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México D.F. Sábado 6 de diciembre de 2003

Ilán Semo

El futuro del pasado

Cuando el Partido Revolucionario Institucional (PRI) obtiene el triunfo en las elecciones de julio de 2003, los vaticinios que abundaron sobre su futuro inmediato como fuerza principal del Poder Legislativo coinciden: la restauración merodea a un cambio que se ha extraviado en la parálisis económica, la dispersión política y la fragmentación de las fuerzas que lo propiciaron. El pesimismo no era infundado. Después del shock en el año 2000 y el anodadamiento producido por la derrota, casi nada o nada (en julio de 2003) había cambiado en el PRI: los mismos rostros, los mismos trajes, los mismos discursos y, sobre todo, las mismas prácticas. Cierto, faltaba lo central: ese grupo de dirigentes, los tecnócratas, que revistieron al partido del aura de la modernización, la reforma y la innovación, que acaso le dieron 15 años más de vida y que acabaron, con Ernesto Zedillo, separándolo del poder presidencial. Si la distancia entre Carlos Salinas y Roberto Madrazo resultaba inconcebible, la que separa a Pedro Aspe de Elba Esther Gordillo se antojaba inabarcable. Pero a lo largo del régimen foxista, el descrédito de los primeros es tan contundente que puede servir como cálculo de recambio para los priístas de segundo y tercer orden en espera, después de años de vigilia tecnocrática, del cumplimiento de promesas postergadas y ascensos probablemente merecidos.

En 2000 el PRI apuesta a la inercia; en 2003 reincide, sólo que con ánimo de celebración. Le ha dado frutos. En rigor, ha reconquistado (con alianzas) la mayoría absoluta. El caos sienta a quien se deja llevar por alguna fórmula, inclusive si proviene del pasado. Finalmente todo espíritu de restauración está basado en la convicción de que el pasado, por terrible que haya sido, representa un mal menor frente a los avatares del presente. Y para el PRI la inercia significa dar severos golpes en la mesa de una sociedad política que ha perdido los lazos esenciales de su comunicabilidad. La sorpresa -si por "sorpresa" se entiende la inevitabilidad de lo posible- reside en que la lealtad a la inercia devino, en tan sólo cinco meses, una auténtica pesadilla.

Desde la instauración de la legislatura, el Poder Ejecutivo, aparentemente desvencijado, fragmentado por un presidente semiclandestino, orgulloso de su propia mediocridad, fija los ritmos, los tiempos y los límites de la agenda en la nueva correlación de fuerzas. Es decir, en los órdenes de una política que se juega todo frente a la sociedad del espectáculo, Vicente Fox logra con el PRI lo que no ha podido ni siquiera soñar con el PAN y el PRD: moverlo en su dirección. Lease: el sojuzgamiento del Instituto Federal Electoral (que los priístas festejan como su gran triunfo y su gran vendetta sin detenerse a reflexionar que es su gran arma contra el propio Fox), la privatización eléctrica y la reforma fiscal.

Decir "Poder Ejecutivo" es decir demasiado. Ese poder tiene hoy un nombre y un hombre: Gil Díaz. Incapaz de negociar una política económica mínimamente coherente después de tres años de gestión, el secretario de Hacienda se revela como un político de cualidades visibles. Antes de que la nueva dirigencia priísta obtenga el consenso mínimo para funcionar, propicia la división de sus ex compañeros en tres facciones: una, encabezada por Manuel Bartlett, que se opone frontalmente a las reformas estructurales; otra, acaudillada por Elba Esther, que pretende negociarlas en corto desde Los Pinos, y, la tercera, dirigida por Roberto Madrazo, que evade toda definición porque su objetivo es la candidatura presidencial. No es necesario explicarlo: ninguno de los tres es un primerizo. No se manipula impunemente a una Elba Esther o un Manuel Bartlett. Pero el principio de autoridad que antes les procuraba a las diversas facciones del partido el Presidente de la República sigue obviamente vacante. Y todos viven bajo la ilusión de que pueden ocuparlo o producirlo.

En noviembre, el PRI, después del impresionante triunfo electoral obtenido en julio, ya se hallaba a la deriva, y quien decide impedirlo es Roberto Madrazo. Para unificarlo opta por la enseñanza más antigua de los sótanos de esa política: los priístas se unifican frente a los hombres, nunca frente a programas. Primero son las lealtades, después las ideas y las concepciones. Es el papel del capo, no del dirigente político, quien recurre a todas las artimañas del catálogo de las prácticas priístas más ancestrales para poner en orden al animal farm.

ƑEl corolario?: un partido que, apostando a la nostalgia de la restauración, logró involuntaria y afortunadamente acabar, al menos en el contexto del electorado racional, con todos los ánimos de la restauración. Finalmente, el único que está logrando acabar con el PRI parece ser el PRI mismo

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