, permanecen cierto tiempo bajo la tierra (noche, oscuridad, entrañas) y después aparece una planta nueva. El hombre muere, es enterrado, su alma a veces alza el vuelo hacia la Luna, pero renacerá, evocando con ello el "renacimiento" de la Luna y la vegetación. En los rituales primitivos de iniciación estudiados por Peter Schmidt, el neófito sale de la tumba igual que la Luna reaparece después de estar oculta durante tres noches.

El simbolismo funerario es muy preciso a este respecto. Una sabia sueca, Hanna Rydh, demostró en 1929 que las urnas funerarias se caracterizaban por una decoración especial, que casi siempre era totalmente distinta a la ornamentación de los vasos de uso profano. El símbolo juega un papel capital en el arte funerario, cosa que es fácil de comprender: todo lo que concierne a la vida del más allá, a la muerte, debe poseer una significación, una eficacia mágica. La muerte debe hacerse solidaria con su "ancestro", generalmente un animal lunar, y debe regresar a la gran unidad de la que se había desprendido. Ciertos símbolos, la espiral por ejemplo, tienen vastas significaciones, pero encuentran siempre su semejanza con la Luna. Así, el valor simbólico astral de la espiral, conocida desde el paleolítico, descansa sobre la analogía entre el caracol y la Luna (igual que el caracol, la Luna aparece y desaparece, sale y se retira, etcétera) o entre el caracol y la vulva (elemento lunar).

El símbolo de la Luna es múltiple: pez, rueda dividida en cuatro, línea quebrada (agua que corre), svástica (la más antigua, del tercer o cuarto milenio a.C., fue descubierta en Susa, en Mesopotamia), etcétera. El signo del "peine", frecuente en todas las cerámicas funerarias, se equipara a las nubes y es también un símbolo lunar. Otras representaciones iconográficas lunares –cuernos, volutas, espirales– pueden tener su origen común en los cuernos de los bóvidos, animales lunares. (Conocemos las relaciones entre las culturas agrícolas y la Gran Diosa, los rituales orgiásticos, los bóvidos e incluso el macho cabrío en Tracia.)

La riqueza del simbolismo lunar sobrepasa la imaginación. Las primeras intuiciones de la unidad cósmica jugaron un papel considerable en la evolución ulterior del espíritu humano. Fue bajo el signo de la Luna que se perfeccionaron las síntesis mentales con tal grandeza, que las tentativas de "unidad del mundo" de los presocráticos parecen, en comparación, muy pobres.

Nacimiento, fecundidad, muerte; Luna, agua, mujer; crecimiento de la Luna, crecimiento de la vegetación, crecimiento del hombre; la muerte como palingenesia, como momento del ritmo cósmico, como descanso (retorno a las tinieblas, a la tierra, a lo prenatal); oscuridad, infortunio, sequía, el "mal"; luz, lluvia (la luz difusa del relámpago, anunciadora de la lluvia, es asimilada a la claridad de la Luna); riqueza vegetal, el "bien"; el mundo de abajo y el mundo de lo alto, la resurrección… he aquí solamente algunas de las síntesis mentales de la serie que se relaciona con la Luna. Es necesario insistir sobre su carácter sintético, unitario. En efecto, la conciencia que las creaba poseía verdaderamente una intuición primaria del Cosmos; no pasaba de un escalón a otro, de un emblema a otro, por aproximaciones, como lo hacemos nosotros actualmente aunque descifremos estos símbolos primordiales.

Si se puede hablar de una filosofía de los presocráticos, que intentaban igualmente descubrir los elementos que daban unidad al Cosmos, se puede también hablar de una "filosofía" de la Luna, del papel que ha jugado la Luna en la creación de las primeras síntesis mentales, en la expresión simbólica de la unidad cósmica. Descubrimos detrás de estos símbolos un inmenso esfuerzo de conocimiento; porque encontrar los elementos de unidad de la vida y del Cosmos, ¿no es acaso un acto de conocimiento? ¿No adivinamos allí una voluntad de hacer el mundo, de unificarlo de manera mágica, viviente, humana? ¿Y los orígenes del idealismo mágico no residen allí, en ese intento de hacer el mundo, con el fin de comprenderlo y dominarlo? 


Traducción de José Antonio Hernández García


G. K. CHESTERTON

La literatura inglesa acaba de perder [en 1936] a su más grande ensayista contemporáneo, y el mundo cristiano a uno de sus más preciados apologistas. Inglaterra se ha vuelto más triste, más sombría, después de la muerte de G. K. Chesterton. Las herejías modernas se podrán manifestar a gusto; ya no chocarán más contra la acerada pluma de "G. K. C.", ya no tropezarán con este adversario sin igual en la controversia, contra su sana inteligencia y su desarmante optimismo. Se le ha llamado the laughing philosopher, el filósofo sonriente. Ríe porque ha escapado a la estupidez pretenciosa, porque ha desenmascarado la necedad y la insinceridad sin límites presente tras las herejías y las filosofías populares. Ríe también porque la vida es un romance, porque el milagro se produce sin cesar junto a nosotros, porque la salvación es cierta.

En Ortodoxia –su primer obra capital, publicada en 1908– Chesterton escribió que fueron Huxley, Herbert Spencer y Brandlaugh quienes lo habían llevado a la teología ortodoxa, y se convirtió en católico a fuerza de leer libros anticristianos. Comienza a creer en el milagro y en el dogma después de haber leído toda una biblioteca científica y filosófica. Se da cuenta entonces que los anticristianos no atacan el cristianismo propiamente dicho, sino a la idea que se han hecho de él. Creen en un Cristo imaginario para después afirmar, con un tono de pesar, que era imposible que resucitara después de la crucifixión.

Cada anticristiano posee su concepción del cristianismo. Para unos, se trata de una fe cómoda porque no es trágica ni pesimista. Para otros, es una doctrina humillante, pesimista y oscura, y entonces la critican porque no es cómoda e idílica. Chesterton esclarece hábilmente y con un humor infinito esta contradicción de los anticristianos que luchan, después de dos mil años, contra una sombra, contra su opinión del cristianismo.

Todo acto religioso es un milagro. Si carecemos de la religión o de la caridad para conocer ese milagro, seremos incapaces de darnos cuenta de lo que allí tiene lugar. Se fragua un punto de vista, un sentimiento o una teoría a este propósito; después se lucha vanamente por probar que este punto de vista, este sentimiento o esta teoría son absurdos. Y lo son, evidentemente. Pero la cuestión es saber si estas sombras, si estas opiniones personales o racionales tienen algo que ver con el cristianismo, con la fe…

Chesterton es un brillante polemista cada vez que se dirige hacia estas graves cuestiones dogmáticas. Nadie más, entre sus contemporáneos, ha logrado acercarse al milagro y al dogma con tal simplicidad y fantasía. No podríamos resumir aquí sus argumentos, pero no es la idea la que cuenta, sino la polémica, los detalles, la psicología. Como en los diálogos socráticos, como en las epístolas de San Pablo, sus tratados están imbuidos de un fervor y una ironía que constituyen, por sí mismos, formidables instrumentos mayéuticos.

Por ejemplo, para mencionar una de sus conclusiones, ve a la Iglesia como lo único consistente en este mundo –pero es consistente (sustancial, orgánica) porque no es parte de este mundo. Esta es una admirable conclusión que puede tener el aspecto de una simple paradoja (o un aserto dogmático, lo que viene un poco a ser lo mismo) si la aislamos de las demostraciones precedentes. "Demostración" es una palabra totalmente antichestertoniana. He leído una veintena de libros de Chesterton (de entre los más de sesenta que ha escrito) y no creo que jamás haya intentado "demostrar" algo.

En su obra sólo aparecen personajes lunáticos y heréticos. Además, ¿no nos ha enseñado él infinidad de veces que sólo los locos no se contradicen y construyen el mundo de acuerdo con una lógica perfecta? Aunque se crea una botella o Napoleón, un loco no se contradirá jamás; estará convencido hasta el final de sus días que es Napoleón o una botella. Si se contradijera, significaría que ha sanado.

La lógica del hombre sano de espíritu no excluye ni la paradoja ni el milagro. Chesterton recuerda que sólo los ateos y los racionalistas son los que creen en lo "sobrenatural", en los fantasmas y en la magia. Las supersticiones y el ocultismo aparecen en cuanto desaparece la mística. Cuando se renuncia a tener a la Trinidad como algo "natural", rápidamente se llegan a creer como extraordinarias las cosas naturales. La electricidad, el azar, los hechizos, las supersticiones, todas estas realidades que pertenecen al orden natural, son promovidas al rango de "milagros". Se juzga absurda la Trinidad pero se tiene miedo de un gato negro y se está más presto a creer en cualquier fenómeno "oculto".

El padre Brown, católico lúcido, se vuelve, a pesar suyo, en un excelente detective precisamente porque no cree en los "milagros", es decir, en los milagros profanos. Él, que cree en la Inmaculada Concepción y en la Santísima Trinidad, no puede creer que un hombre desaparezca sin dejar rastro, que un muerto resucite o que un amuleto mágico pueda matar. Es un incrédulo, un perfecto racionalista. Sabe que nuestro mundo está regido por leyes naturales y que cierta lógica es suficiente para alimentarlos. El místico perfecto, el hombre que cree en los milagros, no puede ser engañado por ninguna magia, por ninguna superstición; juzga las realidades según la lógica y el buen sentido.

Chesterton nunca aceptó un cristianismo espeso, abstracto o hipócrita. Un cristianismo–fantasma, como decía, fuera teosófico o mágico, un ascetismo falso o vano. Conoció y vivió el cristianismo en su sangre y hasta la médula. Rió y le gustaba comer y beber, y gustaba de los juegos infantiles, de los animales y de las plantas.

Unamuno evocaba su "cristianismo visceral", su "sangre y su carne". Chesterton no ha hablado mucho de estas cosas de gran intimidad (nada es más arriesgado que las confesiones que conciernen a los verdaderos dramas espirituales o a una experiencia soteriológica), pero las ha vivido sinceramente. La pudibundez anglosajona y las indignidades pseudoespirituales lo exasperaban. Él, sinceramente apegado a los animales, escribió un admirable panfleto donde se burlaba de las almas caritativas que protestaban contra el enorme número de pavos sacrificadas en Londres para la Navidad. Mostraba un buen sentido a toda prueba y, más importante aún, evitaba fruslerías menores en donde generalmente se suele perder la sangre fría.

Su buen sentido, su naturaleza viva, su optimismo terre-à-terre, se deben en primer lugar a que siempre ha vivido instalado en el "milagro". Quien haya leído sus novelas lo comprenderá gustosamente. Allí muestra que lo maravilloso, el exotismo y el romanticismo son estados del alma fundamentales que no están asociados a una época histórica o a algún medio geográfico. Su primera novela, El Napoleón de Notting Hill (1904), inaugura una nueva era en la novela inglesa. Shaw coloca los problemas en su teatro, Wells hace filosofía en sus novelas –Chesterton descubre el filón de lo "fantástico cristiano" (y del "humor católico"), presente de manera notable en sus célebres temas medievales (El regreso de Don Quijote).

Su medievalismo es aún mal comprendido. No se trata evidentemente de un retorno a la Edad Media, sino de descubrir hoy el milagro medieval. La caridad, la caballería, el amor cortés eran vividos intensamente, por eso ninguna de las tres virtudes ha desaparecido. Una sirvienta de una posada se enamora de un carnicero; la esposa le da diecisiete hijos y vive de manera "romántica" durante tanto tiempo porque vive dentro del amor. El amor y la caballería, la fe y la caridad, son las raíces del milagro, raíces que cada uno de nosotros puede encontrar en el fondo de su alma. Innocent Smith, el increíble personaje de Manalive (indudablemente la mejor novela de Chesterton) nos enseña que hemos perdido el sentido de lo milagroso porque lo buscamos, en lugar de verlo vivir entre nosotros.

Buscamos lo milagroso y el romanticismo como buscamos la felicidad, el amor ideal y la sabiduría, sin percatarnos que están cerca de nosotros esperando a que los veamos. Si Chesterton combatió toda su vida las herejías modernas, lo hizo por una simple razón: cada herejía desgarra el alma, la divide, la altera, la desnaturaliza, la reduce. En una polémica de Heretics (1905) le reclama a Wells no comenzar el estudio del ser humano por el alma, "la primer cosa que conoce el hombre", sino por el protoplasma, "una de las últimas". El mundo moderno se debate entre la herejía y el sufrimiento porque se empecina en buscar en lugar de ver. La búsqueda no lleva a ninguna parte, porque lo aleja del alma, de la felicidad, de la salvación. Desde nuestro nacimiento, tenemos la felicidad, la sabiduría y –casi– la salvación, pero nos atormentamos por buscarlas, o sea que nos alejamos sin cesar de ellas, nos salimos de ellas. El mayor infortunio del hombre es creerse infortunado.

G. K. Chesterton era un hombre de cabellos largos, obeso, rubicundo, que estimaba a sus adversarios y amaba a sus amigos, y que pasaba gran parte de sus días con los niños y con la gente de campo. Cuando estaba en la ciudad, a veces se le veía recorrer las calles más populosas con una capa a sus espaldas y un libro en la mano, despreocupado de los coches, leyendo en voz alta y riendo de buena gana porque los policías no se atrevían a ponerle una multa…
 

Traducción de José Antonio Hernández García
UN EPISODIO DE PARSIFAL

La leyenda de Parsifal contiene uno de los episodios más significativos: el Rey Pescador (Li Reis Peschëors) está enfermo y nadie lo puede curar. Es una enfermedad muy extraña: desgano, envejecimiento, debilidad extrema. Se han urdido numerosas hipótesis a este respecto. Según ciertos textos medievales, sobre el Grial prevalecía o tenía, como sea, una relación directa con el sagrado cáliz llevado a Europa –dice la leyenda– por José de Arimatea. No es este el lugar adecuado para estudiar el sentido simbólico del "título" de Rey Pescador (Li Reis Peschëors). Baste recordar que el pez simbolizaba la renovación, la resurrección, la inmortalidad. El cáliz del Santo Grial se confunde a veces con el pescador rico, como en el José de Arimatea, de Robert de Boron. Por otra parte, elementos nórdicos, celtas, intervinieron también en la leyenda. La tradición céltica habla de un "pez de la sabiduría" (salmon of wisdom) que se puede asociar al Grial o al Rey Pescador (A. Nutt, Studies on the Legend of the Holy Grail, Londres, 1888).

La enfermedad del Rey Pescador implica la esterilidad en los alrededores del castillo donde muere el misterioso soberano. Los ríos no corren más en su lecho, los árboles ya no reverdecen, la tierra no da más frutos, los granos ya no germinan. Resulta terrible e incomprensible que las aves ya no se apareen, que las palomas languidezcan y se desplomen tocadas por el ala de la muerte. El castillo mismo amenaza con quedar en ruinas. Las murallas crujen lentamente carcomidas por una potencia invisible: los puentes levadizos se pudren, las piedras se desprenden de las murallas y caen hechas polvo, como si los siglos fueran instantes.

Desde los cuatro rincones del mundo llegan sin cesar los caballeros, atraídos por el renombre del Rey Pescador. Pero el estado de abandono del castillo y la misteriosa enfermedad del rey los sorprende tanto, que se olvidan de la cuestión que los había llevado allí: en lugar de indagar sobre el Grial, del lugar en dónde encontrarlo, se acercan confundidos al enfermo, lo cuestionan y lo reconfortan. Con cada visita de un caballero, el mal del rey empeora y el reino queda un poco más devastado. Cuando los caballeros pasan la noche en el castillo, se les encuentra muertos a la mañana siguiente.

Así, Parsifal va a ver en su torre al Rey Pescador sin saber que está enfermo. Entre paréntesis, añadamos que Chrétien de Troyes en su Parsifal se obstina en volver tonto a su héroe. Para tratar de exaltar la gracia divina que transfigura al paladín, se esfuerza en describir a Parsifal el sencillo o, dice Nutt, al Great Fool, un tipo bien conocido del folklore universal (cfr. Eugène Anitchkof, Joachim de Fiore et les miliueux courtois, Roma, 1931). La partida de Parsifal es risible: los demás caballeros se burlan al verlo montar su caballo y pasar atiborrado. ¿No hay nada más ridículo para un caballero que valerse de un fuete, de una rama, para hacer avanzar a su caballo? En el castillo, sus toscas maneras lo vuelven cómico y divierten a la corte. No solamente es rústico, sino francamente tonto. Cuando encuentra a una joven, se precipita para abrazarla y le dice que estaba obligado por la courtoisie.

¿No es el Parsifal visto por Chrétien de Troyes un admirable prototipo del Quijote? Tienen aventuras idénticas y sus psicologías se corresponden. Así, por ejemplo, el rocín de Parsifal y su grotesca partida (su madre intenta detenerlo, ¡para que el ridículo no lo cubra en la corte del rey!), o la escena donde abraza a la joven. Pero lo más revelador es la estupidez de los dos caballeros errantes. Detrás de tal estupidez y ridículo, vemos operar a la Gracia (con Parsifal) y al Sueño (con Don Quijote). ¡Qué lástima que Unamuno, que había leído todo, no hubiera conocido las deliciosas descripciones de Chrétien de Troyes! El caballero de la triste figura habría encontrado a un admirable compañero en este Parsifal el sencillo –quien no obedece a todas las reglas de la caballería, pero la Gracia que lo habita transfigurará a la caballería medieval en un nuevo tipo humano.

Regresemos mientras tanto al castillo del Rey Pescador, a cuya torre llega Parsifal. En su primera visita se conduce como los otros, como un "enviado". Vuelve a partir pero se le dice que debería haberle preguntado al Rey Pescador sobre el Grial. "Si tan sólo le hubieras preguntado lo que debía hacerse, lo que ayudaría al rey a salir de su enfermedad y a devolverle su juventud." En efecto, en la segunda ocasión, cuando le hace al rey la pregunta correcta, la pregunta necesaria, éste sana y se rejuvenece milagrosamente. "El Rey Pescador mejora y su naturaleza vuelve a su plenitud." Al mismo tiempo, las murallas del castillo se reconstruyen y el reino se regenera.

En una leyenda paralela, cuando sir Gawain se lanza a la búsqueda de la lanza sangrante, la que traspasó el costado del Redentor en la cruz (y en consecuencia, un sustituto o complemento del Grial), "los ríos vuelven a correr en su lecho y los bosques reverdecen".

Falta sólo una pregunta para que los milagros se cumplan, pero ésta no es hecha. Nadie la hace; ningún caballero del Grial sería tan tonto como para ignorar la decencia (¿quién quiere interrogar a un enfermo en tal estado?) para sumergirse en el misterio del Santo Cáliz; la enfermedad del rey empeoraría y el ritmo de la vida cósmica se alteraría. Esta no sería una pregunta banal como todas las que hacen los caballeros ante Parsifal, sino la pregunta correcta, la única que se espera, la única que puede dar frutos. Las preguntas previas habían nacido de la sorpresa o de la cortesía, no de la necesidad inmediata de conocer la verdad y la salvación –y es esto lo que simbolizaba el Santo Grial en el mundo medieval: la verdad y la salvación. Parsifal, instalado en el castillo para emprender la búsqueda del Grial, hace una sola pregunta: la correcta, aquella que tiene por único efecto precisar. Ahora bien, antes de que se le responda, que se le diga dónde se encuentra el cáliz, el simple enunciado de la pregunta correcta entraña ya una regeneración cósmica en todos los niveles de la realidad: los ríos corren, los bosques reverdecen, la tierra recupera su fertilidad y el rey su virilidad y su juventud.

Este episodio de la leyenda de Parsifal es significativo de la condición humana. Nuestro destino se obstina en que no hagamos la pregunta correcta, la que es necesaria y urgente, la única que cuenta y que puede rendir frutos. En lugar de preguntarnos –en términos cristianos– dónde se encuentra la verdad, el camino y la vida, preferimos perdernos en un laberinto de preguntas y reflexiones que efectivamente poseen algún encanto e incluso ciertas cualidades, pero que no enriquecen realmente nuestra vida espiritual.

Este episodio explica admirablemente lo siguiente: incluso antes de que se haya obtenido una respuesta satisfactoria, una pregunta correctamente hecha regenera y fertiliza, y no solamente al ser humano sino al Cosmos entero. Nada ilustra mejor la quiebra del hombre al rehusar interrogarse sobre el sentido de su existencia que esta imagen de la naturaleza sufriendo en espera de una pregunta adecuada. Tenemos la creencia de que naufragamos solos, uno a uno, porque no queremos preguntarnos dónde está la verdad, el camino y la vida. Creemos que nuestra salvación o nuestro naufragio dependen personalmente de cada uno. Pensamos que nuestra problemática, buena o mala, no compete a nadie más que a nosotros; pero esto es falso. La solidaridad de los hombres existe en niveles muy ínfimos, en sus instintos o en sus intereses económicos, pero también existe en su destino espiritual. A una persona que vive entre los hombres le resultará difícil buscar la salvación sola si quienes lo rodean no piensan lo mismo. Un pensador tan profundo y original como Orígenes, no dudaba en afirmar que los hombres se redimirían juntos (apokathastasis) y no aisladamente cada uno. Sobre este punto es difícil decir si tenía razón o no; como sea, el ecumenismo permanece como el ideal de cualquier forma de vida cristiana.

Interpretando este episodio de Parsifal, podríamos decir que toda la naturaleza padece la indiferencia del hombre debido a esta pregunta central. La solidaridad sobrepasaría todo el conjunto de la comunidad humana de la que formamos parte, para extenderse a la vida cósmica que nos circunda, sea animada o aparentemente inanimada. La paideurna sufre y se altera a causa de nuestra insignificante quiebra. Cuando perdemos el tiempo debido a futilidades y a cuestiones ociosas, no nos matamos nosotros solamente, a semejanza de los caballeros frívolos en el castillo del Rey Pescador; también matamos un poco una parcela del Cosmos. Cuando el hombre olvida preguntarse dónde se encuentra la fuente de su salvación, las cosechas desaparecen y –calladas– las aves se afligen. ¡Qué supremo símbolo de la solidaridad del hombre con el Cosmos!

A la luz de este episodio de Parsifal, los hombres que no dudan en interrogarse y preguntarse por la verdad y la vida adquieren súbitamente una importancia fundamental. Las cuestiones que turban los sueños y los dramas que atormentan sus almas sostienen y nutren a una nación entera. Gracias al sufrimiento de estos extraños elegidos, la cultura de cada nación se vuelve fecunda y victoriosa, y la historia se abre camino a través del tiempo. Los hombres viven con buena salud gracias a las preguntas que se hacen aquellos que, como Parsifal, padecen por nuestra pereza espiritual. Además, sin ellos, la naturaleza se empobrecería, desecada por nuestra falta de inteligencia, de generosidad y de audacia. Quiero creer –como me lo ha hecho entender Parsifal– que nos encontraríamos infecundos y enfermos el día de mañana, a imagen de la vida en el reino del Rey Pescador, si no existieran en cada país, en cada momento histórico, algunos hombres intrépidos, espíritus iluminados que se hacen la pregunta correcta.
 

Traducción de José Antonio Hernández García