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México D.F. Martes 9 de diciembre de 2003

Teresa del Conde

Luciano Spanó en el Museo Cuevas

Para combatir el atraso educativo en artes visuales (ver nota de Merry Mac Masters en esta sección, publicada este domingo) me propongo contentar al maestro Luciano Spanó, que clama por mayor severidad por parte de los críticos: ''Me encantaría encontrar alguien que me derrumbara". No, no es el caso, pues su exposición individual, recién inaugurada, amerita atención vasta y se encuentra integrada por obra reciente, la mayoría de gran formato (trípticos y polípticos), toda realizada o retrabajada este año. Aunque rica en aciertos, también contiene desaciertos y me propongo aludir a algunos.

He seguido su trayectoria profesional con atención y él tuvo a bien invitarme a observar los trabajos que había de exhibir. Después de varias visitas, hacia marzo del presente año logró por su cuenta una selección más nutrida que la que ahora se exhibe. Cambié los títulos de varias piezas, debido a que los que había propuesto o eran muy cursis o no se avenían con lo que uno veía.

Los títulos de pinturas, grabados, fotografías, etcétera, deben actuar como disparadores metafóricos de los contenidos o plantearse como homenajes. La opción de no poner títulos es legítima, pero dificulta un poco la memorización de las obras y provoca cierta ''sequedad" en la apreciación de conjunto, cosa de la que suele ser víctima el espectador.

El maestro Spanó es terco. Desde el principio le dije que la obra por él seleccionada en primera instancia iba a saturar los espacios del Museo Cuevas, por lo que había que eliminar trabajos. En principio se mostró anuente y extrajimos 20 por ciento de las piezas y, todavía así, el conjunto resultaba excesivo.

Haciendo gala de ''bravura" quiso mostrar cómo con brochazos gestuales era capaz de lograr trabajos conclusivos a manera de trazos briosos efectuados sobre tela: unos en negro sobre blanco (que son mucho mejores) y otros, por el contrario, en colores claros sobre fondos oscuros finamente trabajados que en realidad obedecen a sesudas mezclas colorísticas. Elegí dos ejemplos de la primera opción con primacía sobre la segunda, pero a final de cuentas prevaleció sólo la segunda.

No soy, estrictamente hablando, su ''curadora", pues en casos como éste respeto ciento por ciento la voluntad del artista. En tales trabajos el amplio movimiento del brazo, aplicado casi ''coreográficamente" (como los action painters) tiene la primacía e instruye, sobre todo a sus colegas pintores, sobre la potencia de su sistema extrapiramidal y la certeza de su pulso.

El se considera pintor abstracto. Abstrae, desde luego, y llega a prescindir de figuras reconocibles. Pero no tiene postura de pintor abstracto y eso en realidad no importa, porque sus mejores aciertos no se prohíben reminiscencias de figura. Hay trabajos muy atractivos dentro de este rubro: destaca el tríptico La fragua de la pasión (Homenaje a Soutine), en el que destrampa su pasión colorística, pero con modulaciones acertadas, pues justo es decir que no es estridente ni chabacano.

El tríptico La montaña mágica. Homenaje a Thomas Mann está en situación parecida y muestra efecto de cuadro dentro del cuadro. Domus áurea es un trabajo logrado y no se diga Metafísico, en el que une dos opciones: es un cuadro de primera. Curiosamente esta pieza no es de grandes dimensiones.

Pero como ama compulsivamente los formatos grandes en aras de la libertad expresiva (es sujeto proclive a la expresión emotiva de momento, aunque pensada con antelación), algunas de sus propuestas parecen realizadas con excesiva prontitud y esto a veces conspira contra sus propias dotes pictóricas, que podrían ser más mesuradas. El resultado es que algunas de sus obras de mayores dimensiones parecen abocetadas y demasiado ''lavadas", sin dejar por ello de ser, en cierto modo, ambiciosas porque maneja en ellas una bien asimilada retórica.

Le resulta mejor trabajar más la materia pictórica y su mejor obra en ese sentido es el políptico que abre la exposición: Ronda del Apocalipsis, realizada en ocho bastidores de 130 x 70; hay congruencia, maestría y entendimiento de la composición, con todo y que cada pieza puede ser conclusiva en sí misma e igualmente integrarse a gran retablo.

La obra más desafortunada de todas se titula El cuadro: es un autorretrato integrado a una enorme cabeza tailandesa (él cree que corresponde a un arquetipo mexicano) en ocres, sienas, etcétera, con veladuras y toques de ultramar. Buen retratista (se ha hecho autorretratos perspicaces), su figura de ''creador", plasmada de memoria, se parece tanto a él como a cualquier otro hombre de similar biotipo. Esta pintura enorme se encuentra ''escupida" por unos empastes de pigmento, posiblemente mezclado con mobilit, que provocan la impresión de que el cuadro generó una peligrosa invasión de virus.

Nunca quiso prescindir de esa pieza, de la que se encuentra demasiado enamorado, aunque tiene otras mejores en su haber.

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