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México D.F. Domingo 7 de diciembre de 2003

MAR DE HISTORIAS

El baile de Santa Brígida

Cristina Pacheco

Siempre que llega el otoño recuerdo con horror el baile en el asilo de Santa Brígida. Muchas veces me he preguntado a qué se debe esa constancia. Tengo una respuesta objetiva: el último trimestre del año me asignan la ruta Hidalgo-Rosario para vender productos navideños. A mitad del camino sembrado de fresnos se encuentra el asilo. Es lógico que al pasar frente al edificio piense en Oralia y en José.

Para justificar mi obsesión, me agrada más otra respuesta: desde octubre los fresnos empiezan a perder las hojas y en noviembre sus ramas bajas están casi desnudas. Nada me impide mirar hacia el interior del asilo.

Conserva el patio central. Allí, antes de la primera posada, se realizaba el baile. Con lo que se recaudara por la venta de boletos se garantizaba "una bella Navidad para nuestros viejitos".

En el barrio resultaba difícil convencer a los jóvenes de que iba a resultar una experiencia inolvidable pasarse una tarde en el asilo, bailando al ritmo de las grandes orquestas vía tocadiscos RCA Víctor. Por ese motivo la presidenta del patronato de Santa Brígida contrataba los servicios de Fabián, más conocido como El Rulito. El apodo aludía al mechón arriscado que sombreaba su frente, como si trajera uno de los rulos con que su madre se enchinaba el cabello.

El Rulito era un muchacho alto, flaco, sin padre; tenía un lunar rojizo que abarcaba su perfil derecho. El deseo de ocultarlo hizo que, desde niño, se prestara a realizar cualquier trabajo que le permitiera disfrazarse. Cambiaba el atuendo y la máscara de acuerdo con las promociones que organizaban los comerciantes de la zona. Unos días, El Rulito desfilaba por las calles convertido en "señor Huevo", otros en "el Pollo más sabroso" o "la Calabaza más dulce".

Desde la última semana de noviembre El Rulito encarnaba al "abuelo feliz" a base de peluca de algodón, máscara michoacana, joroba de borra, pantuflas y cayado. Por las mañanas aparecía en los establecimientos para ofrecer los boletos mientras pregonaba los nombres de las grandes bandas que amenizarían "la gran noche de Santa Brígida".

Al oscurecer El Rulito se presentaba en las vecindades. Su técnica de convencimiento era distinta: ante quien le abriese la puerta de su casa, enumeraba, fingiendo voz de anciano, las carencias en el asilo. Su discurso era muy convincente y nunca faltaba quien le comprara por lo menos un boleto.

La primera vez que El Rulito apareció en mi casa, llevaban tiempo de vivir con nosotros José y Oralia. Mi primo había llegado de San Luis Potosí; la ahijada de mi madre, de Puebla: los dos aspiraban a encontrar en la ciudad mejores horizontes.

II

A los veintisiete años, a punto de ordenarse, José había desertado del seminario, según él para seguir su verdadera vocación de médico. Hizo vanos intentos de inscribirse en la Escuela de Medicina. Se le acabó el dinero y buscó empleo. Lo encontró, primero como dependiente en la farmacia El Buen Dios y luego en el taller de un sastre, donde permaneció el resto de su vida.

Oralia llegó a vivir con nosotros después de José. Mi madre recibió con los brazos abiertos a su ahijada y la ayudó a inscribirse en una academia de estudios secretariales. Oralia los interrumpió cuando tuvo oportunidad de colocarse en un despacho de abogados. Antes de su primer día de trabajo, la acompañamos al centro para que se comprara ropa. Eligió un traje sastre gris claro, acinturado y de enormes solapas. Cuando salió del vestidor y me preguntó cómo se veía, le respondí: "Triste". Mi madre, en cambio, la encontró muy elegante.

La estancia de Oralia en el despacho fue muy corta. Una tarde volvió a destiempo, llorosa y temblando. Mi madre y ella se encerraron en un cuarto para hablar. Por más que me esforcé por enterarme de lo que decían, sólo alcancé a oír gemidos y la misma frase: "Madrina: le juro que no le di motivo". Por la noche, cuando nos sentamos a cenar, mi madre nos informó de que su ahijada no volvería al trabajo. Oralia estuvo desempleada varias semanas hasta que al fin la contrataron en una bonetería de 5 de Febrero. En la tienda, con todo y ser de ropa infantil, flotaba olor a naftalina.

Con el tiempo acabé por considerar a Oralia y a José como tíos. Ellos se trataban como hermanos. Algunos domingos íbamos a pasear los tres juntos. Era frecuente que algún vendedor dijera: "Pídele a tu papá que te lo compre" o "A ver qué opina tu mamá". Entre risas, ellos se apresuraban a enmendar el error: "Es nuestra sobrinita".

El sitio al que más me gustaba que me llevaran era una nevería con muebles pintados de verde y un tapanco. Allí nos instalábamos para comer un arlequín o un banana split. En cuanto terminábamos, José insistía en pagar la cuenta. Las protestas de Oralia eran inútiles y sólo conseguía dejar la propina.

III

Algo muy parecido sucedió la noche del sábado en que El Rulito apareció en nuestra casa. Cuando abrí la puerta y miré su máscara pegué un grito. Oralia y mi mamá corrieron a ver qué sucedía. El Rulito se disculpó y luego explicó el motivo de su visita.

Mientras hablaba de las carencias en el asilo llegó mi primo y El Rulito se dirigió a él: "Debería incitar a estas preciosas damitas al baile". José, muy cohibido, observó el fajo de boletos y se volvió hacia Oralia: "ƑQuieres ir? Te invito". Ella, riendo muy nerviosa, contestó: "No sé bailar". El hizo un guiño: "Vamos. Total: siquiera para no aburrirnos tanto".

Al fin Oralia aceptó que mi primo le comprara el boleto a condición de pagar el mío. El Rulito me aseguró que iba a divertirme mucho: "Habrá juegos, tómbola, cárcel del amor y, desde luego, también podrá bailar".

El sábado del baile fue un día de grandes sorpresas. José volvió de la sastrería más temprano que de costumbre, vestido de color pardo: "Te ves guapísimo -le dijo mi mamá-, así deberías andar siempre, y no con ese suéter y esos pantalones que te hacen ver muy viejo".

En ese momento apareció Oralia. Con su traje sastre gris, llevaba el cabello recogido sobre la nuca y zapatos de tacón alto. Sin darse cuenta, mi madre fue indiscreta: "Vaya, mujer, hasta que te arreglaste; no que siempre andas vestida como si te avergonzara ser bonita. ƑNo es cierto, José?" Mi primo no supo que contestar y los tres salimos rumbo al asilo.

La música llegaba hasta la calle atestada de curiosos que nos miraron entre burlones y sorprendidos. El Rulito se adelantó a recibir nuestros boletos mientras que la presidenta del patronato nos daba la bienvenida y nos invitaba a pasar al baile. En el corredor tropezamos con algunos ancianos que extendían los brazos para mostrarnos los suéteres y las frazadas nuevas.

El patio, adornado con faroles de papel y mechones de heno, estaba desierto. Oralia se volvió a José: "Creo que llegamos muy temprano. No hay nadie". La música se escuchó más fuerte y él, casi a gritos, le pidió que abrieran el baile. Ella se dejó conducir. Aplaudí al ver a mi primo desplegar sus habilidades. Como si acudieran a un llamado, parejas de ancianos aparecieron y llenaron el patio. Dichosas, bailaban cada vez más cerca de José y Oralia, como si quisieran tocar su juventud.

La fiesta se prolongó hasta la noche. En todas esas horas no llegaron los jóvenes del barrio. De pronto cesó la música. Se escuchó una campana. Tan silenciosos como habían llegado, los ancianos desaparecieron.

Al salir encontramos la calle vacía. Sólo El Rulito, sentado bajo un fresno, nos observaba tras su máscara de viejo.

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